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Una tarde de mediados de diciembre Bessy me trajo el periódico cuando guardaba reposo junto a la chimenea. Rara vez caía enferma, y mi debilidad me irritaba tanto que me había vuelto tan gruñona como Bessy. Suspiré cuando lo dejó en la mesita que tenía al lado junto con una taza de té. De todos modos, era una forma de entretenerme, pues mis hermanas estaban ocupadas en la cocina preparando una gran cantidad del ungüento de Margaret para colocarlo en cestas de Navidad junto con tarros de mermelada de escaramujo. Yo había querido incluir un amonites en cada cesta, pero Margaret consideraba que no despertaban un espíritu festivo e insistió en poner conchas bonitas en su lugar. A veces me olvido de que la gente ve los fósiles como los huesos de los muertos. De hecho, es lo que son, pero suelo contemplarlos más bien como obras de arte que nos recuerdan cómo era el mundo en otra época.

Presté poca atención a lo que leí hasta que me topé con una breve nota intercalada entre las noticias de dos incendios, uno de un granero y el otro de una repostería. Decía lo siguiente:

El miércoles por la tarde Mary Anning, la conocida especialista en fósiles, cuyo trabajo ha enriquecido los Museos Británico y de Bristol, así como las colecciones privadas de muchos geólogos, encontró al este del pueblo, justo al pie del célebre Black Ven Cliff, unos restos que fueron extraídos en el curso de esa noche y la mañana siguiente para someterlos a examen, cuyo resultado es que dicho espécimen parece ser muy diferente de los ejemplares descubiertos en Lyme, tanto del ictiosaurio como del plesiosaurio, y se asemeja bastante a la estructura de una tortuga. Todavía no se ha desvelado toda la configuración ósea debido a su reciente extracción.

Serán los grandes geólogos quienes decidan el término por el que será conocida la criatura. El gran Cuvier será informado cuando todos los huesos queden al descubierto, pero seguramente será bautizada en Oxford o Londres, una vez que se haya elaborado un informe preciso. Sin duda los directores de los Museos Británico y de Bristol estarán deseosos de poseer esos vestigios del «gran Herculano».

Mary lo había encontrado por fin. Había encontrado el nuevo monstruo cuya existencia habían conjeturado ella y William Buckland, y yo tenía que enterarme por el periódico, como si no fuera nadie ni tuviera nada que ver con la joven. Incluso los del Western Flying Post se habían enterado antes que yo.

Es duro tener un altercado en un pueblo del tamaño de Lyme Regis. Lo había descubierto cuando las Philpot dejamos de relacionarnos con lord Henley: acabamos topándonos con él en todas partes, de modo que casi se convirtió en un juego esquivarlo en Broad Street, por el camino del río o en la iglesia de Saint Michael. Proporcionamos al pueblo cotilleos y diversión durante años, por lo que deberían habernos dado las gracias.

Con Mary la ruptura fue mucho más dolorosa, ya que le tenía cariño. Después de nuestra pelea en el cementerio, me arrepentí casi de inmediato de lo que había dicho y deseé haber dejado que el coronel Birch le hablara personalmente de la viuda con la que era posible que se casara. Nunca olvidaré la expresión de traición y desesperación de su rostro. Por otra parte, sus comentarios sobre mis celos, mis hermanas y mis peces me dolieron como unos latigazos cuyo escozor tarda en desaparecer.

Sin embargo, era demasiado orgullosa para ir a disculparme, y suponía que ella también. Deseaba que Bessy entrara en el salón con una mueca reveladora y anunciara que tenía visita. Pero eso no ocurrió, y una vez que hubo pasado el tiempo de la reconciliación, resultó imposible recuperar nuestra antigua relación.

No es fácil separarse de alguien, ni siquiera cuando te ha dicho cosas imperdonables. Durante al menos un año me dolía en lo más hondo verla en la playa, en Broad Street o en el Cobb. Comencé a evitar Cockmoile Square y a tomar callejones para ir a misa, y el sendero de la iglesia para ir a la playa. Ya no iba a Black Ven, donde Mary buscaba fósiles habitualmente, sino en dirección contraria, más allá del Cobb, hasta Monmouth Beach. Allí no había muchos peces fósiles y por lo tanto encontraba menos, pero al menos era más difícil toparme con ella.

No obstante, me sentía sola. Durante años Mary y yo habíamos pasado mucho tiempo juntas buscando fósiles. Algunos días no nos hablábamos durante horas, pero su presencia cercana, inclinada sobre el suelo, hurgando en el barro o abriendo rocas, era un consuelo. Cuando ahora miraba alrededor todavía me sorprendía ver que no había nadie más que yo en la playa desierta. Esa soledad me provocaba una melancolía que detestaba, y hacía comentarios mordaces para quitármela de encima. Margaret empezó a quejarse de que me había vuelto más irritable, y Bessy amenazaba con marcharse cuando me mostraba sarcástica con ella.

No solo echaba de menos a Mary en la playa. También añoraba su compañía cuando me sentaba a la mesa para sacar el contenido de mi cesta y presumir de lo que había encontrado. Ahora solo tenía oportunidad de hacerlo en las contadas ocasiones en que me visitaban Henry de la Beche, William Buckland o el doctor Carpenter, o cuando alguien venía a ver mi colección y mostraba más que un simple interés por los fósiles porque estaban de moda. Sin los conocimientos y el aliento de Mary, tenía la sensación de que mi estudio de los fósiles se estaba resintiendo.

Al mismo tiempo, tenía que ver cómo Mary se hacía cada vez más popular entre los forasteros. Estos la buscaban, y empezó a llevar a los turistas de excursión por Black Ven. Con el dinero de la subasta del coronel Birch y la fama creciente de Mary, al menos los Anning se estaban librando de las deudas que les había dejado Richard Anning muchos años antes. Mary y Molly Anning se compraron vestidos y adquirieron muebles adecuados, así como carbón para calentarse. Molly Anning dejó de hacer la colada de otras familias y empezó a llevar como es debido la tienda de fósiles, que se convirtió en un establecimiento concurrido. Debería haberme alegrado por ellos, pero tenía envidia.

Durante un tiempo me planteé incluso marcharme de Lyme e ir a vivir con mi hermana Frances y su familia, que se habían mudado hacía poco a Brighton. Cuando mencioné la posibilidad a Louise y Margaret, ambas se mostraron horrorizadas.

– ¿Cómo puedes pensar en dejarnos? -exclamó Margaret, mientras Louise se quedaba callada y pálida.

Incluso encontré a Bessy lloriqueando mientras preparaba una masa para pasteles, y tuve que tranquilizarlas a todas diciéndoles que Morley Cottage siempre sería mi casa.

Me costó mucho tiempo, pero al final me acostumbré a no disfrutar de la compañía y la amistad de Mary. Era como si la muchacha viviera en Charmouth o en Seatown o en Eype. Resultaba sorprendente que consiguiéramos evitarnos en un pueblo tan pequeño. Claro que ella estaba tan ocupada con los nuevos coleccionistas que la habría visto menos aunque no hubiera querido. Si bien me adapté a su ausencia, en mi corazón persistió un dolor sordo, como una fractura que, pese a haberse curado, todavía causa molestias en los días de lluvia.

Sin embargo, me encontré con ella una vez en que me resultó imposible escapar. Caminaba por el paseo con mis hermanas cuando vi que Mary venía en sentido contrario, seguida de un perrito blanco y negro. Ocurrió tan rápido que no pude escabullirme. Mary se sobresaltó al vernos, pero siguió avanzando hacia nosotras, como si estuviera decidida a no dejarse intimidar. Margaret y Louise la saludaron, y ella las saludó a su vez. Las dos evitamos mirarnos a los ojos.

– ¡Qué perrito más bonito! -exclamó Margaret agachándose para acariciarlo-. ¿Cómo se llama?

– Tray.

– ¿De dónde lo has sacado?

– Me lo ha regalado un amigo para que me haga compañía en la playa. -Mary se puso colorada, lo que nos reveló de qué amigo se trataba-. Solo se deja acariciar por las personas que le caen bien. Si alguien no le cae bien, gruñe.