– Pero…
¿Por qué me lo pide a mí?, tenía ganas de preguntar. ¿Por qué no a otra persona? Sin embargo, tal vez Mary no tuviera más amigas a las que su madre pudiera acudir. Nunca la había visto con otras personas de Lyme de su edad y de su misma clase.
– El problema -comencé a decir-es que puede que Mary tenga razón. Si el barón de Cuvier cree que el plesiosaurio es una falsificación y hace pública su opinión, la gente podría dudar de los otros especímenes. -Molly Anning no pareció reaccionar ante esa idea, de modo que me expresé con mayor claridad-. Es posible que vean disminuir las ventas si la gente se pregunta por la autenticidad de los fósiles de los Anning.
Por fin logré que Molly Anning me entendiera, pues me lanzó una mirada colérica, como si fuera yo quien hubiera insinuado tal cosa.
– ¡Cómo se atreve ese Frances a amenazar nuestro negocio! Tendrá usted que ajustarle las cuentas.
– ¿Yo?
– Habla Frances, ¿no? Conoce la lengua, y yo no, así que tendrá que escribirle.
– Pero esto no tiene nada que ver conmigo.
Molly Anning se limitó a mirarme, al igual que mis hermanas.
– Molly -añadí-, Mary y yo no hemos tenido mucha relación en los últimos años…
– ¿Y a qué se debe? Mary nunca me lo ha dicho.
Miré alrededor. Margaret se había inclinado hacia delante en la silla, y Louise me lanzaba la mirada de los Philpot, ambas esperando a que hablara, pues nunca había dado una explicación suficiente del motivo de nuestra ruptura.
– Mary y yo… no estamos de acuerdo en algunas cosas.
– Pues ahora puede hacer las paces con ella ajustándole las cuentas a ese Frances -declaró Molly Anning.
– Dudo que pueda hacer algo. Cuvier es un científico poderoso y muy respetado, mientras que ustedes son… -Una familia pobre y trabajadora, quería decir, pero me abstuve. No hacía falta decirlo para que Molly Anning entendiera a qué me refería-. De todas formas, a mí tampoco me escuchará, ya le escriba en Frances o en nuestra lengua. No sabe quién soy. De hecho, no soy nadie para él. -Ni para la mayoría de la gente, pensé.
– Podría escribirle un hombre -propuso Margaret-. El señor Buckland, por ejemplo. El conoce a Cuvier, ¿no?
– Tal vez debería escribir al coronel Birch para pedirle que le escriba él -apuntó Molly Anning-. Estoy segura de que lo haría.
– El coronel Birch no. -Empleé un tono tan brusco que las tres me miraron-. ¿Sabe alguien más que Mary ha escrito a Cuvier?
Molly Anning negó con la cabeza.
– Entonces, ¿nadie más está al corriente de su respuesta?
– Solo Toe, pero él no va a decir nada.
– Bueno, ya es algo.
– Pero la gente se enterará. Al final el señor Buckland y el reverendo Conybeare y el señor Konig y todos esos hombres a los que vendemos curis sabrán que ese Frances cree que los Anning somos unos farsantes. ¡Puede que el duque de Buckingham se entere y no nos pague!
A Molly Anning empezaron a temblarle los labios, y temí que fuera a echarse a llorar; una imagen que no creía pudiera soportar.
Para evitarlo dije:
– Molly, voy a ayudarles. Tranquila, no llore. Nosotras nos ocuparemos.
No tenía ni idea de lo que iba a hacer, pero pensé en la caja llena de peces fósiles del taller de Mary, esperando a que me ablandara, y supe que debía intervenir. Medité un momento.
– ¿Dónde está ahora el plesiosaurio?
– A bordo del Dispatch, rumbo a Londres, si no ha llegado ya. El señor Buckland lo llevó al puerto. Y el reverendo Conybeare se encargará de recogerlo. Este mes pronunciará un discurso en la cena anual de la Sociedad Geológica.
– Ah.
De modo que ya lo habían enviado. Los hombres estaban ahora a cargo de él. Tendría que acudir a ellos.
Margaret y Louise creían que me había vuelto loca. Ya era bastante grave que quisiera viajar a Londres en lugar de limitarme a escribir una carta contundente, pero ir en invierno, y en barco, era una locura. Sin embargo, hacía tan mal tiempo, y las carreteras estaban tan llenas de barro, que solo los coches correo llegaban a Londres, pero hasta estos sufrían retrasos, y además estaban llenos. El barco era un medio de transporte más rápido, y el que salía todas las semanas zarpaba justo cuando a mí me venía bien.
Por otra parte, sabía que los hombres a los que deseaba ver estarían cegados por su interés por el plesiosaurio y no prestarían atención a mi carta, por muy elocuente o apremiante que fuera. Debía verlos en persona para convencerlos de que ayudaran a Mary enseguida.
Lo que no dije a mis hermanas era que me hacía ilusión ir. Sí, me daban miedo el barco y el estado del mar. Haría frío y la travesía sería agitada, y tal vez estuviera mareada la mayor parte del tiempo, pese al tónico contra los mareos que me había preparado Margaret. Al ser la única mujer a bordo, dudaba que fuera a contar con la solidaridad o el consuelo de la tripulación o los demás pasajeros.
Además, no tenía ni idea de si mi intervención cambiaría la situación de Mary. Solo sabía que me había invadido la ira al leer la carta de Joseph Pentland. Mary había sido muy generosa durante mucho tiempo y obtenido muy pocas ganancias -aparte de la subasta repentina y disparatada del coronel Birch-, mientras los demás se quedaban con lo que ella encontraba y se hacían famosos como filósofos naturales. William Buckland daba clases sobre las criaturas en Oxford, Charles Konig las había llevado al Museo Británico y había recibido elogios por ello, el reverendo Conybeare e incluso nuestro estimado Henry de la Beche pronunciaban conferencias en la Sociedad Geológica y publicaban artículos sobre ellas. Konig había tenido el privilegio de poner nombre al ictiosaurio, y Conybeare al plesiosaurio. Ninguno de ellos habría tenido nada a lo que poner nombre sin Mary. No podía quedarme de brazos cruzados viendo cómo aumentaban las sospechas en torno a las aptitudes de Mary cuando aquellos hombres sabían que la muchacha los superaba a todos.
También tenía intención de hacer las paces con Mary. Al menos iba a pedirle que perdonara mis celos y mi desprecio.
Pero había algo más. Aquella era una oportunidad de tener una aventura en una vida poco aventurera. Nunca había viajado sola, pues siempre iba con mis hermanas, mi hermano u otros familiares, o bien con amigos. Pese a que su compañía me brindaba seguridad, también era un fastidio que a veces amenazaba con asfixiarme. Así pues, me sentía muy orgullosa observando desde la cubierta del Unity -el mismo barco que había llevado el ictiosaurio del coronel Birch a Londres-cómo Lyme y mis hermanas empequeñecían hasta desaparecer y dejarme sola.
Navegamos directamente mar adentro en lugar de bordear la costa, pues había que sortear la peligrosa isla de Portland. Por lo tanto, no llegué a ver de cerca los lugares que conocía bien: Golden Cap, Bridport, Chesil Beach, Weymouth. Una vez que dejamos atrás Portland, seguimos mar adentro hasta rodear la isla de Wight antes de acercarnos finalmente a la costa.
La travesía por mar era muy diferente de los viajes en diligencia a Londres, en los que Margaret, Louise y yo íbamos apretujadas entre desconocidos dentro de una caja mal ventilada, que traqueteaba, daba sacudidas y se detenía cada dos por tres para cambiar de caballos. Era un acto colectivo, y tan incómodo que, a medida que envejecía, tardaba cada vez más días en recuperarme.
Viajar a bordo del Unity era una experiencia mucho más solitaria. Me sentaba sobre un pequeño barril en cubierta, apartada, y observaba cómo la tripulación trabajaba con las cuerdas y las velas. No tenía ni idea de lo que hacían, pero los gritos que se dirigían unos a otros y la seguridad con que realizaban sus tareas disipaban el temor que me producía estar en el mar. Además, me olvidaba de las preocupaciones de la vida diaria, y lo único que se esperaba de mí era que no estorbara a los hombres. No solo no me mareaba, ni siquiera cuando el barco se movía mucho, sino que además me lo estaba pasando muy bien.