Cuando fue al retrete, acusé a Joe de meter en la cesta de mamá todo lo que él había encontrado para luego decir que era de ella. Negó con la cabeza.
– Los ha encontrado ella sola. No sé cómo lo consigue, porque busca sin orden ni concierto.
Más tarde mamá me contó que había hecho un trato con Dios: si El le enseñaba dónde había curis, ella no volvería a poner en duda Su juicio, como había hecho tantas veces durante años con todas las muertes y deudas que había tenido que padecer.
– Debe de haberme escuchado -afirmó mamá-, porque no he tenido que esforzarme mucho para encontrarlas. Estaban en la playa, esperando a que las cogiera. No sé por qué armabas tanto jaleo cuando ibas a buscarlas, ni por qué necesitabas tanto tiempo. No es tan difícil encontrar curis.
Me entraron ganas de discutir con ella, pero no estaba en situación porque ya no iba a buscar curis. Y era verdad que cuando mamá salía a la playa siempre llenaba la cesta. Ya lo creo que tenía buen ojo, solo que no quería reconocerlo.
Todo eso cambió el 12 de mayo de 1820. Yo estaba sentada detrás de nuestra mesa en Cockmoile Square, enseñando lirios de mara una pareja de Bristol, cuando vino un chico con un paquete para Joe. Quería un chelín a cambio, pues era más grande que una carta normal. Yo no tenía ningún chelín y estaba a punto de despachar al muchacho cuando vi la letra que había estado esperando todos aquellos meses. Conocía su letra porque, de la misma forma que la señorita Elizabeth me había enseñado a mí, yo le había enseñado a él a escribir etiquetas de los especímenes que encontraba: una descripción de la pieza, el nombre científico si se sabía, dónde y cuándo lo había hallado, en qué capa de las rocas, y otros datos que podían resultar útiles.
Arrebaté el paquete al muchacho y lo examiné. ¿Por qué iba dirigido a Joe? Nunca habían sido muy amigos. ¿Por qué no me escribía a mí?
– No puedes quedártelo hasta que pagues, Mary. -El chico tiró del paquete.
– Ahora no tengo el chelín, pero lo conseguiré. ¿No puedes dármelo y te lo quedo a deber?
Tiró otra vez del paquete. Yo lo estreché contra mi pecho.
– No voy a soltarlo. Hace meses que espero esta carta.
El muchacho soltó una risotada burlona.
– Es de tu amorcito, ¿eh? El viejo con el que ibas por ahí y que te dejó, ¿verdad?
– ¡Cierra el pico, niño! -Me volví hacia el caballero, consciente de que con aquel escándalo delante de los clientes no vendería ni una curi-. Lo siento, señor. ¿Ha decidido lo que quiere?
– Desde luego -contestó la señora por su marido-. Queremos un chelín de crinoideos. -Sonrió al tiempo que me tendía una moneda.
– ¡Oh, gracias, señora, gracias! -Entregué el chelín al chico y le dije-: ¡Y ahora lárgate!
El hizo un gesto grosero mientras se alejaba y pedí disculpas de nuevo a la pareja. Aunque la señora había sido muy comprensiva con respecto al paquete, tardó un buen rato en elegir los crinoideos y tuve que contener la impaciencia. Luego hube de envolverlos en papel, y el hombre me pidió que los sujetara con un trozo de cuerda mayor, pero yo la tenía toda enredada y pensé que iba a volverme loca para desenmarañarla. Cuando por fin acabé, la señora me susurró antes de marcharse:
– Espero que la carta traiga buenas noticias.
Entré y me senté en el polvoriento taller con el paquete en el regazo. Leí la dirección de nuevo: «Don Joseph Anning, Tienda de fósiles, Cockmoile Square, Lyme Regis, Dorsetshire». ¿Por qué había escrito a mi hermano? ¿Y por qué enviaba un paquete envuelto en papel de estraza en lugar de una carta? ¿Qué podía mandar el coronel Birch a mi hermano?
¿Por qué no me lo había mandado a mí?
Como la marea estaba subiendo, supuse que Joe y mamá volverían al cabo de media hora. No sabía cómo iba a aguantar allí sentada esperando a que regresaran, por poco que fuera. No podía soportarlo.
Miré el paquete. Le di la vuelta, conté hasta tres y arranqué el sello. Joe se iba a enfadar, pero no pude evitarlo. Estaba segura de que en realidad era para mí.
Junto con una carta doblada había un folleto del tamaño de los cuadernos de ejercicios que yo usaba para practicar la redacción de cartas en la escuela dominical. En la primera página ponía:
Catálogo de
una pequeña pero espléndida colección
de fósiles clasificados
de la formación de caliza liásica
de Lyme y Charmoulh, en Dorsetshire,
que se compone principalmente de huesos
que ilustran la
osteología del ictiosaurio, o proteosaurio,
y de especímenes de
zoófitos, llamados pentacrinites,
legítima propiedad del coronel Birch,
coleccionados con oneroso costo,
que serán subastados
por el señor Bullock
en el Egyptian Hall, en Piccadilly,
el lunes 15 de mayo de 1820,
a la una en punto.
Examiné la página sin acabar entender su contenido. Solo cuando pasé las hojas del catálogo y leí la lista de especímenes -recordaba y sabía dónde había sido hallado cada uno de ellos-, empecé a comprender. Se proponía vender hasta la última de las curis que tanto trabajo me había costado encontrar para que aumentara su colección solo por la satisfacción de saber que él las iba a tocar: todos los pentacrinites que tanto le gustaban, los amos y trozos de langostas, los peces que debería haber regalado a Elizabeth Philpot, el extraño insecto crustáceo que nunca había visto antes y que habría estudiado más detenidamente con la lupa de las Philpot si él no hubiera querido quedárselo; todos los fragmentos de ictis, quijadas y dientes y cuencas oculares y vertis, todos acabarían desperdigados.
Y, por supuesto, el icti, el espécimen más perfecto que había visto jamás, el ejemplar por el que me había quedado levantada noche tras noche para limpiarlo y montarlo lo mejor posible. Lo había hecho todo por él, y ahora se disponía a venderlo, como lord Henley había vendido mi primer icti. Y el señor Bullock estaba otra vez por medio. Me zumbaba tanto la cabeza que pensé que me iba a estallar. Estrujé el catálogo con las manos deseando romperlo. Lo habría hecho si hubiera ido dirigido a mí, en lugar de a Joe. Habría roto en mil pedazos y arrojado a la lumbre tanto el catálogo como la carta.
La carta. Todavía no la había leído. Sentía tal dolor detrás de los ojos que no sabía si podría leer en ese momento. Pero la desdoblé, la alisé, me froté los ojos y posé la vista en las palabras. Empecé a leer.
Al terminar tenía un nudo en la garganta que me impedía tragar y el rostro encendido como si hubiera recorrido de punta a punta Broad Street a la carrera. Cuando entraron mamá y Joe, lloraba de tal modo que parecía que fuera a salírseme el corazón.
Todas las semanas venían tres diligencias de Londres, y cada una me trajo una pieza del rompecabezas de lo que había sucedido allí.
Primero llegó el artículo del periódico. Nunca teníamos dinero para diarios, pero ese día mamá volvió a casa con uno.
– Tenemos que saber si podemos permitirnos este periódico -fue su razonamiento.
Me temblaban tanto las manos que apenas podía pasar las páginas. En la tercera encontré la siguiente nota, que leí en voz alta a mamá y Joe:
En la subasta de la colección de fósiles del teniente coronel Thomas Birch, ex miembro del Regimiento de Caballería, organizada ayer por el señor Bullock en el Egyptian Hall, en Piccadilly, se ha recaudado una cifra superior a cuatrocientas libras. La colección incluía un espécimen poco común de ictiosaurio que fue vendido al Real Colegio de Cirujanos por cien libras. El teniente coronel Birch anunció que el dinero conseguido sería entregado a la familia Anning de Lyme Regis, que le ayudó a reunir la colección.
Era breve, pero bastaba. Al ver la noticia se me enfriaron las manos.
Mamá normalmente era prudente con el dinero y no hacía planes hasta tenerlo en las manos. Sin embargo, ver la noticia en el periódico le pareció una prueba suficiente de que estaba en camino y empezó a hablar con Joe de qué haríamos con él.