Con todo, mamá estaba en lo cierto: ahora no solo me dedicaba a buscar y encontrar fósiles, sino que también los vendía, y ya no estaba claro lo que hacía. Tal vez ese era el auténtico precio de la fama.
Lo que más deseaba en el mundo era subir por Silver Street hasta Morley Cottage, sentarme a la mesa del comedor de las Philpot, llena de peces fósiles de la señorita Elizabeth, y hablar con ella. Bessy me pondría bruscamente una taza de té delante y se marcharía, y observaríamos cómo cambiaba la luz en Golden Cap. Alcé la mirada hacia la acuarela que la señorita Elizabeth había pintado de esa vista y me había regalado poco antes de nuestra discusión: árboles y casitas en primer plano, y a lo lejos, las colinas de la costa bañadas en una luz suave. No había personas en el cuadro, pero a menudo tenía la impresión de que yo estaba en alguna parte, fuera de la vista, buscando curis en la playa.
Los dos días siguientes estuve ocupada con el señor Lyell y monsieur Prévost, llevándolos a la playa para mostrarles de dónde habían salido los animales y enseñarles cómo buscar otras curis. Ninguno de los dos tenía buen ojo, aunque encontraron algunas cosas. Incluso entonces me acompañó la suerte, pues descubrí otro ictiosaurio delante de ellos. Estábamos en un saliente cercano al emplazamiento del otro icti cuando vi un trozo de quijada y unos dientes prácticamente debajo del pie del Frances. Desprendí unos pedazos de roca con el martillo para dejar a la vista el ojo, las vértebras y las costillas. Era un buen espécimen, excepto la cola, que estaba aplastada como si le hubiera pasado por encima la rueda de un carro. Confieso que fue un placer emplear el martillo para sacar a la criatura ante sus ojos.
– ¡Señorita Anning, es usted una auténtica prestidigitadora! -exclamó el señor Lyell.
Monsieur Prévost también quedó impresionado, aunque no podía expresarlo en nuestra lengua. Yo estaba encantada de que no pudiera hablar, pues de ese modo disfrutaba de su compañía sin tener que preocuparme por lo que pudieran significar sus bonitas palabras.
Los hombres querían ver más, así que fui a buscar a los Day para que desenterraran el icti mientras yo los llevaba al Cementerio de Amonites de Monmouth Beach y luego a la bahía Pinhay a buscar crinoideos. Hasta que se marcharon para dirigirse a Weymouth y Portland no tuve ocasión de trabajar en el plesi. Tendría que limpiarlo deprisa, pues monsieur Prévost pensaba partir hacia Francia al cabo de diez días. Tendría que trabajar día y noche a fin de tenerlo listo, pero merecería la pena. Así era este olido: durante meses cada día había sido igual que el anterior, aparte de los cambios de tiempo, mientras buscaba fósiles en la playa. Y de repente aparecían tres monstruos y dos desconocidos, y tenía que trabajar horas y horas para preparar un espécimen.
Tal vez porque pasaba las horas enteras en el taller hasta que el plesi estuvo acabado y los hombres se hubieron marchado, no me enteré hasta que el resto de los vecinos de Lyme ya lo sabían. Mamá me llamó a gritos una mañana desde su posición privilegiada en la mesa para que saliera.
– ¿Qué pasa, mamá? -pregunté malhumorada, y al apartarme el cabello de los ojos me manché la frente de barro.
– Es Bessy -dijo ella, señalándola con el dedo.
La criada de las Philpot caminaba por Coombe Street. Eché a correr tras ella y la alcancé cuando estaba a punto de entrar en la panadería.
– ¡Bessy! -grité.
Dio media vuelta y refunfuñó al verme. Tuve que agarrarla del brazo para evitar que se escabullera. Puso los ojos en blanco.
– ¿Qué quieres?
– ¡Han regresado! Han… ¿Se encuentran…? ¿Se encuentra bien la señorita Elizabeth?
– Escúchame bien, Mary Anning -dijo Bessy volviéndose hacia mí-. Déjalas en paz, ¿me oyes? Eres la última persona a la que quieren ver. No se te ocurra acercarte a Silver Street.
Nunca le había caído bien a Bessy, de modo que no me sorprendieron sus palabras. Solo quería averiguar si eran ciertas. Traté de descifrar su expresión mientras hablaba. Parecía preocupada, nerviosa y enfadada. No me miraba a la cara, sino que volvía la cabeza a un lado y otro, como si esperara que apareciese alguien para salvarla.
– No voy a hacerles daño, Bessy.
– ¡Sí! -masculló ella-. No te acerques a nosotras. No eres bien recibida en Morley Cottage. Estuviste a punto de matar a la señorita Elizabeth. Una noche se puso tan mala que creímos que la perdíamos. No habría pillado la pulmonía de no haber sido por ti. Y desde entonces no ha vuelto a ser la misma. ¡Así que déjala en paz! -Bessy me apartó de un empujón y entró en la panadería.
Eché a andar por Coombe Street en dirección al taller, pero al llegar a Cockmoile Square no me dirigí a la mesa tras la cual estaba mi madre, sino que me metí en Bridge Street, crucé la plaza dejando atrás los salones de celebraciones y el Three Cups, y enfilé Broad Street. Si tenía prohibido acercarme a las hermanas Philpot, quería oírlo de sus labios, no de los de Bessy.
Era día de mercado, y los puestos de venta se extendían hasta la mitad de Broad Street. El lugar estaba atestado y abrirse paso a empujones era como intentar caminar por el agua cuando sube marea. Sin embargo, seguí avanzando, pues sabía que debía hacerlo.
Con tanta gente como había tardé en verla: caminaba colina abajo con sus pasitos rápidos y la espalda erguida. Fue como divisar una forma imprecisa en el horizonte que al acercarse se transforma en el contorno claro de un barco. En ese momento sentí que el rayo me atravesaba y me paré en seco, dejando que la multitud del mercado se separara y empujara en torno a mí.
Elizabeth Philpot estaba rodeada de gente, pero iba sola, sin la compañía de sus hermanas. Estaba más flaca, casi esquelética, con su vestido malva, que ahora le quedaba holgado, y un sombrero que enmarcaba una cara delgada. Tenía más marcados los pómulos y sobre todo la mandíbula, larga, recta y fuerte como la de un icti. Pero caminaba a buen paso, como si supiera bien adonde se dirigía, y cuando se aproximó más advertí que sus ojos grises destellaban, como si una luz brillara a través de ellos. Volví a respirar, pues había estado conteniendo el aliento sin darme cuenta.
Al verme se le iluminó el rostro como Golden Cap cuando el sol lo acaricia. Entonces eché a correr apartando a empellones a la gente, aunque no parecía avanzar un solo milímetro. Cuando por fin llegué hasta ella la rodeé con los brazos y rompí a llorar delante de todo el pueblo; Fanny Miller nos miraba desde un puesto de verduras, y mamá vino a ver qué me había pasado, y todos los que antes murmuraban sobre mí a mis espaldas ahora hablaban abiertamente, y me daba igual.
No dijimos nada. Nos limitamos a abrazarnos, deshechas en lágrimas las dos, aunque la señorita Elizabeth no lloraba nunca. A pesar de todo lo que me había pasado -encontrar los ictis y plesis, ir con el coronel Birch al huerto, conocer a monsieur Prévost-, aquel fue el rayo que supuso mi mayor felicidad.
– Me he escapado de mis hermanas e iba a buscarte -dijo la señorita Elizabeth cuando por fin nos soltamos. Se enjugó los ojos-. Me alegro mucho de estar en casa. Nunca pensé que echaría tanto de menos Lyme.
– Tenía entendido que el médico le había dicho que no podía vivir cerca del mar porque tiene los pulmones delicados.
La señorita Elizabeth respiró hondo, contuvo el aliento y lo exhaló.
– ¿Qué saben los médicos de Londres del aire del mar? El aire de Londres es inmundo. Aquí estoy mucho mejor. Además, nadie puede separarme de mis peces. Por cierto, gracias por la caja de peces que me dejaste. Son una maravilla. Ven, vamos al mar. Lo he visto muy poco, porque Margaret, Louise y Bessy no me dejan salir de casa. Se preocupan demasiado por mí.