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En efecto, era una pieza extraordinaria. Como en el caso de los otros especímenes vendidos, el artificial marco londinense, en una sala elegantemente amueblada y pintada con colores llamativos, muy distinta del frío aire marino y los tonos severos y naturales de Lyme, hacía que el ictiosaurio pareciera todavía más singular y fuera de lugar, como sí procediera de otro mundo: un mundo más antiguo, más riguroso y ajeno. Costaba imaginar que una criatura como aquella hubiera vivido en el mundo de los seres humanos, o que ocupara un lugar en la gran cadena del ser de Aristóteles.

La subasta se animó aún más y el Real Colegio de Cirujanos compró el ictiosaurio por cien libras. Mary estaría contenta, pensé, aunque era más probable que se enfureciera al pensar que le habían robado esa cantidad.

El ictiosaurio era el último artículo de la subasta. Llevaba una hora y media fuera de casa; si conseguía encontrar rápido un coche de punto, estaría de vuelta en mi habitación sin que nadie reparara en mi ausencia. Me levanté, preparándome para salir de forma que los hombres de la sala a los que conocía no me vieran. Sin embargo, en ese preciso instante el coronel Birch se puso en pie en la primera fila. Se dirigió hacia el atril y vociferó por encima de la algarabía generaclass="underline"

– ¡Caballeros! Caballeros… y damas.

Me había visto. Me quedé paralizada.

– Estoy abrumado por su interés y su generosidad. Como ya anuncié antes -prosiguió, dejándome clavada en el sitio con su mirada, de forma que no me quedó más remedio que escuchar lo que tenía que decir-, he subastado mi colección con el fin de recaudar dinero para una familia muy respetable de Lyme: los Anning.

Di un respingo como un caballo asustado, pero logré reprimir un grito ahogado de sorpresa.

– Han tenido ustedes la amabilidad de responder de forma muy generosa. -El coronel Birch no apartaba la vista de mi cara, como si deseara tranquilizarme-. Lo que no les dije antes, damas y caballeros, es que fue la hija de esa familia, Mary Anning, quien descubrió la mayoría de los especímenes que integraban mi colección, incluido el espléndido ictiosaurio que acaba de ser vendido. Ella es… -hizo una pausa-… posiblemente la joven más extraordinaria que he tenido el privilegio de conocer en el mundo de los fósiles. Me ha ayudado mucho, y puede que a ustedes también los ayude en el futuro. Cuando admiren los especímenes que han comprado hoy, recuerden que fue ella quien los encontró. Gracias.

Mientras una oleada de murmullos recorría la sala, el coronel Birch me saludó con un gesto de la cabeza antes de apartarse a un lado y quedar engullido por una multitud de abrigos y sombreros de copa. Comencé a abrirme paso hacia la puerta. Por todas partes había hombres mirándome; no como lo habían hecho en la calle, sino con una curiosidad más intelectual.

– Disculpe, ¿es usted la señorita Anning? -preguntó uno.

– Oh, no. -Negué enérgicamente con la cabeza-. No. -Se quedó decepcionado, y sentí una punzada de rabia-. Soy Elizabeth Philpot -declaré-, y colecciono peces fósiles.

No todo el mundo oyó mis palabras, pues alrededor la gente no dejaba de murmurar «Mary Anning». Noté una mano en el hombro, pero no me volví. Abriéndome paso a empujones entre los hombres que tenía delante llegué por fin a la calle. Logré dominarme hasta estar a salvo en un coche de punto que se alejaba de Piccadilly, sin nadie que pudiera verme. Entonces yo -que nunca lloro-empecé a sollozar. No por Mary, sino por mí misma.

7 Como la marea cuando alcanza el punto más alto en la playa y luego baja

Todavía recuerdo la fecha en que llegó su carta: el 12 de mayo de 1820. Joe la anotó en el catálogo, pero la habría recordado de todas formas.

A esas alturas ya no esperábamos ninguna carta. Hacía meses que él se había ido. Yo había empezado a olvidar cómo era, el sonido de su voz, su forma de caminar, las cosas que decía. Ya no hablaba con Margaret Philpot de él, ni preguntaba a la señorita Elizabeth si había oído hablar de él a los otros caballeros que buscaban fósiles. Ya no llevaba el dije; lo guardé y no lo sacaba para mirar y acariciar su mechón de cabello.

Tampoco iba a la playa. Me había ocurrido algo. No encontraba curis. Salía y era como si estuviera ciega. Nada brillaba; ya no había minúsculos destellos de rayos ni dibujos que destacaran entre las formas caprichosas.

Mamá y la señorita Philpot intentaban ayudarme. Incluso Joe dejaba su trabajo para venir a buscar fósiles conmigo, aunque yo sabía que prefería estar a cubierto tapizando sillas. Y cuando venía a Lyme el señor Buckland, que nunca se percataba de lo que les pasaba a las personas, era amable conmigo, me llevaba hasta los especímenes que encontraba, me enseñaba dónde creía que debíamos mirar y se quedaba a mi lado más de lo habitual; de hecho, hacía todas las cosas que normalmente yo hacía por él en la playa. También me entretenía con las historias de sus viajes al continente con el reverendo Conybeare y sus payasadas en Oxford, como la del oso domesticado que tenía por mascota y al que vistió para presentárselo a otros catedráticos. O la del amigo que había traído de un viaje un cocodrilo en salmuera, de modo que el señor Buckland tuvo ocasión de añadir un nuevo miembro del reino animal a su lista de degustaciones. No podía evitar sonreír al escuchar sus historias.

Él era la única persona que lograba atravesar la niebla aunque fuera brevemente. Empezó a hablarme de cosas que habíamos descubierto a lo largo de los años y que no pertenecían al icti: vertis más anchas y gruesas, y aletas más planas de lo que deberían ser. Un día me enseñó una vertí con un trozo de costilla que estaba unida más abajo que en la verti de un icti.

– ¿Sabes una cosa, Mary? Creo que puede que haya otro animal ahí fuera -dijo-. Un animal con la espina dorsal, las costillas y las aletas como las del ictiosaurio, pero con una anatomía más parecida a la de un cocodrilo. ¿A que sería estupendo encontrar otra criatura de Dios?

Por un momento se me despejó la mente. Observé el rostro bondadoso del señor Buckland, todavía más redondo y regordete que cuando lo conocí, con los ojos brillantes y la frente rebosante de ideas, y estuve a punto de decir: «Sí, yo también lo creo. Hace años que me pregunto si existirá otro monstruo». Pero no lo dije. Antes de que pudiera hacerlo, mi mente volvió a abismarse como una hoja que se posara en el fondo de un estanque.

Mamá y Joe iban a buscar fósiles mientras yo me quedaba al cuidado de la tienda. La primera vez que mamá fue con Joe a Black Ven me sorprendió. Me lanzó una mirada extraña al marcharse, aunque no dijo nada. Había salido conmigo alguna que otra vez, pero siempre para hacerme compañía, no para buscar. A ella se le daba bien la parte comerciaclass="underline" escribir cartas a los coleccionistas, reclamar lo que se nos debía y describir los especímenes en venta, convencer a los turistas de que compraran más de lo que tenían intención de adquirir en la tienda. Ella nunca iba a buscar curis. No tenía buen ojo ni paciencia. O eso pensaba yo. Me quedé pasmada cuando volvieron horas después y mamá, toda orgullosa, me tendió una cesta cargada de especímenes. Había sobre todo amos y beles; las curis más fáciles de ver para un principiante, ya que sus rayas regulares destacan entre las rocas. Pero también había encontrado algunos pentacrinites, un erizo de mar en mal estado y, lo más sorprendente, parte del omóplato de un icti. Podíamos conseguir tres chelines por ese hueso solo y comer durante una semana.