– ¿Recuerdas cuando te alcanzó el rayo? -preguntó Margaret.
Mary se encogió de hombros, visiblemente incómoda por nuestro repentino interés.
A Louise tampoco le había gustado nunca esa clase de atención e hizo un esfuerzo por poner fin al escrutinio.
– Yo también me llamo Mary. Me pusieron los nombres de mis abuelas, pero la abuela Mary no me caía tan bien como la abuela Louise. -Hizo una pausa-. ¿Quieres ayudarnos?
– ¿Qué tengo que hacer? -Mary se acercó a la mesa.
– Primero lávate las manos -le ordené-. ¡Louise, mira qué uñas!
Mary tenía las uñas bordeadas de barro gris y los dedos arrugados por el contacto con la piedra caliza. Era un estado al que mis dedos llegarían a habituarse.
Bessy seguía mirando de hito en hito a Mary.
– Bessy, vaya a limpiar al recibidor mientras trabajamos aquí -le recordé.
Ella gruñó y cogió la fregona.
– Yo no tendría en mi cocina a una niña a la que le ha caído encima un rayo.
Chasqueé la lengua en señal de desaprobación.
– Se está volviendo tan supersticiosa como los pueblerinos a los que tanto desprecia.
Bessy volvió a hinchar las mejillas al tiempo que golpeaba la jamba de la puerta con la fregona. Louise y yo nos miramos y sonreímos. Margaret empezó a bailar de nuevo un vals alrededor de la mesa, canturreando.
– ¡Por el amor de Dios, Margaret, baila en otra parte! -exclamé-. Vete a bailar con la fregona de Bessy.
Margaret se rió, cruzó la puerta pirueteando y se alejó por el pasillo, para decepción de nuestra joven visitante. Louise ya había mandado a Mary que arrancara los tallos de las flores, con cuidado de sacudir el polen en el cazo, no en el suelo de la cocina. Una vez que hubo entendido lo que debía hacer, la cría trabajó sin pausa y solo se detuvo cuando Margaret apareció con un turbante verde lima.
– ¿Una pluma o dos? -preguntó, y se acercó a la cinta que le atravesaba la frente primero una pluma y luego otra.
Mary la observó con los ojos como platos. Por aquel entonces los turbantes todavía no habían llegado a Lyme…, doy fe de que fue Margaret quien los puso de moda entre las mujeres de la localidad, y al cabo de unos años eran una imagen habitual en Broad Street. No estoy segura de que combinen con los vestidos estilo imperio tan bien como otros tocados, y creo que al verlos algunas se reían por lo bajo, pero ¿acaso la moda no está pensada para divertir?
– Gracias por ayudarnos con las flores de saúco -dijo Louise una vez que hubimos puesto a macerar las flores en agua caliente con azúcar y limón-. Cuando esté listo, podrás quedarte con una botella.
Mary Anning asintió con la cabeza y se volvió hacia mí.
– ¿Puedo ver sus curis, señorita? El otro día no me las enseñó.
Vacilé, pues me daba un poco de vergüenza enseñarle lo que había encontrado. Ella tenía un aplomo increíble para ser tan solo una niña. Supongo que se debía a que trabajaba desde una edad temprana, pero también me sentí tentada de achacarlo al rayo. Sin embargo, no podía mostrar mi renuencia, de modo que llevé a Mary al comedor. Al entrar en la estancia la mayoría hace comentarios sobre la impresionante vista de Golden Cap, pero Mary ni siquiera echó un vistazo por la ventana. Fue directa al aparador, donde había colocado mis hallazgos, para gran indignación de Bessy.
– ¿Qué es eso? -Señaló las tiras de papel que había al lado de cada fósil.
– Etiquetas. Indican dónde y cuándo encontré el fósil, en qué estrato de roca y lo que supongo que pueden ser. Es lo que hacen en el Museo Británico.
– ¿Ha estado allí? -Mary miraba cada etiqueta con el entrecejo fruncido.
– Por supuesto. Crecimos cerca del museo. ¿Tú no anotas dónde los encuentras?
Mary se encogió de hombros.
– No sé leer ni escribir.
– ¿Vas a ir al colegio?
La niña volvió a encogerse de hombros.
– A la escuela dominical, tal vez. Allí enseñan a leer y escribir.
– ¿En la iglesia de Saint Michael?
– No, no pertenecemos a la Iglesia de Inglaterra. Somos congregacionalistas. La capilla está en Coombe Street.
Mary cogió un amonites del que me sentía especialmente orgullo-sa, pues se hallaba entero, sin desconchaduras ni grietas, y tenía unas rugosidades uniformes en su espiral.
– Puede sacar un chelín por este amo si lo limpia bien -dijo.
– Oh, no voy a venderlo. Es para mi colección.
Mary me miró con extrañeza. Caí en la cuenta de que los Anning no debían de recoger fósiles para coleccionarlos. Un buen espécimen significaba para ellos un buen precio.
Mary dejó el amonites y cogió una piedra marrón casi tan larga como su dedo, pero más gruesa, con leves marcas en espiral.
– Esa es rara -dije-. No estoy segura de qué es. Podría ser solo una piedra, pero parece… distinta. Pensé que debía cogerla.
– Es un bezoar.
– ¿Un bezoar? -Fruncí el entrecejo-. ¿Qué es eso?
– Una bola de pelo como las que se encuentran en el estómago de las cabras. Papá me ha hablado de ellas. -La dejó y a continuación cogió la concha de un bivalvo denominado Gryphaea, que los lugareños comparaban con las uñas de los pies del diablo-. Todavía no ha limpiado esta grifi, señorita.
– Le he quitado el barro.
– ¿Y la ha rascado con una cuchilla?
Fruncí el entrecejo.
– ¿Con qué clase de cuchilla?
– Oh, un cortaplumas sirve, pero es mejor una navaja de afeitar. Se utiliza para sacar del interior el cieno y otras cosas y darle forma. Le enseñaré cómo hacerlo.
Arrugué la nariz. La idea de que una niña me enseñara a hacer algo me parecía ridícula. Sin embargo…
– Está bien, Mary Anning. Ven mañana con tus cuchillas y enséñame. Te daré un penique por cada fósil que limpies.
Mary resplandeció al oír que le pagaría.
– Gracias, señorita Philpot.
– Ahora vete. Al salir pide a Bessy que te dé un trozo de tarta de frutas.
Una vez que se hubo marchado, Louise dijo:
– Se acuerda del rayo. Lo he visto en sus ojos.
– ¿Cómo va a acordarse? ¡Era apenas un bebé!
– Un rayo debe de ser difícil de olvidar.
Al día siguiente Richard Anning accedió a hacerme una vitrina por quince chelines. Fue la primera de las muchas que he tenido, pero él solo llegaría a hacerme cuatro antes de morir. He tenido vitrinas de mejor calidad y acabado, cuyos cajones se deslizan sin atascarse y que no necesitan que las junturas se vuelvan a encolar después de una época de sequía. Pero acepté los defectos de su factura porque sabía que el cuidado que no ponía en sus obras lo ponía en los conocimientos sobre fósiles de su hija.
Poco después Mary había encontrado un lugar en nuestra vida. Limpiaba mis fósiles y, tras averiguar que me gustaban los peces fósiles, me vendía los que ella y su padre hallaban. A veces me acompañaba a la playa cuando salía en busca de fósiles y yo, aunque no se lo decía, me sentía más tranquila con ella a mi lado, pues me preocupaba que la marea me dejara incomunicada. A Mary eso no le daba miedo, ya que tenía una sensibilidad especial para las mareas que yo nunca llegué a adquirir. Tal vez para poseer esa habilidad había que crecer tan cerca del mar como para poder zambullirse en el agua dando un salto desde la ventana. Mientras que yo consultaba los calendarios de mareas de nuestro almanaque antes de salir a la playa, Mary siempre sabía el estado de la marea, si estaba alta o baja, si era muerta o viva, y qué parte de la playa quedaba expuesta a su efecto a una hora determinada. Yo únicamente caminaba sola por la playa cuando la marea estaba bajando, pues sabía que disponía de unas cuantas horas de tranquilidad, aunque también entonces perdía la noción del tiempo, como ocurre asimismo cuando se va de caza, y al volverme descubría que el mar se acercaba con sigilo. Cuando estaba con Mary, ella seguía mentalmente el movimiento del mar.