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– Desde luego que no.

Molly me miró, y sus ojos oscuros escudriñaron mi rostro.

– No siempre he confiado en ustedes -dijo-. Ahora sí.

Cuando se hubo marchado -en apariencia más animada tras haberse librado del peso de la carta-, me volví hacia Louise.

– ¿Qué vamos a hacer?

– Esperar a Margaret -fue su respuesta.

Cuando nuestra hermana regresó por la tarde, las tres nos sentamos junto al fuego y hablamos de la carta de Molly Anning. Margaret estaba en su elemento. Se trataba de la clase de situación que mostraban las novelas de autoras como la señorita Jane Austen, a la que Margaret estaba convencida de haber conocido mucho antes en los salones de celebraciones, la primera vez que visitamos Lyme. En uno de los libros de la señorita Austen incluso aparecía Lyme Regis, pero yo no leía obras de ficción, por más que ella tratara de persuadirme de que lo intentara. La vida era mucho más complicada, y no acababa tan bien como las novelas, en las que la heroína se casaba con el hombre adecuado. Las hermanas Philpot éramos la encarnación de esa vida deslucida. No necesitaba que ninguna novela me recordara lo que me había perdido.

Margaret tenía la carta entre las manos.

– ¿Qué pone? ¿De verdad solo pide dinero? -Le dio la vuelta una y otra vez, como si fuera a abrirse por arte de magia para revelar su contenido.

– Molly Anning no perdería el tiempo escribiendo sobre otra cosa -contesté, consciente de que mi hermana estaba pensando en el matrimonio-. Y no nos mentiría.

Margaret deslizó los dedos sobre el nombre del coronel Birch.

– Aun así, el coronel Birch debe verla. Puede que le recuerde lo que ha dejado atrás.

– Se acordará de que me mandó una carta y no le contesté. Si pongo la dirección, sabrá que yo he intervenido; en Lyme nadie más tiene sus señas.

Margaret frunció el entrecejo.

– No se trata de ti, Elizabeth, sino de Mary. ¿No quieres que el coronel reciba la carta? ¿Prefieres que viva sin saber absolutamente nada de las circunstancias de Mary? ¿No deseas lo mejor para ambas partes?

– Pareces una de tus escritoras de novelas -le espeté, y acto seguido me interrumpí. Tenía en las manos un ejemplar del Geological Society Journal que el señor Buckland me había mandado. Respiré hondo para calmarme-. Creo que el coronel Birch no es un hombre honrado. Si enviamos la carta alimentaremos las esperanzas de Molly Anning.

– ¡Tú y Louise ya las habéis alimentado aceptando la carta y prometiéndole que se la haríais llegar!

– Es cierto, y empiezo a arrepentirme de haberlo propuesto. No quiero participar en un acto tan infructuoso y humillante. -Sabía que mis argumentos cambiaban a cada minuto.

Margaret me miró agitando la carta.

– Tienes celos de Mary porque fue en ella en quien se fijó.

– ¡No tengo celos! -Lo dije con tal aspereza que Margaret agachó la cabeza-. Es ridículo -añadí tratando de suavizar el tono.

Siguió un largo silencio. Margaret dejó la carta y me cogió la mano.

– Elizabeth, no debes impedir que Mary consiga algo que tú no has sido capaz de lograr.

Aparté mi mano de la suya.

– No es por eso por lo que pongo reparos.

– ¿Por qué, entonces?

Suspiré.

– Mary es una joven trabajadora, sin más educación que lo poco que le hemos enseñado nosotras y la iglesia, e hija de una familia pobre. El coronel Birch pertenece a una familia de buena reputación de Yorkshire con una finca y un escudo de armas. Jamás se plantearía en serio casarse con Mary. Lo sabes perfectamente. Molly Anning también lo sabe; por eso solo le ha escrito para pedirle el dinero. Incluso Mary lo sabe, aunque nunca lo dirá. Lo único que haces es alentarla. El coronel la utilizó para aumentar su colección… de balde. Eso es todo. Mary tiene suerte de que no le hiciera algo peor. Pedirle dinero, o reanudar la relación, tan solo alargaría la agonía de los Anning. No debemos consentirlo solo para satisfacer las ideas románticas que abrigáis Mary y tú.

Margaret me lanzó una mirada furibunda.

– Tu señorita Austen no permitiría que ese matrimonio tuviera lugar en las novelas que tanto te gustan -continué-. Si no puede ocurrir en la ficción, sin duda no ocurrirá en la vida real.

Por fin logré que lo entendiera. A Margaret se le descompuso el rostro y rompió a llorar. Los fuertes sollozos sacudieron todo su cuerpo. Louise la abrazó, pero no dijo nada, pues sabía que yo tenía razón. Margaret se aferraba a la magia de las novelas porque alimentaban la esperanza de que Mary -y ella misma-todavía podía tener la oportunidad de casarse. Aunque mi experiencia vital era limitada, sabía que algo así no iba a suceder. Era doloroso, pero la verdad suele serlo.

– No es justo -dijo Margaret con voz entrecortada cuando los sollozos remitieron por fin-. El coronel no debería haberle prestado tanta atención. No debería haber pasado tanto tiempo con ella ni haberla halagado, ni haberle regalado el dije ni haberla besado…

– ¿La besó? -Se me clavó un dardo de los celos que tanto me esforzaba por ocultar incluso a mí misma.

Margaret se arrepintió de haberlo mencionado.

– ¡No debía decírtelo! ¡No debía decírselo a nadie! Por favor, no digáis nada. Mary me lo contó porque…, en fin, es agradable contárselo a alguien. Es como revivir el momento. -Se quedó callada, sin duda recordando los besos que había recibido en el pasado.

– No lo sabía -repuse, tratando de limitar la mordacidad de mi voz.

Esa noche no dormí bien. No estaba acostumbrada a tener el poder de influir en la vida de los demás, y no era una carga fácil de llevar, como lo habría sido para un hombre.

Al día siguiente, antes de llevar la carta a la oficina de correos de Coombe Street, le puse la dirección del coronel Birch. A pesar de haber discutido con Margaret argumentando que no debíamos alentar que el coronel Birch y Mary reanudaran su relación, al final no pude actuar como si fuera Dios y decidí dejar que Molly Anning le escribiera lo que quisiera.

La administradora de correos echó un vistazo a la carta y luego me miró con las cejas arqueadas; me marché antes de que tuviera la oportunidad de decir algo. Estoy segura de que por la tarde corría por todo el pueblo el rumor de que la desesperada señorita Philpot había escrito al canalla del coronel Birch.

Los Anning esperaron una respuesta, pero no recibieron ninguna carta.

Confiaba en que aquello supusiera el final de nuestro trato con el coronel Birch y que no volviéramos a verlo. Tenía sus fósiles -excepto el Dapedium, que no pensaba mandarle-y podía dedicarse a coleccionar otra cosa que estuviera de moda, como insectos o minerales. Es lo que hacen los caballeros como el coronel Birch.

No se me había pasado por la cabeza que podía tropezarme con él en Londres. Tal como había dicho Molly Anning, la capital no era Lyme. En Londres vivía un millón de personas, en comparación con las dos mil de Lyme, y yo casi nunca iba a Chelsea, donde sabía que tenía su residencia el coronel, salvo para acompañar a Louise en su peregrinación anual al jardín botánico. No esperaba que la marea fuera a desenterrar dos guijarros tan distintos uno al lado del otro.

Realizamos nuestro viaje anual a Londres en primavera, ansiosas por escapar de Lyme una temporada, ver a nuestra familia, visitar a amigos e ir a tiendas, galerías y teatros. Cuando no hacía buen tiempo solíamos ir al Museo Británico, en Montague Mansión, cerca de la casa de nuestro hermano. Como lo habíamos visitado a menudo deslíe que éramos niñas, conocíamos muy bien la colección.

Un día que llovía mucho nos separamos para ir cada una a la sala donde se exponían sus piezas favoritas. Margaret estaba en la galería, viendo la colección de camafeos y sellos de piedra, y Louise en el piso superior, con el exquisito florilegio de Mary Delany, una colección de cuadros de plantas hechos con papel recortado. Yo estaba en el salón, donde se encontraba la colección de historia natural, repartida en varias salas; en la mayoría se exponían rocas y minerales, pero recientemente habían abierto cuatro salas más con fósiles. Había bastantes especímenes de la zona de Lyme, entre ellos unos cuantos peces que yo había donado.