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Jane Austen visitó Lyme en septiembre de 1804, y no hay ningún motivo por el que no pudiera coincidir con Margaret Philpot en los salones. De hecho, conoció a Richard Anning, ya que fue a su taller para preguntarle cuánto le cobraría por el arreglo de la tapa rota de un baúl. Según una carta que escribió a su hermana, Anning pedía mucho y encargó el trabajo a otro profesional.

Las huellas de la vida es una obra de ficción, pero muchas de las personas que figuran en ella existieron realmente y ciertos episodios, como la subasta del coronel Birch y la reunión de la Sociedad Geológica en la que Conybeare habló del plesiosaurio, tuvieron lugar de verdad. Y, en efecto, Mary escribió al pie de un artículo que había copiado: «Cuando escriba un artículo solo habrá un prólogo». Por desgracia, no llegó a escribir ninguno.

Las posturas del siglo XXI respecto al tiempo y nuestras expectativas de un relato son muy distintas de la vida de Mary Anning. Ella se pasaba día tras día, año tras año, haciendo lo mismo en la playa. He tomado los hechos de su vida y los he condensado para que encajen en una narración que no agote la paciencia del lector. De ahí que los acontecimientos, pese a estar dispuestos en orden, no siempre coincidan exactamente con las fechas y períodos de tiempo reales. Además, cómo no, he inventado muchas cosas. Por ejemplo, si bien surgieron rumores sobre Mary y Buckland y Mary y Birch, no hay pruebas de que hubiera algo entre ellos. Es ahí donde solo un novelista puede intervenir.

Me gustaría dar las gracias a las siguientes personas y entidades: al personal de las bibliotecas de la Sociedad Geológica y el Museo de Historia Natural de Londres; al personal del Museo Philpot de Lyme Regis, el Museo del Condado de Dorset y el Centro de Historia de Dorset, de Dorchester; al Museo del Dinosaurio de Dorchester, don-de descubrí a Mary Anning; a Philippe Taquet, del Museo Nacional de Historia Natural de París; a Paul Jeffery, del Museo de Historia Natural de la Universidad de Oxford; a Maureen Stollery, por su ayuda con la genealogía de los Philpot; a Alexandria Lawrence, Jonny Geller, Deborah Schneider, Susan Watt, Carole DeSanti y Jonathan Drori.

Pero sobre todo me gustaría dar las gracias a tres personas. Hugh Torrens, que sabe de Mary Anning más que nadie, se mostró muy cordial conmigo. Jo Draper, que lleva su erudición con ligereza y gran sentido del humor, se portó conmigo como una santa abriendo los archivos del Museo Philpot y mandándome información sobre todo. Paddy Howe, extraordinario buscador de fósiles, me dio muchos fósiles, me llevó a la playa entre Lyme y Charmouth a buscar más, y me instruyó con paciencia, inteligencia y amenidad.

Tracy Chevalier

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