– Creo que nos esperan en otro sitio -anunció la señora Taylor, que por fin se mostró firme y dominó con su boca.
A continuación se marcharon, no sin antes prometer que nos visitarían en Montague Street. Yo sabía que eso no iba a ocurrir, pero me limité a asentir con la cabeza y me despedí de ellos agitando la mano.
En cuanto se fueron, Margaret rompió a llorar.
– ¡Lo siento, no debería haber escrito aquella carta! ¡Me arrepentí nada más mandarla!
Louise me miró perpleja. No di a Margaret un abrazo fraternal de perdón. Para eso tendrían que pasar varios días, pues las intromisiones merecen castigo.
Al salir del Museo Británico me sentía más ligera, como si hubiera pasado al coronel Birch una carga que había llevado a cuestas. Por lo menos había hablado en nombre de los Anning, no solo en el mío. Ignoraba si cambiaría algo.
No tardé en averiguarlo.
Fue mi hermano quien vio el anuncio de la subasta. John llegó una tarde a casa de su despacho y se reunió con nosotras en la sala de estar: una habitación del primer piso demasiado recargada y con grandes ventanas que daban a la calle. Éramos muchos los que lo esperábamos allí: aparte de nosotras, las hermanas de Lyme, y nuestra cuñada, también estaba nuestra otra hermana, Frances, que había venido de Essex con sus dos hijos, Elizabeth, de ocho años, a la que habían puesto mi nombre, y Francis, de tres. Los pequeños corrían detrás de Johnny, que entonces era un orgulloso muchachito de once años adorado por sus primos. Los niños estaban tostando pastas de té en la lumbre, que habíamos encendido únicamente con ese fin, ya que era una tarde cálida de mayo. Johnny disfrutaba acercando tanto las pastas al fuego que acababan ardiendo, y los más pequeños lo imitaban, y con el caos que se armó mientras apagábamos las llamas y regañábamos a los niños por el peligro y el desperdicio no me fijé en la expresión de mi hermano hasta que los críos se hubieron calmado.
– Hoy he visto en el periódico algo que estoy seguro de que te interesará -me dijo John con el entrecejo fruncido.
Me tendió el periódico doblado de tal forma que se viera un anuncio en un recuadro. Cuando le eché una ojeada me sonrojé. Alcé la vista y advertí que mis hermanas tenían la mirada posada en mí. Incluso Johnny me miraba fijamente. Puede resultar desconcertante convertirse en centro de atención de tantos Philpot.
Me aclaré la garganta.
– Al parecer el coronel Birch va a vender su colección de fósiles -expliqué-. La semana que viene, en el museo de Bullock.
Margaret se quedó boquiabierta. Louise me lanzó una mirada comprensiva y cogió el periódico para leer el anuncio.
Reflexioné sobre la noticia. ¿Sabía el coronel Birch cuando coincidimos en el Museo Británico que iba a vender su colección? Lo dudaba, habida cuenta del orgullo posesivo con que había hablado de su ictiosauro a la señora Taylor. Además, me lo habría dicho, ¿no? Por otra parte, yo había manifestado con tal claridad mi descontento con su conducta que era poco probable que quisiera contarme que tenía pensado ganar dinero con sus fósiles. Todos los especímenes que Mary le había entregado contribuirían a llenar sus bolsillos vacíos. Mis palabras no habían tenido el más mínimo efecto sobre él. Aquella prueba cruel de mi impotencia me anegó los ojos de lágrimas.
Louise me devolvió el periódico.
– El material en venta puede verse antes de la subasta -dijo.
– No pienso acercarme al museo de Bullock -solté mientras sacaba un pañuelo para sonarme la nariz-. Sé perfectamente lo que hay en esa colección. No necesito verla.
Sin embargo más tarde, cuando John y yo estábamos solos en su estudio hablando de la economía de las hermanas de Lyme, interrumpí su árido discurso sobre números.
– ¿Me acompañarás al museo de Bullock? -No lo miré al hacer la pregunta, sino que mantuve la vista clavada en el nautilo liso que había encontrado en Monmouth Beach y le había regalado como pisapapeles-. Solos tú y yo, sin toda la familia como si fuéramos de excursión. Solo quiero entrar a echar un vistazo, nada más. Nadie tiene por qué saberlo. No quicio que armen revuelo.
Me pareció que una expresión de lástima asomaba a su rostro, pero la ocultó rápidamente con el semblante inexpresivo que solía adoptar como abogado.
– Yo me encargo del asunto -dijo.
John no hizo mención alguna a la visita durante varios días, pero yo conocía a mi hermano y confiaba en que lo organizaría todo. Una noche, durante la cena, anunció que las hermanas de Lyme debíamos pasar por su despacho esa semana para echar un vistazo a unos documentos que había redactado para nosotras.
Margaret hizo una mueca.
– ¿No puedes traerlos a casa?
– Tiene que ser en el despacho, porque ha de estar presente un colega para actuar como testigo -explicó John.
Margaret protestó, y Louise empujó un trozo de pescado por el plato. A las tres nos parecía aburrido el despacho. De hecho, aunque quería y respetaba a mi hermano, en ocasiones me resultaba aburrido; tal vez más desde que vivíamos en Lyme, pues la gente de allí era muchas cosas, pero casi nunca aburrida.
– Claro que no hace falta que vayáis todas -añadió John lanzándome una mirada-. Puede ir solo una en representación de las otras.
Margaret y Louise se miraron entre sí y me miraron a mí, con la esperanza de que alguna se ofreciera voluntaria. Aguardé un intervalo adecuado y suspiré.
– Iré yo.
John asintió con la cabeza.
– Para que te resulte más leve, después cenaremos en mi club. ¿Te viene bien el jueves?
El jueves era el primer día en que se mostraban los artículos de la subasta, y el club de John estaba en el Malí, no muy lejos del museo de Bullock.
El jueves John ya tenía redactado un documento que yo debía firmar, de modo que aquella farsa no era una mentira. Y en efecto cenamos en su club, pero brevemente, solo un plato, para llegar al Egyptian Hall con tiempo. Me estremecí cuando entramos en el edificio amarillo, sobre cuya puerta todavía montaban guardia las estatuas de Isis y Osiris. Al ver el ictiosaurio de Mary varios años atrás había jurado que no volvería allí, por muy tentadoras que fueran las piezas expuestas. Ahora me estaba tragando ese juramento.
Los fósiles del coronel Birch se mostraban en una de las salas de menor tamaño del Egyptian Hall. Aunque dispuestos como una colección del museo y separados en grupos de especímenes similares -pentacrinites, fragmentos de ictiosaurio, amonites, etcétera-, no estaban tras un cristal, sino colocados en mesas. El ictiosaurio completo se exponía en el centro de la sala, y resultaba tan impresionante como en el taller de los Anning.
Lo que más me sorprendió no fue contemplar los fósiles de Lyme trasladados a Londres -pues ya había presenciado ese fenómeno en el Museo Británico-, sino ver atestada la sala. Por todas partes había hombres cogiendo fósiles, examinándolos y hablando de ellos con otros. La sala vibraba de interés, y se me contagió esa vibración. Sin embargo, no había ninguna otra mujer, de modo que agarré el brazo de mi hermano, ya que me sentía incómoda y sabía que llamaba la atención.
Al cabo de pocos minutos empecé a reconocer a algunas personas, sobre todo hombres que habían ido a Lyme por los fósiles y pasado por Morley Cottage para ver mis especímenes. El conservador del Museo Británico, Charles Konig, estaba junto al ictiosaurio completo, tal vez comparándolo con el espécimen que había comprado un año antes a Bullock. Miraba la sala con perplejidad. Estoy segura de que le habría entusiasmado tener tantos visitantes en las salas de fósiles de su museo, pero su colección no estaba en venta, y era la posibilidad de convertirse en propietario lo que hacía bullir la sala.
Al otro lado de la estancia vi a Henry de la Beche, y me dirigía hacia él cuando oí que alguien me llamaba por mi nombre. Me sobresalté, temiendo que fuera el coronel Birch, que venía a justificarse. Sin embargo, cuando me di la vuelta me sentí aliviada al ver un rostro amigo.