No, no alteré al reverendo Conybeare. Como párroco estaba acostumbrado a hablar en público, y logró recurrir a ese pozo de experiencia para recobrar la ecuanimidad. Mientras William Buckland cumplía con los diversos procedimientos de la reunión -aprobar las actas de la sesión anterior, proponer nuevos miembros, enumerar las diversas publicaciones y los especímenes donados a la sociedad desde la última sesión-, el reverendo Conybeare debía de haber echado un vistazo a sus apuntes y haberse tranquilizado con respecto a los detalles de sus afirmaciones, y cuando empezó a hablar su voz sonaba firme y llena de autoridad.
Solo pude juzgar su discurso por su voz. Johnny y yo estábamos sentados en unas sillas colocadas en el rellano, al fondo de la sala. Aunque dejamos la puerta entreabierta a fin de poder oír, no veíamos más allá de los caballeros que se hallaban de pie delante de la puerta en la atestada sala. Me sentía aislada tras un muro de hombres que me separaban del acto principal.
Por fortuna, la voz que empleaba el reverendo Conybeare para hablar en público llegaba hasta nosotros.
– Me satisface sobremanera hablar ante esta sociedad de un esqueleto casi perfecto de Plesiosaurus -comenzó-, un nuevo género fósil que, a partir del estudio de varios fragmentos hallados desunidos, me creí autorizado a proponer en mil ochocientos veintiuno. Gracias a la generosidad de su dueño, el duque de Buckingham, ese nuevo espécimen se halla por un tiempo a disposición de mi amigo el profesor Buckland para su investigación científica. El magnífico ejemplar descubierto recientemente en Lyme ha confirmado lo acertado de mis anteriores conclusiones en todos los puntos básicos relacionados con la estructura del esqueleto.
Mientras que la sala se mantenía caldeada gracias a dos lumbres de carbón y el calor corporal de sesenta personas, Johnny y yo nos helábamos en el rellano. Me arrebujé en la capa, pero sabía que estar allí sentada no haría ningún bien a mi pecho debilitado. Aun así, no podía marcharme en un momento tan importante.
Acto seguido el reverendo Conybeare abordó el rasgo más sorprendente del plesiosaurio: su larguísimo cuello.
– El cuello posee exactamente la misma longitud que el cuerpo y la cola juntos -explicó-. Puesto que su número de vértebras sobrepasa el de las aves de cuello más largo, incluso el cisne, se aparta de las leyes hasta ahora consideradas universales en los animales cuadrúpedos. Menciono esta circunstancia tan pronto porque constituye el rasgo más destacado e interesante del reciente descubrimiento, y convierte a este animal en una de las aportaciones más curiosas e importantes que la geología ha realizado a la anatomía comparativa.
A continuación pasó a describir la bestia en detalle. A esas alturas yo estaba reprimiendo la tos, y Johnny bajó a la cocina para traerme vino. Debió de gustarle lo que vio abajo más que lo oía en el rellano, pues después de ofrecerme un vaso de burdeos desapareció de nuevo por la escalera del fondo, seguramente con la intención de sentarse junto al fuego y coquetear con las muchachas del servicio contratadas para el acto.
El reverendo Conybeare descubrió la cabeza y las vértebras, y se explayó hablando del número de estas que tenían los distintos tipos de animales, como monsieur Cuvier había hecho en su crítica a Mary. Mencionó a Cuvier de pasada unas cuantas veces; la influencia del gran anatomista se puso de relieve a lo largo de toda la charla. No me extrañaba que el reverendo Conybeare se hubiera mostrado tan consternado por la respuesta de Cuvier a la carta de Mary. Sin embargo, a pesar de lo inverosímil de su anatomía, el plesiosaurio había existido. Si Conybeare creía en la criatura, también debía de creer en lo que Mary había hallado, y la mejor forma de convencer a Cuvier era apoyarla. Me parecía evidente.
Sin embargo, a él no se lo parecía. De hecho, hizo todo lo contrario. En plena descripción de las aletas del plesiosaurio, el reverendo Conybeare añadió:
– Debo reconocer que en un principio erré al afirmar que los bordes de las aletas estaban formados por huesos redondeados, cuando no es así. No obstante, cuando se halló el primer espécimen en mil ochocientos veintiuno, los huesos en cuestión se encontraban sueltos y fueron colocados y pegados con posterioridad en la disposición actual siguiendo una conjetura de la propietaria.
Tardé un instante en comprender que estaba aludiendo a Mary, insinuando que esta había cometido errores al juntar los huesos del primer plesiosaurio. El reverendo Conybeare solo se tomó la molestia de referirse a ella -aunque de forma anónima-para verter críticas sobre su persona.
– ¡Qué poco caballeroso! -murmuré, más alto de lo que pretendía, pues varias cabezas de la fila que tenía delante se volvieron como si intentaran localizar el origen de aquel exabrupto.
Me encogí en mi asiento y escuché aturdida cómo el reverendo Conybeare comparaba el plesiosaurio con una tortuga sin caparazón y especulaba acerca de su torpeza tanto en tierra como en el mar.
– Por consiguiente, ¿no cabe concluir que debía de nadar sobre la superficie o cerca de ella, con su largo cuello arqueado hacia atrás como un cisne, y que de vez en cuando se zambullía para atrapar a los peces que flotaban a su alcance? Tal vez acechaba en bajíos a lo largo de la costa, oculto entre las algas, estirándose desde una considerable profundidad de modo que sus fosas nasales quedaran a la altura de la superficie, a fin de protegerse del ataque de enemigos peligrosos.
Terminó con un floreo estratégico que debía de habérsele ocurrido al iniciarse la sesión.
– No puedo por menos de felicitar al público científico porque el descubrimiento de este animal se haya realizado en el momento en que el ilustre Cuvier se encuentra consagrado a sus investigaciones sobre los ovíparos fósiles, las cuales está a punto de publicar: él aportará al tema el orden y la lucidez que nunca ha dejado de introducir en los campos más oscuros y complejos de la anatomía comparada. Gracias.
Con tales palabras el reverendo Conybeare establecía una relación de lo más favorable entre él y el barón de Cuvier, de forma que fueran cuales fuesen las críticas que el Frances planteara no parecieran dirigidas a él. No me uní a los aplausos. Tenía el pecho tan cargado que me costaba respirar.
A continuación dio comienzo un animado debate, del que no pude seguir todas las intervenciones, ya que estaba mareada. Sin embargo, sí oí al señor Buckland carraspear al final.
– Me gustaría expresar mi gratitud a la señorita Anning -dijo-, que descubrió y extrajo el magnífico espécimen. Es una lástima que este no haya llegado a tiempo para esta charla tan ilustre e instructiva del reverendo Conybeare, pero, una vez que esté instalado aquí, los miembros y amigos de la sociedad podrán examinarlo cuando lo deseen. Se quedarán asombrados y encantados cuando vean este revolucionario descubrimiento.
Es todo cuanto conseguirá Mary, pensé: un breve agradecimiento entre un montón de palabras de gloria dedicadas a la bestia y al hombre. Su nombre nunca constará en las publicaciones ni en los libros científicos, y se olvidará. Que así sea. La vida de una mujer siempre consiste en transigir.
No tenía necesidad de escuchar más. Me desmayé.
9 El rayo que supuso mi mayor felicidad
La vi marcharse por pura casualidad. Joe me obligó a levantarme. Vino a mi habitación una mañana que mamá estaba fuera. Tray estaba tumbado a mi lado en la cama.
– Mary -dijo.
Me di la vuelta.
– ¿Qué?
Durante un rato no dijo nada y se limitó a mirarme. A cualquier otra persona le habría parecido inexpresiva la cara de Joe, pero yo noté que le molestaba que me quedara en la cama sin estar enferma. Se estaba mordiendo la cara interior del carrillo; unos pequeños mordiscos que le tensaban la mandíbula si uno sabía dónde mirar.