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– Ve, pues. Te veré más tarde.

Johnny se dirigió hacía la escalera que descendía a la cocina, pero se detuvo y observó cómo salía por la puerta principal. No estaba segura de que fuera a guardar el secreto, pero tenía que confiar en él.

Cerré la puerta tras de mí con un golpecito seco, bajé por los escalones y me alejé a toda prisa sin mirar atrás para ver si había alguien asomado a una ventana. No aflojé el paso hasta que doblé la esquina y la casa de mi hermano desapareció de la vista. Entonces me detuve, me llevé el pañuelo a la boca y respiré hondo. Era libre.

O eso pensaba. Mientras avanzaba por Great Russell Street dejando atrás el Museo Británico, me percaté de que había otras mujeres que paseaban acompañadas, en parejas o grupos, con doncellas, maridos, padres o amigos. Salvo alguna que otra criada, solo los hombres iban solos. Aunque en Lyme lo hacía bastante a menudo, nunca había caminado sola por una calle de Londres; siempre me acompañaban mis hermanas o mi hermano, amigos o una criada. En Lyme se preocupaban menos por las conveniencias sociales, pero allí se esperaba que una dama de mi posición fuera acompañada. Tanto los hombres como las mujeres se me quedaban mirando, como si fuera un ser extraño. De repente me sentí expuesta, noté el aire a mi alrededor frío e inmóvil y vacío, como si caminara con los ojos cerrados y corriera el riesgo de chocar contra algo. Me crucé con un hombre que me miró con un destello en sus ojos negros, y con otro que parecía dispuesto a darme los buenos días, hasta que vio mi cara madura y poco atractiva y cambió de opinión.

Había pensado ir al museo de Bullock a pie, pero al ver la recepción que se me dispensaba en una calle razonablemente tranquila y familiar como Great Russell Street comprendí que no podía atravesar sola el Soho hasta Piccadilly. Miré alrededor por si pasaba algún coche de punto, pero ninguno paró cuando levanté la mano. Tal vez no esperaban que una dama hiciera tal cosa.

Me planteé pedir ayuda a algún hombre, pero todos me miraban tanto que se me quitaron las ganas. Al final detuve a un muchacho que corría detrás de los caballos recogiendo excrementos y prometí darle un penique si me conseguía un coche. Sin embargo, mientras lo esperaba lo pasé casi peor que cuando iba caminando, pues llamaba todavía más la atención estando parada. Los hombres se acercaban furtivamente mirándome de arriba abajo y susurrando. Uno me preguntó si me había perdido; otro se ofreció a compartir un carruaje conmigo. Tal vez ambos pretendían ayudarme de corazón, pero a esas alturas todos me parecían siniestros. Nunca he detestado ser mujer y al mismo tiempo he detestado a los hombres tanto como durante esos minutos que pasé sola en las calles de Londres.

El muchacho regresó por iin con un coche de punto y me sentí tan aliviada que le di dos peniques. El interior estaba mal ventilado y olía mal, pero también estaba oscuro, silencioso y vacío; me recosté y cerré los ojos. Ahora sí me dolía la cabeza de verdad.

Entre mi decisión tardía de salir de casa y el tiempo que había perdido buscando un coche, cuando llegué al museo la subasta estaba ya muy avanzada. La sala se encontraba abarrotada, con todos los asientos ocupados y dos filas de personas de pie al fondo. Saqué provecho de mi sexo, pues ningún hombre estaba dispuesto a quedarse sentado habiendo una mujer de pie. Me ofrecieron varios asientos y acepté uno de la última fila. El caballero sentado a mi lado me saludó afablemente con un gesto, en reconocimiento de nuestro interés común. Aunque en esta ocasión me hallaba sola en lugar de acompañada de mi hermano, me parecía que llamaba menos la atención, pues todo el mundo miraba hacia la parte delantera de la sala, donde se estaba llevando a cabo la subasta.

El señor Bullock, un hombre fornido con el cuello grueso, se hallaba ante un atril. Representaba el papel de subastador como si interpretase un personaje en el escenario, arrastrando las palabras y acompañándolas de gestos teatrales de los brazos. Contribuía a avivar la emoción de la sala, a pesar del interminable surtido de pentacrinites del coronel Birch. Me había sorprendido ver tantos en el catálogo, pues sabía que al coronel Birch le gustaban mucho. Debía de estar muy endeudado para desprenderse de ellos, así como del ictio-saurio.

– ¿El último espécimen les ha parecido excelente? -vociferó el señor Bullock levantando otro pentacrinites-. Pues echen un vistazo a este. ¿Lo ven? Ni una grieta, ni una melladura; conserva la forma en toda su misteriosa perfección. ¿Quién puede resistirse a sus encantos femeninos? Yo no, damas y caballeros. De hecho, voy a hacer algo muy poco habitual y empezar la puja ofreciendo dos guineas. ¿Qué son dos guineas si puedo regalar a mi mujer, y a mí mismo, un ejemplo tan magnífico de la belleza de la naturaleza? ¿Alguien desea privarme de esta belleza? ¿Qué? ¿Usted, señor? ¡Cómo se atreve! Tendrá que ser a cambio de dos libras y diez chelines, señor. ¿Sí? ¿Usted ofrece tres libras? Que así sea. No puedo competir por esta belleza como estos caballeros. Espero que mi mujer me perdone. Al menos sabemos que es por una buena causa. No nos olvidemos de por qué estamos aquí.

Su método de subasta era poco ortodoxo. Yo estaba acostumbrada al tono más suave y discreto de los subastadores que venían a vender el contenido de las casas de Lyme. Pero, por otra parte, ellos subastaban platos de porcelana y trincheros de caoba, no los huesos de animales antiguos. Tal vez se requería un tono distinto. Y su estilo era efectivo. El señor Bullock vendía todos los pentacrinites, todos los dientes de tiburón, todos los amonites, por un precio muy superior al que yo esperaba. De hecho, los postores mostraban una generosidad sorprendente, sobre todo cuando empezaron a subastarse partes de ictiosaurio: quijadas, hocicos y vértebras. Fue entonces cuando los hombres que yo conocía participaron en la puja. El reverendo Conybeare compró cuatro grandes vértebras unidas; Charles Konig, una quijada para el Museo Británico. William Buckland cumplió su misión y adquirió parte del cráneo de un ictiosaurio para la colección del barón de Cuvier en el Museo de Historia Natural de París, además de un fémur. Y los precios eran muy elevados: dos guineas, cinco guineas, diez libras.

El señor Bullock encomió en dos ocasiones más el mérito de la subasta, lo que me hizo removerme en mi asiento. Decir que el bolsillo del coronel Birch era una buena causa me enfureció, y al ver la gran estima de que gozaba aquel hombre me entraron ganas de salir corriendo. Sin embargo, si me hubiera levantado y me hubiese abierto paso a empujones entre la barrera de hombres que había detrás, habría llamado la atención más de lo que podía soportar, y me había costado tanto esfuerzo llegar allí que me quedé sentada echando chispas.

– Lo que el coronel Birch ha hecho es extraordinario -susurró el hombre que tenía al lado cuando hubo una pausa.

Asentí con la cabeza. Aunque no compartía su admiración, no deseaba discutir con un desconocido sobre el carácter del coronel Birch.

– Es muy generoso de su parte -continuó el hombre.

– ¿A qué se refiere, señor? -pregunté.

Sin embargo, no oyó mis palabras, pues en ese preciso instante el señor Bullock gritó como el jefe de pista de un circo:

– Y ahora el espécimen más excepcional de la colección del coronel Birch. Un animal sumamente misterioso ha llegado al museo de William Bullock. De hecho, su hermano embelleció este museo durante varios años para satisfacción de un inmenso público que lo contempló con admiración. Entonces lo llamamos cocodrilo, pero algunos de los mejores cerebros británicos lo han estudiado detenidamente y han confirmado que se trata de otro animal, todavía no descubierto en el mundo. Hoy han visto partes de él en venta: vértebras, costillas, quijadas, cráneos. Ahora verán cómo encajan todas esas partes en un espécimen completo, perfecto, espléndido. ¡Damas y caballeros, les presento el ictiosaurio de Birch!

El público se puso en pie cuando trajeron el ejemplar. Incluso yo me levanté y estiré el cuello para mirar, aunque ya lo había estudiado a conciencia en el taller de los Anning, tal era la efectividad de las dotes escénicas del señor Bullock. No fui la única. William Buckland también estiró el cuello, al igual que Charles Konig, Henry de la Beche y el reverendo Conybeare. Todos nos sentíamos atraídos por el embrujo de la bestia.