Tray olfateó el vestido de Louise y luego el mío. Me puse rígida, creyendo que gruñiría, pero el animal me miró y se puso a jadear.
Siempre había pensado que a los perros no les caían bien las personas que no caían bien a sus dueños.
Aparte de ese encuentro, logré evitarla, aunque a veces la veía a lo lejos, seguida de Tray, en la playa o el pueblo.
Hubo una ocasión en que sentí brevemente la tentación de reanudar nuestra amistad. Pocos meses después de nuestra pelea, me enteré de que Mary había descubierto un montón de huesos desordenados que ella había unido especulando sobre su colocación, aunque el espécimen carecía de cráneo. Yo quería verlo, pero los Anning se lo vendieron al coronel Birch y se lo enviaron antes de que me armara de valor para visitar Cockmoile Square. Solo pude leer acerca de él en los artículos que publicaron Henry de la Beche y el reverendo Conybeare, en los que llamaban a esa criatura hipotética plesiosaurio, «cercano al lagarto». Tenía el cuello muy largo y unas enormes aletas, y William Buckland lo comparó con una serpiente unida al caparazón de una tortuga.
Ahora, según el periódico, Mary había hallado otro espécimen, y sentí nuevamente la tentación de visitar Cockmoile Square. Después de leer la breve nota, me asaltaron una serie de preguntas que quería plantearle. ¿Qué parte había descubierto primero? ¿Qué tamaño tenía el espécimen y en qué estado se encontraba? ¿Estaba completo? ¿Tenía cráneo? ¿Por qué había pasado toda la noche trabajando en él? ¿A quién esperaban vendérselo: al Museo Británico, al de Bristol, o al coronel Birch una vez más?
Mi deseo de verlo era tan grande que llegué a levantarme para coger mi capa. No obstante, en ese momento Bessy apareció con otra taza de té para mí.
– ¿Qué está haciendo, señorita Elizabeth? No se le ocurrirá salir con el frío que hace, ¿verdad?
– Yo…
Al mirar la cara ancha de Bessy, con sus mejillas rojas y acusado-ras, comprendí que no podía decirle a donde quería ir. Bessy se alegraba de que Mary y yo ya no fuéramos amigas, y diría muchas cosas acerca de mi deseo de visitar Cockmoile Square que yo no tenía energía para rebatir. Tampoco podía explicárselo a Margaret y Louise, que me habían animado a reconciliarme con Mary y luego, al ver que no lo hacía, habían dejado correr el asunto y nunca pronunciaban su nombre.
– Iba a la puerta a ver si ha llegado el correo -dije-. Pero me siento un poco mareada. Creo que me iré a la cama.
– Acuéstese, señorita Elizabeth. No le conviene ir a ninguna parte.
Rara es la vez que considere acertada la precaución de Bessy.
William Buckland llegó dos días después. Margaret y Louise habían ido a entregar las cestas de Navidad a varias personas, pero yo estaba todavía demasiado enferma para salir de casa. Louise me había mirado con cara de envidia cuando se marcharon; esas visitas siempre le resultaban aburridas, como a mí. Solo Margaret disfrutaba de las visitas de cortesía.
Acababa de cerrar los ojos cuando Bessy entró para anunciar que había venido a verme un caballero. Me incorporé, me froté la cara y me alisé el cabello.
William Buckland entró con paso ágil.
– ¡Señorita Philpot! -exclamó-. No se levante… Parece muy cómoda ahí, junto al fuego. No quería molestarla. Si lo desea volveré más tarde.
Sin embargo, se puso a mirar alrededor con la clara intención de quedarse, y me levanté para tenderle la mano.
– Señor Buckland, qué alegría. Hacía mucho tiempo que no lo veía. -Señalé con la mano el sillón de enfrente-. Por favor, siéntese y cuénteme qué noticias tiene. Bessy, traiga té para el señor Buckland, por favor. ¿Viene de Oxford?
– Llegué hace unas horas. -William Buckland tomó asiento-. Por fortuna el trimestre acaba de finalizar y pude partir en cuanto recibí la carta de Mary.
Se levantó de un salto -no aguantaba sentado mucho tiempo-y comenzó a pasearse de un lado a otro. Su frente, cada vez más ancha, debido a las entradas, relucía a la luz del fuego.
– Es extraordinario, ¿verdad? ¡Bendita sea Mary, ha encontrado un espécimen espectacular! Ahora contamos con una prueba incontrovertible de la existencia de otra criatura nueva sin tener que adivinar cómo era su anatomía, como en el pasado. ¿Cuántos animales antiguos más podemos hallar? -El señor Buckland cogió un erizo de mar de la repisa de la chimenea-. Está muy callada, señorita Philpot -añadió, al tiempo que lo examinaba-. ¿Qué opina? ¿Acaso no es espléndido?
– No he visto el espécimen -confesé-. Solo he leído acerca de él…, aunque en la nota del periódico pone muy poco.
El señor Buckland se me quedó mirando.
– ¿Qué? ¿No ha ido a verlo? ¿Por qué? He venido de Oxford como un rayo y usted no es capaz de bajar la colina. ¿Le apetece ir ahora? Voy a volver y puedo acompañarla. -Dejó el erizo de mar y me tendió el codo para que me agarrara.
Suspiré. Me habría resultado imposible hacer entender al señor Buckland que Mary y yo ya no teníamos nada que ver. Aunque lo consideraba un amigo, no era un hombre sensible a los sentimientos ajenos. Para el señor Buckland la vida consistía en la búsqueda de conocimiento, no en la expresión de emociones. A sus casi cuarenta años, no daba señales de que fuera a casarse, lo que no sorprendía a nadie, pues ¿qué mujer podría soportar su comportamiento imprevisible y su profundo interés por los muertos antes que por los vivos?
– Me temo que no puedo ir con usted, señor Buckland -dije-. Tengo el pecho congestionado y mis hermanas me han ordenado que me quede junto a la lumbre. -Al menos eso era verdad.
– ¡Qué lástima! -El señor Buckland volvió a sentarse.
– En el periódico pone que el hallazgo de Mary no se parece ni al ictiosaurio ni al plesiosaurio… o, cuando menos, a como se supone que era el último.
– Oh, no, es un plesiosaurio -afirmó el señor Buckland-, pero este tiene cabeza, y es exactamente como la habíamos imaginado: muy pequeña comparada con el resto del cuerpo. ¡Y las aletas! He hecho prometer a Mary que será lo primero que limpie. Pero no le he dicho por qué he venido a verla, señorita Philpot. El motivo es que quiero que convenza a los Anning de que no vendan ese espécimen al coronel Birch como hicieron con el último. El se lo vendió al Real Colegio de Cirujanos, y preferiríamos que este no fuera a parar allí también.
– ¿Lo vendió? ¿Por qué iba a hacerlo? -Clavé los dedos en los brazos del sillón. Cualquier mención al coronel Birch me ponía tensa.
El señor Buckland se encogió de hombros.
– Tal vez necesitaba el dinero. No es malo que el ejemplar se muestre en una exposición pública, pero esa institución está llena de hombres interesados en explotar los plesiosaurios de forma ramplona. Conybeare es un estudioso mucho más digno de confianza. Quizá desee llevarlo a la Sociedad Geológica para impartir una conferencia sobre él como ha hecho en otras ocasiones. Creo que mucha gente asistiría a ese acto. ¿Sabía, señorita Philpot, que en febrero seré nombrado presidente de la sociedad? Tal vez haga coincidir su conferencia con mi investidura.
– Según el Post, los Anning se están planteando venderlo al Museo de Bristol o al Museo Británico.
Me avergonzaba un poco citar la nota del periódico a alguien que había visto el espécimen con sus propios ojos. Era como describir Londres a partir de una guía turística a alguien que ha vivido allí.
– Eso revela los deseos del periódico más que los de la familia Anning -repuso William Buckland-. No, Molly Anning acaba de mencionarme al coronel Birch y se ha negado a considerar mis propuestas.
– ¿Le ha dicho usted que el coronel Birch vendió el primer espécimen, y seguramente por una bonita cantidad?