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– Saldaremos nuestras deudas -afirmó Joe-. Luego nos plantearemos comprar una casa más arriba de la colina, lejos de las inundaciones. -Cockmoile Square quedaba a menudo anegada por el río o el mar.

– Yo no tengo ninguna prisa por mudarme -repuso mamá-, pero sí necesitamos muebles nuevos. Y luego necesitarás dinero para montar un negocio de tapicería como es debido.

Hablaron y hablaron, haciendo planes con los que una semana antes no se habrían atrevido a soñar, solazándose en el lujo de poder tirarse un pedo en las puertas del asilo para pobres, en palabras de mamá. Resultaba cómico lo rápido que pasaron de ser pobres a pensar como ricos. No despegué los labios mientras hablaban, y tampoco ellos esperaban que dijera nada. Los tres sabíamos que íbamos a recibir ese dinero gracias a mí. Yo había hecho mi parte, y parecía que fuera una reina y pudiera ponerme cómoda y dejar que mis cortesanos se encargaran de todo.

De todas formas no me apetecía hablar, pues no tenía la cabeza para hacer planes. Solo quería escapar a los acantilados para estar sola y pensar en el coronel Birch y en el sentido de sus acciones. Quería evocar el beso que me había dado, rememorar cada rasgo de su cara y recordar su voz y todas las cosas que me había dicho, y todas las formas en que me había mirado, y todos los días que habíamos pasado juntos. Eso era lo que quería hacer mientras seguía sentada a la única mesa que teníamos…, aunque no por mucho tiempo, al parecer, pues si mamá se salía con la suya compraríamos para el comedor unos muebles de caoba que no desmerecerían de los de lord Henley.

Saqué el dije y empecé a ponérmelo de nuevo bajo la ropa. No quería hablar del coronel Birch con mamá y Joe porque no sabía cuáles eran sus intenciones respecto a mí. No lo decía en la carta, que al fin y al cabo iba dirigida a Joe como el hombre de la familia y, por lo tanto, era formal en lugar de afectuosa. El coronel Birch quería hacer las cosas como es debido. Pero ¿qué hombre daría cuatrocientas libras a una familia sin tener alguna intención?

Cuando llegó la siguiente diligencia de Londres yo estaba en Charmouth, esperándola. Había empezado a ir a la playa de nuevo en busca de curis. A la hora de llegada del coche subí por el camino, aunque no había comentado a mamá ni a Joe que tenía previsto ir, y tampoco me había parado a pensar en lo que haría cuando viera al coronel Birch. Simplemente fui y me quedé sentada a la puerta del Queen's Arms, donde aguardaban otras personas para recibir a pasajeros o tomar la diligencia hacia Exeter. Me miraban de forma extraña, lo cual no era ninguna novedad, pero en lugar de mofa había en sus ojos asombro y respeto, algo que no experimentaba desde que había descubierto el primer ictiosaurio. La noticia de nuestra fortuna se había extendido.

Cuando apareció la diligencia, mi estómago se agitó como un pez en el fondo de un barco. Pareció tardar un año en ascender por la larga cuesta que atravesaba el pueblo. Cuando por fin se detuvo y se abrió la portezuela, cerré los ojos y traté de sosegar mi corazón, que se había unido al estómago, ambos convertidos en peces que se agitaban.

Entonces bajó Margaret Philpot, luego la señorita Louise y por último la señorita Elizabeth. No esperaba a las Philpot. Normalmente la señorita Elizabeth me escribía para decirme en qué diligencia iban a venir, pero no había recibido ninguna carta. Me pregunté si también se apearía el coronel Birch, pero sabía que la señorita Elizabeth no viajaría en el mismo carruaje que él.

Nunca me he sentido tan decepcionada como en ese momento.

Pero eran mis amigas, de modo que me acerqué a saludarlas.

– Oh, Mary -gritó Margaret echándome los brazos al cuello-, ¡qué noticia te traemos! ¡Es tan impresionante que apenas puedo hablar! -Se llevó un pañuelo a la boca.

Yo me aparté de ella riendo.

– Ya lo sé, señorita Margaret. Me he enterado de lo de la subasta. El coronel Birch ha escrito a Joe. Y hemos visto la noticia en el periódico.

La señorita Margaret torció el gesto y me sentí un poco mal por haberle privado de la satisfacción de darme una noticia tan espectacular. Pero no tardó en recobrarse.

– Oh, Mary -dijo-, vuestra suerte ha cambiado por completo. ¡Me alegro mucho por vosotros!

La señorita Louise también me sonrió, pero la señorita Elizabeth se limitó a decir:

– Me alegro de verte, Mary. -Y dio un besito al aire acercando los labios a mi mejilla. Como siempre, olía a romero, aun cuando había pasado dos días en la diligencia.

Una vez que las Philpot hubieron subido con su equipaje a un carro para ir a Lyme, la señorita Margaret gritó:

– ¿No vienes con nosotras, Mary?

– No puedo. -Señalé la playa-. Tengo que coger curis.

– ¡Ven a vernos mañana, entonces!

Y despidiéndose con la mano me dejaron sola en Charmouth. Fue entonces cuando experimenté de verdad la decepción por no haber encontrado en la diligencia al coronel Birch, y volví a la playa sintiéndome abatida y en lo más mínimo como una chica cuya familia iba a recibir cuatrocientas libras.

– Vendrá en la próxima -dije en voz alta para consolarme-. Vendrá y será mío.

Cuando las Philpot me invitaban, por lo general acudía enseguida. Siempre me había gustado Morley Cottage, pues era cálida y estaba limpia y llena de comida y olores deliciosos de los guisos de Bessy, aun cuando ella me mirara con cara ceñuda. Las vistas de Golden Cap y la costa elevaban el ánimo, y podía contemplar los peces de la señorita Elizabeth. La señorita Margaret tocaba el piano para entretenernos y la señorita Louise me daba flores para que las llevara a casa. Lo mejor de todo era que la señorita Elizabeth y yo hablábamos de fósiles y hojeábamos libros y artículos juntas.

Sin embargo, no tenía ganas de ver a la señorita Elizabeth. Había cuidado de mí durante la mayor parte de mi vida y se había hecho mi amiga cuando otras no habían querido, pero al bajarse de la diligencia en Charmouth había percibido en ella desaprobación y no alegría por volver a verme. Claro que tal vez no estaba pensando en mí. Tal vez se sentía avergonzada. Y debería: se había equivocado por completo con respecto al coronel Birch y debía de sentirse mal, aunque no lo dijera. Yo podía permitirme ser generosa y pasar por alto su mal humor, pues amaba a un hombre que iba a sacarme de la pobreza y a hacerme feliz, mientras que ella no tenía a nadie. Pero no pensaba ir tras ella para que me agriara la felicidad.

Hallé motivos para justificar por qué no iba a Silver Street. Tenía que encontrar curis para compensarlos meses en que no había salido a buscarlas. O me empeñaba en limpiar la casa para cuando el coronel Birch viniera a vernos. O iba a la bahía de Pinhay en busca de un pentacrinites, ya que él había vendido todos los suyos. Luego iba a esperar las diligencias que venían de Londres, aunque él no se bajó de ninguna de las tres que llegaron.

Volvía de ver la tercera diligencia, atajando por el cementerio de Saint Michael desde el camino del acantilado, cuando me encontré con la señorita Elizabeth, que venía por el otro lado. Las dos dimos un respingo, como si deseáramos haber visto a la otra antes para dar media vuelta y no tener que saludarla.

La señorita Elizabeth me preguntó si había ido a la playa, y tuve que reconocer que había ido a Charmouth y no había buscado fósiles. Ella sabía que era el día que llegaba la diligencia; vi en su cara que adivinaba por qué había acudido allí y trataba de ocultar su descontento. Cambió de tema, y hablamos un poco de Lyme y de lo que había sucedido durante su ausencia. Sin embargo, era una situación violenta, no nos sentíamos a gusto juntas como en el pasado, y al cabo de un rato nos quedamos en silencio. Me sentía rígida, como si llevara demasiado tiempo sentada sobre una pierna y se me hubiera dormido. Por eso adopté una postura extraña. La señorita Elizabeth también tenía la cabeza inclinada, como si todavía tuviera tortícolis del viaje desde Londres en carruaje.