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No acepté el desafío. Habría sido como maldecir una inundación. Señalé un pan, arqueé las cejas y dije con voz resonante:

– No, hoy no necesito pan duro. Vendré otro día que me haga falta.

Sin embargo, la satisfacción que me proporcionó el comentario fue solo momentánea, pues Simeón Anning era el único panadero de Lyme y tendríamos que seguir comprando a su esposa si queríamos comer pan, porque a Bessy le salía duro como un ladrillo las veces que intentaba hacerlo. Además, mis palabras eran poco convincentes e insignificantes, y de poca ayuda eran para Mary. Salí de la tienda con la cara colorada, y aún me ruboricé más al oír las risas a mi espalda. Me pregunté si alguna vez sería capaz de defenderme sin sentirme como una idiota.

Mientras Molly y Joseph Anning sufrían físicamente aquel invierno, durante el cual pasaron muchos días con una sopa floja y una lumbre aún más floja, Mary apenas se percataba de lo poco que comía o de los sabañones que tenía en las manos y los pies. Ella sufría por dentro.

Seguía viniendo a Morley Cottage, pero prefería la compañía de Margaret, pues mi hermana podía brindarle la empatía de la que Louise y yo carecíamos. Nosotras no habíamos perdido a un hombre como les había ocurrido a Mary y Margaret, y el fingimiento no era propio de nosotras. No es que por aquel entonces Mary considerara que había perdido al coronel Birch. Durante mucho tiempo tuvo esperanzas, y simplemente echaba de menos su persona y la presencia constante que había representado en su vida durante todo el verano. Deseaba hablar de él con alguien que lo conociera y lo viera con buenos ojos, o que al menos no criticara amargamente su carácter como yo. Margaret había coincidido con el coronel Birch varias veces en los salones de celebraciones, había jugado a cartas e incluso bailado con él en dos ocasiones. Mientras yo trabajaba en mis fósiles en la mesa del comedor, oía a Mary pedir una y otra vez a Margaret en la habitación contigua que describiera los bailes, lo que llevaba puesto el coronel Birch, cómo eran sus andares y su contacto, de qué habían charlado. Luego le pedía que le hablara de las partidas de cartas, a qué habían jugado, si él había ganado o perdido, y lo que había dicho. Margaret no había reparado en esos detalles, pues para ella el coronel Birch no había sido un compañero digno de recordar. La vanidad y la seguridad de aquel hombre eran excesivas incluso para Margaret. Sin embargo, se inventaba detalles que añadía a lo poco que recordaba, hasta que surgió un retrato del coronel Birch en sus momentos de ocio. Mary estaba pendiente de cada detalle, para almacenarlos y analizarlos detenidamente más adelante.

Yo quería mandar a Margaret callar, ya que el patetismo de aquella chica que se alimentaba de las migajas de los bailes elegantes y las triviales partidas de cartas de otra me perturbaba hasta el punto de imaginar a Mary junto a los salones de celebraciones, con la cara pegada al frío cristal para ver a los bailarines. Aunque nunca la había visto hacerlo, no me habría sorprendido descubrir que se había dado tal situación. Sin embargo, me mordía la lengua, pues sabía que Margaret tenía buena intención y proporcionaba a Mary el poco consuelo que tenía en la vida en ese momento. También daba gracias porque Margaret nunca le contaba que yo había estado brevemente con el coronel Birch en los salones de celebraciones, ya que Mary habría querido que rememorase cada detalle de aquella tarde.

Si bien no hubiera sido correcto que Mary tomara la iniciativa de comenzar una relación epistolar, esperaba y confiaba en tener noticias del coronel Birch. Ella y Molly Anning recibían cartas de vez en cuando, de William Buckland para preguntar por un espécimen, de Henry de la Beche para darles cuenta de su paradero o de otros coleccionistas a los que habían conocido y que querían pedirles algo. Molly Anning incluso mantenía correspondencia con Charles Konig, del Museo Británico, que había comprado el primer ictiosaurio de Mary a William Bullock y estaba interesado en adquirir otros. Todas esas cartas seguían llegando, pero entre ellas nunca se vislumbraba la letra enérgica y descuidada del coronel Birch. Porque yo conocía su letra.

No podía decirle a Mary que yo sí había tenido noticias del coronel Birch. Me mandó una carta un mes después de partir de Lyme. Naturalmente, en ella no se declaraba, aunque al abrirla me temblaban las manos. Me pedía que tuviera la bondad de buscarle un espécimen de Dapedium como el que había donado al Museo Británico, ya que esperaba incorporar algunos peces fósiles a su colección. Leí la misiva a Margaret y Louise.

– ¡Menudo caradura! -exclamé-. ¡Después de despreciar mis peces, ahora me pide uno, y encima uno muy difícil de encontrar!

Pese a lo enfadada que parecía, en el fondo me complacía que el coronel Birch hubiera descubierto el valor de mis peces hasta el punto de querer uno.

Aun así, hice ademán de tirar la carta al fuego. Margaret me detuvo.

– No -suplicó alargando la mano para cogerla-. ¿Estás segura de que no pone nada sobre Mary? ¿No lleva posdata o un mensaje en clave para ella o que aluda a ella? -Echó un vistazo a la misiva, pero no encontró nada-. Guárdatela, al menos para saber dónde vive.

Mientras decía eso Margaret leyó la dirección -una calle de Chelsea-; sin duda la memorizó por si yo quemaba la carta más adelante.

– Está bien, la guardaré -prometí-. Pero no pienso contestarle. No se merece una respuesta. ¡Y nunca tendrá un pez mío!

No le contamos a Mary que el coronel Birch me había escrito. La habría destrozado. Yo no esperaba que un carácter tan fuerte como el de Mary pudiera revelarse tan frágil, pero todos somos vulnerables a veces. De modo que ella siguió esperando, hablando del coronel Birch y pidiendo a Margaret que le describiera su conducta en los salones de celebraciones, y Margaret la complacía, aunque le dolía mentir. Y poco a poco la lozanía desapareció de las mejillas de Mary, la luz radiante de sus ojos se apagó, sus hombros se encorvaron como antaño y su mandíbula se endureció. Me entraron ganas de llorar al verla incorporarse a las filas de las solteronas a una edad tan temprana.

Un día soleado de invierno recibí una visita inesperada en Silver Street. Estaba en el jardín con Louise, que echaba de menos el trabajo durante los meses de frío y buscaba algo que hacer: esparcir mantillo alrededor de las plantas, observar el estado de los bulbos que había plantado, rastrillar las hojas que habían caído al jardín o podar de nuevo los rosales, que seguían creciendo. El frío no nos molestaba tanto como antes, y al sol hacía un calor sorprendente. Yo estaba acabando una acuarela de las vistas de Golden Cap; la había empezado meses antes y la había retomado con la esperanza de que la luz oblicua del sol invernal confiriera al cuadro el elemento mágico del que carecía.

Estaba pintando de amarillo las nubes cuando apareció Bessy.

– Ha venido alguien a verla -murmuró.

Se apartó para dejar a la vista a Molly Anning, que en los muchos años que llevábamos viviendo allí nunca se había aventurado a venir a Silver Street.

El desprecio de Bessy me irritó. A pesar de mi amistad con los Anning, Bessy adoptaba de buena gana las opiniones del resto de Lyme sobre esa familia, incluso habiendo visto lo bastante a Mary para formarse un juicio propio. Me puse en pie y la castigué diciendo:

– Bessy, traiga una silla para la señora Anning y otra para Louise, y té para todas, por favor. ¿Le importa que nos quedemos en el jardín, Molly? No hace mucho frío al sol.

Molly Anning se encogió de hombros. No era la clase de persona que disfrutaba sentada al sol, pero no iba a impedir que otras lo hicieran.

Miré a Bessy con las cejas arqueadas, ya que permanecía junto a la puerta, visiblemente furiosa por tener que servir a alguien que consideraba inferior.