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El primer icriosanrio de Mary también estaba allí, expuesto en una larga vitrina de cristal, por fortuna sin chaleco ni monóculo, aun-que todavía quedaban restos de escayola aquí y allá, seguía teniendo la cola enderezada y el nombre de lord Henley aún figuraba en el rótulo. Ya lo había visto varias veces y había escrito a los Anning para describir su nueva ubicación.

Reinaba el silencio en la sala, donde solo había otro grupo de visitantes que caminaban entre las vitrinas. Estaba examinando el cráneo identificado por Cuvier como el de un mamut cuando oí una voz conocida en el otro extremo de la estancia.

– Querida, cuando haya visto este ictiosaurio comprenderá hasta qué punto es superior mi espécimen. -Cerré los ojos un instante para apaciguar mi corazón.

El coronel Birch había entrado por la puerta del lado opuesto, ataviado como siempre con su anticuada chaqueta roja de soldado y acompañado de una dama un poco mayor que yo que iba cogida de su brazo. Por su vestido oscuro parecía una viuda. Lucía una expresión afable e inamovible, y era una de esas pocas personas que no destacan por ningún rasgo.

Me quedé paralizada cuando se aproximaron al ictiosaurio de Mary. Me hallaba de espaldas a ellos y, pese a la cercanía, el coronel Birch no reparó en mí. Oí toda su conversación o, mejor dicho, todo lo que dijo el coronel Birch, pues su acompañante apenas habló, salvo para expresar su conformidad.

– ¿Se da cuenta de que es un batiburrillo de huesos comparado con el mío? -declaró-. ¿Que las vértebras y las costillas están aplastadas en un amasijo? Además, está incompleto. Mire, ¿ve la escayola descolorida en las costillas y en la espina dorsal? Son las partes que rellenó el señor Bullock. El mío, en cambio, no necesita relleno. Puede que no sea tan grande como este, pero lo encontré intacto, sin un solo hueso fuera de su sitio.

– Fascinante -murmuró la viuda.

– Y pensar que creían que era un cocodrilo… Yo nunca lo creí, por supuesto. Siempre supe que era otro animal, y que debía encontrar uno.

– Y naturalmente lo encontró.

– Estos ictiosaurios son uno de los descubrimientos científicos más importantes de la historia.

– ¿De verdad?

– Que nosotros sepamos, ya no quedan ictiosaurios, no existen desde hace mucho tiempo. Eso significa, querida, que los estudiosos tienen la misión de descubrir cómo desaparecieron esas criaturas.

– ¿Y qué piensan?

– Algunos han propuesto que murieron en el diluvio universal; otros opinan que alguna catástrofe, como un volcán o un terremoto, acabó con ellos. Fuera cual fuese la causa, su existencia influye en nuestro conocimiento de la edad del mundo. Creemos que puede tener más de los seis mil años que le atribuyó el obispo Ussher.

– Entiendo. Qué interesante.

La voz de la viuda temblaba un poco, como si las palabras del coronel Birch perturbaran sus ideas ordenadas, que eran a todas luces insustanciales y no solían verse cuestionadas.

– He estado leyendo sobre la teoría de las catástrofes de Cuvier -prosiguió el coronel Birch alardeando de sus conocimientos-. Cuvier propone que el mundo se ha formado a lo largo del tiempo a partir de una serie de terribles desastres, una violencia de tal magnitud que ha creado montañas, abierto mares y exterminado especies. Cuvier no menciona la intervención de Dios, pero otros han interpretado esas catástrofes como sistemáticas: una regulación divina de la creación. El diluvio universal sería el más reciente de esos acontecimientos, lo que nos lleva a preguntarnos si nos aguarda otro.

– Pues sí -repuso la viuda con un hilo de voz, cuya vacilación me hizo apretar los dientes.

Pese a lo mucho que me irritaba, el coronel Birch sentía curiosidad por el mundo. Si yo hubiera estado a su lado, habría dicho algo más que «Pues sí».

Tal vez habría seguido de espaldas a ellos y dejado que el coronel Birch desapareciera definitivamente de nuestras vidas, de no haber sido por lo que dijo a continuación.

– Al ver todos estos especímenes me viene a la memoria el verano pasado, cuando estuve en Lyme Regis. Adquirí bastante destreza buscando fósiles, ¿sabe? No solo encontré el ictiosaurio completo, sino también fragmentos de muchos otros y una gran colección de pentacrinites…, los lirios de mar que le enseñé. ¿Se acuerda?

– No estoy segura.

El coronel Birch rió entre dientes.

– Por supuesto que no, querida. Las mujeres no están preparadas para fijarse en esas cosas.

Me volví.

– ¡Me gustaría que Mary Anning le oyera decir eso, coronel Birch! Creo que ella no estaría de acuerdo.

El coronel Birch se sobresaltó, si bien su porte militar le impedía revelar excesivo asombro. Hizo una reverencia.

– ¡Señorita Philpot! Qué sorpresa… y qué alegría, cómo no…, encontrarla aquí. La última vez que coincidimos hablamos de mi ictiosaurio, ¿verdad? Permita que le presente a la señora Taylor. Señora Taylor, esta es la señorita Philpot, a la que conocí durante mi estancia en Lyme. Los dos compartimos el interés por los fósiles.

La señora Taylor y yo nos saludamos con una inclinación de la cabeza y, aunque su cara no perdió su expresión afable, sus facciones parecieron colocarse de tal forma que advertí que tenía los labios finos y rodeados de arrugas como las que se forman en un bolso al cerrarlo tirando de los cordones.

– ¿Cómo va todo por el precioso Lyme? -preguntó el coronel Birch-. ¿Siguen sus habitantes peinando las costas a diario en busca de tesoros antiguos, de pruebas de la existencia de moradores de otras épocas?

Supuse que era una manera rebuscada de preguntar por Mary, formulada con poesía barata. Sin embargo, yo no tenía necesidad de responder con poesía. Prefería la prosa clara.

– Mary Anning sigue buscando fósiles, si es lo que desea saber, señor. Y su hermano la ayuda cuando puede. Pero lo cierto es que a la familia no le van bien las cosas, porque durante muchos meses han encontrado poco de valor.

Mientras yo hablaba, el coronel Birch siguió con la mirada al otro grupo de visitantes, que se dirigían a la sala siguiente. Tal vez deseaba poder marcharse con ellos.

– Ni han recibido remuneración alguna por los servicios prestados a otros, como ya sabrá por la correspondencia -añadí alzando la voz, a la que imprimí además una nota de mordacidad que hizo que la boca de la señora Taylor se frunciera como si hubieran tirado con fuerza de sus cordones.

En ese preciso instante entraron por el lado opuesto de la sala Margaret y Louise, que venían a buscarme, pues nos esperaban en casa dentro de poco. Se detuvieron al ver al coronel Birch, y Margaret palideció.

– Me gustaría mucho hablar más extensamente de los Anning con usted, coronel Birch -declaré.

Ya era bastante desagradable encontrarme cara a cara con ese hombre engreído y verlo presumir ante su amiga viuda de los fósiles que no había encontrado, pero fue su desprecio a la capacidad de observación de las mujeres -negándonos de ese modo a Mary y a mí todo mérito de lo que habíamos hallado a lo largo de los años-lo que me llevó a abandonar mi decisión de mantenerlo fuera de la vida de los Anning. Él les debía mucho, estaba dispuesta a decírselo. Tenía que decirle lo que pensaba.

No obstante, antes de que pudiera seguir Margaret se acercó presurosa a nosotros tirando de Louise. Me vi interrumpida por las presentaciones entre mis hermanas y la señora Taylor, así como por las palabras banales dirigidas al coronel Birch y las pronunciadas por él; estoy segura de que eso es exactamente lo que pretendía Margaret. Esperé hasta que la conversación de cortesía hubo acabado antes de repetir:

– Me gustaría hablar con usted, señor.