– Vamos, Bessy. Haga lo que le he pedido, por favor.
Bessy refunfuñó. Cuando hubo entrado en casa oí a Louise reír entre dientes. A mis hermanas les resultaba muy divertido el mal carácter de Bessy, pero a mí me preocupaba que nos abandonara, como a menudo daban a entender sus hombros caídos. A pesar de los años transcurridos, insistía en dejar claro que nuestra mudanza a Lyme había sido un desastre. Para ella mi relación con los Anning representaba todo lo que había de caótico y malo en Lyme. Su barómetro social seguía rigiéndose por los valores de Londres.
A mí me daba igual, salvo que eso supusiera perder a una criada. A Louise tampoco le importaba. Supongo que Margaret llevaba allí una vida de lo más convencional, asistiendo de vez en cuando a los salones de celebraciones, visitando a otras buenas familias de Lyme y haciendo obras de caridad para los pobres. Llevaba a todas partes el ungüento que había preparado para aliviar mis manos agrietadas y se lo ofrecía a quien lo necesitara.
Señalé mi silla.
– Siéntese, Molly. Bessy traerá otra.
Molly Anning negó con la cabeza, incómoda ante la idea de sentarse mientras yo permanecía en pie.
– Esperaré.
Parecía entender que Bessy opinara que no debíamos recibir a los Anning en casa; de hecho, tal vez estuviera de acuerdo con ella y ese fuera el motivo, no la ascensión de la colina, por el que no había venido a Morley Cottage durante todo ese tiempo. Vi que estaba mirando mí acuarela y me dio vergüenza; no por la calidad de la pintura, que ya sabía que no era buena, sino porque lo que para mí había sido un placer ahora se me antojaba una frivolidad. La jornada de Molly Anning comenzaba temprano y acababa larde, y sus días se componían de horas y horas de trabajo agotador. Apenas tenía tiempo para contemplar el paisaje, y menos aún para sentarse a pintarlo. Tanto si pensaba eso como si no, no dejó traslucir nada y se acercó a observar cómo Louise podaba los rosales. Esa era una actividad menos frívola, aunque no mucho, pues las rosas tenían escasa utilidad aparte de adornar un jardín y alimentar a las abejas. Tal vez Louise sintió lo mismo que yo, pues se apresuró a acabar la tarea y dejó la podadera.
– Voy a ayudar a Bessy a traer la bandeja -dijo.
Cuando tuvimos más sillas, una mesita en la que colocar la bandeja y, por último, la bandeja -todo ello acompañado de los resoplidos y suspiros de Bessy-, empecé a lamentar mi decisión de tomar el té en el jardín. También se me antojaba frívola, y no pretendía armar tanto lío. Además, cuando nos sentamos el sol se escondió detrás de una nube e inmediatamente empezó a hacer frío. Me sentí como una idiota, pero me habría sentido todavía peor si hubiera dicho que debíamos entrar en casa y volver a meter los muebles y el té. Me arrebujé en el chal y mantuve la taza de té entre las manos para entrar en calor.
Molly permaneció inmóvil, sin hacer ningún comentario, entre el trajín de tazas, platillos, sillas y chales que se desarrollaba alrededor. Yo parloteé del tiempo extraordinariamente benigno y de la carta que me había enviado William Buckland para anunciar que vendría al cabo de pocas semanas, y le expliqué que Margaret no podía acompañarnos porque había ido a llevar su ungüento a una mujer que acababa de dar a luz y tenía molestias al amamantar al recién nacido.
– Ese ungüento es muy útil -fue el único comentario que hizo Molly.
Cuando le pregunté qué tal le iba, reveló el motivo de su visita.
– Mary no se encuentra bien -dijo-. No ha estado bien desde que se marchó el coronel. Quiero que me ayude a solucionarlo.
– ¿A qué se refiere?
– Cometí un error con el coronel. Sabía que lo estaba cometiendo, pero lo hice de todas formas.
– Seguro que usted no…
– Mary trabajó con el coronel durante todo el verano, encontró un buen coco y toda clase de curis para su colección, y no recibió ni un solo penique. Yo tampoco le pedí nada porque pensaba que al final le daría algo.
Mi sospecha de que el coronel Birch no había entregado ningún dinero a los Anning quedó así confirmada. Retorcí las puntas de mi chal, enfurecida por la desfachatez de aquel hombre.
– Pero no le dio nada -continuó Molly Anning-. Se marchó con su coco y sus curis y lo único que le regaló fue un dije.
Yo sabía lo del dije: Mary lo llevaba bajo la ropa, pero lo sacaba para enseñárselo a Margaret cada vez que hablaban del coronel Birch. Contenía un mechón de la espesa cabellera de aquel hombre.
Molly Anning tomó un trago de su té como si estuviera bebiendo cerveza.
– Y no ha mandado ni una carta desde que se fue, así que le he escrito yo. Ahí es donde necesito su ayuda.
Metió la mano en el bolsillo del abrigo viejo que llevaba -seguramente había sido de Richard Anning-y sacó una carta doblada y sellada.
– Ya está escrita, pero no sé si llegará a sus manos tal como está. La recibiría si se la mandara a un sitio como Lyme, pero Londres es muy grande. ¿Sabe dónde vive? -Molly Anning me puso la carta delante. «Coronel Thomas Birch, Londres» se leía como únicas señas.
– ¿Qué le dice en la carta?
– Le pido dinero por los servicios de Mary.
– ¿No menciona… el matrimonio?
Molly Anning frunció el entrecejo.
– ¿Por qué iba a hacerlo? No soy tonta. Además, eso tendría que decirlo él, no yo. En su día me extrañó lo del dije, pero no ha mandado ninguna carta, así que… -Negó con la cabeza como para descartar la idea ridícula del matrimonio y retomó el tema menos espinoso del pago por los servicios prestados-. No solo nos debe todo el tiempo que robó a Mary, sino también las pérdidas de ahora. Ese es el otro asunto del que quería hablarle señorita Philpot. Mary ya no encuentra curis. Este verano fue bastante malo porque le daba al coronel todo lo que encontraba, pero desde que él se marchó tampoco trae curis a casa. Cuando le pregunto por qué, dice que no hay nada. A veces voy con ella, solo para ver, y lo que veo es que ha cambiado.
Yo también me había percatado las veces en que había acompañado a Mary a la playa. Parecía incapaz de concentrarse. Cuando la miraba, la veía con la vista perdida en el horizonte, o más allá de la silueta de Golden Cap, o en el montículo lejano de Portland, y sabía que estaba pensando en el coronel Birch, no en los fósiles. Cuando le preguntaba, se limitaba a decir: «Hoy no tengo buen ojo». Yo sabía qué le pasaba: Mary había encontrado algo más interesante que los huesos de la playa.
– ¿Qué podemos hacer para que vuelva a encontrar curis, señorita Philpot? -dijo Molly Anning pasándose las manos por el regazo para alisar la falda raída-. Es lo que he venido a preguntarle; eso y cómo puedo hacer llegar la carta al coronel Birch. He pensado que si le escribía y él mandaba dinero Mary se pondría contenta y le iría mejor en la playa. -Hizo una pausa-. Estos últimos años he escrito muchas cartas para pedir dinero (los del Museo Británico se toman su tiempo para pagar), pero nunca pensé que tendría que mandar una a un caballero como el coronel Birch.
Cogió la taza y se bebió de un trago el resto de té. Supongo que estaba pensando en que él le había besado la mano, y maldiciéndose por haberse dejado engañar.
– ¿Por qué no nos deja la carta y nosotras la mandamos a Londres? -propuso Louise.
Molly Anning y yo la miramos con gratitud. Era una buena solución: para Molly porque se quitaba de encima la responsabilidad de que la carta llegara a su destino, y para mí porque podía decidir qué hacer sin tener que revelarle que el coronel Birch me había escrito.
– Y llevaré a Mary a buscar fósiles -apunté-. Cuidaré de ella y la animaré. -Y pondré en su cesta todos los fósiles que encuentre hasta que recobre el juicio, añadí para mis adentros.
– No le diga a Mary lo de la carta -ordenó Molly al tiempo que tiraba de su abrigo.