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Habría salido corriendo, pero Joseph permanecía en la entrada, y la luz detrás de él mantenía su cara en la sombra, de tal forma que no podía ver su expresión, si es que tenía alguna. Joseph Anning se caracterizaba por no mostrar nunca sus emociones.

Se quedó muy quieto por un momento. Cuando por fin avanzó un paso, no tenía el entrecejo fruncido, como era de esperar. Tampoco sonreía. Sin embargo, fue educado.

– He vuelto a por otro chal para mamá. En la capilla hace frío. -Resultaba extraño que Joseph considerara que me debía una explicación por estar allí-. Bueno, ¿qué le parece, señorita Philpot? -añadió señalando con la cabeza el plesiosaurio.

Yo no esperaba que se mostrara tan razonable.

– Es realmente extraordinario.

– Yo lo detesto. No es natural. Me alegraré cuando desaparezca. -Aquel era Joseph de pies a cabeza.

– El señor Buckland me ha dicho que ha estado en contacto con el duque de Buckingham, que está interesado en comprarlo.

– Puede. Mary tiene otros planes.

Me aclaré la garganta.

– No… ¿El coronel Birch? -No quería oír la respuesta.

Pero Joseph me sorprendió.

– No. Mary lo ha dejado correr; sabe que no se casará con ella.

– Ah. -Me sentí tan aliviada que estuve a punto de reír-. ¿Quién, entonces?

– No quiere decirlo, ni siquiera a mamá. Últimamente se le han subido mucho los humos. -Joseph negó con la cabeza en señal de desaprobación-. Mandó una carta y dijo que teníamos que esperar la respuesta antes de decirle nada al señor Buckland.

– Qué raro.

Joseph cambió el peso del cuerpo de un pie a otro.

– Tengo que volver a la capilla, señorita Philpot. Mi madre necesita el chal.

– Desde luego.

Eché un último vistazo al plesiosaurio y dejé el artículo que había copiado Mary sobre el montón de piedras de la caja. Al hacerlo mis ojos divisaron la cola de un pez. Luego vi una aleta, y otra cola, y me di cuenta de que la caja estaba llena de peces fósiles. Entre ellos había pegado un trozo de papel con las letras EP escritas por Mary. Los guardaba para mí. Debía de pensar que un día volveríamos a ser amigas, que me perdonaría y yo también querría perdonarla. Se me llenaron los ojos de lágrimas.

Joseph se apartó para que pudiera salir. Me detuve al pasar junto a él.

– Joseph, te agradecería mucho que no les dijeras a Mary ni a tumadre que he estado aquí. No hay necesidad de disgustarlas, ¿verdad?

Joseph asintió con la cabeza.

– De todas formas le debo un favor.

– ¿Por qué?

– Fue usted la que recomendó que me hiciera aprendiz después de vender el coco. Es lo mejor que me ha pasado en la vida. Pensé que cuando empezara no tendría que buscar curis nunca más, pero siempre hay algo que me hace volver. Cuando vendamos este… -añadió señalando con la cabeza el plesiosaurio-, pienso dejar las curis para siempre. Me dedicaré a la tapicería y nada más. Estaré encantado si no tengo que volver a la playa. Así que guardaré el secreto, señorita Philpot.

Joseph esbozó una breve sonrisa; la única que he visto en su cara. El gesto sacó a la luz el atractivo heredado de su padre.

– Espero que seas muy feliz -dije, pronunciando las palabras que no había sido capaz de decir a su hermana.

Llamaron a la puerta de casa cuando estábamos comiendo. Fueron unos golpes tan repentinos y sonoros que las tres nos sobresaltamos, hasta el punto de que Margaret volcó su sopa de berros.

Por lo general dejábamos que Bessy acudiera a la puerta con sus andares pesados, pero había tal apremio en aquellos golpes que Louise se levantó de un brinco y recorrió el pasillo a toda prisa para abrir. Margaret y yo no vimos a quién hizo pasar, pero oímos cuchicheos en el pasillo. Al cabo Louise asomó la cabeza por la puerta.

– Molly Anning ha venido a vernos -anunció-. Dice que esperará a que acabemos de comer. La he dejado calentándose junto a la lumbre. Voy a decirle a Bessy que avive el fuego.

Margaret se levantó de un salto.

– Voy a llevarle un plato de sopa a la señora Anning.

Miré el mío. No podía quedarme sentada comiendo mientras un Anning esperaba en la otra habitación. Me levanté también, pero me detuve indecisa en la puerta del salón.

Louise acudió en mi rescate, como de costumbre.

– Coñac, tal vez -dijo al pasar a mi lado, seguida de una Bessy rezongona.

– Sí, sí. -Fui a buscar la botella y una copa.

Molly Anning estaba sentada junto al fuego, inmóvil, el centro de toda la actividad que se desarrollaba en torno a ella, como cuando había venido a vernos con la carta dirigida al coronel Birch. Bessy atizaba el fuego y miraba con expresión ceñuda las piernas de nuestra visitante, que consideraba un estorbo. Margaret le colocaba una mesita al lado para la sopa, mientras Louise movía el cubo del carbón. Yo rondaba con la botella de coñac, pero Molly Anning negó con la cabeza cuando le ofrecí. No dijo nada mientras comía la sopa, sorbiéndola como si no le gustaran los berros y la engullera solo para complacernos.

Mientras rebañaba el plato con un trozo de pan, noté las miradas de mis hermanas posadas sobre mí. Habían hecho su papel y ahora esperaban que yo hiciera el mío. Sin embargo, era incapaz de despegar los labios. Hacía mucho tiempo que no hablaba con Mary ni con su madre.

Me aclaré la garganta.

– ¿Ocurre algo, Molly? -logré decir finalmente-. ¿Están bien Joseph y Mary?

Molly Anning tragó el último trozo de pan y se pasó la lengua por los labios.

– Mary está en cama -dijo.

– Vaya por Dios, ¿está enferma? -preguntó Margaret.

– No, es tonta, nada más. Tenga.

Sacó del bolsillo una carta arrugada y me la entregó. La abrí y la alisé. Nada más echarle una ojeada vi que era de París. Reparé en las palabras «plesiosaurio» y «Cuvier», pero no me atrevía a leer el contenido. No obstante, como Molly parecía esperar que lo hiciera, no me quedó más remedio.

Jardín du Roi

Musée National d'Histoire Naturelle

París

Estimada señorita Anning:

Le agradezco la carta que envió al barón de Cuvier referente a la posible venta al museo del espécimen que ha descubierto en Lyme Regis, y que considera que podría ser un esqueleto casi completo de plesiosaurio. El barón de Cuvier ha examinado con interés el dibujo que adjuntó y opina que ha unido usted dos ejemplares distintos, tal vez la cabeza de una serpiente de mar y el cuerpo de un ictiosaurio. El estado desordenado de las vértebras situadas justo por debajo de la cabeza parece indicar la desunión de los dos especímenes.

El barón de Cuvier sostiene que la estructura del citado plesiosaurio se aparta de algunas de las leyes anatómicas que él mismo ha establecido. En concreto, el número de vértebras es demasiado grande para un ejemplar como ese. La mayoría de los reptiles tienen entre tres y ocho vértebras cervicales, pero, según su dibujo, su criatura parece tener al menos treinta.

Dadas las dudas del barón de Cuvier respecto al espécimen, no consideraremos su compra. Tal vez en el futuro su familia tenga más cuidado al recoger y presentar especímenes, mademoiselle.

Atentamente,

JOSEPH PENTLAND

Ayudante del barón de Cuvier

Lancé al suelo la carta.

– ¡Es indignante!

– ¿Qué pasa? -preguntó Margaret, participando del dramatismo.

– Georges Cuvier ha visto un dibujo del plesiosaurio de Mary y ha acusado a los Anning de falsificación. Cree que la anatomía del animal es imposible y dice que Mary debe de haber unido dos especímenes distintos.

– La muy tonta se lo ha tomado como un insulto -explicó Molly Anning-. Dice que ese Frances ha arruinado su reputación como buscadora de fósiles. Por eso se ha metido en la cama y dice que ya no tiene motivos para levantarse a buscar curis, porque nadie las va a comprar. Está tan mal como cuando esperaba que el coronel Birch le escribiera. -Molly Anning me miró de reojo para evaluar mi reacción-. He venido a pedirle que me ayude a sacarla de la cama.