Louise lo estaba menos. No dijo nada en los salones de celebraciones, pero más tarde, cuando nos preparábamos para acostarnos -habíamos dejado a Margaret bailando después de que unos amigos nos prometieran que la acompañarían a casa-, declaró:
– A él le preocupan mucho las apariencias.
Coloqué el gorro de dormir sobre mi pobre cabello y me metí en la cama.
– A Margaret también.
Aunque era tarde para leer, no apagué la vela y observé cómo las telas de araña ondeaban en el techo con el calor que desprendía la llama.
– No se trata de su ropa, aunque sea un reflejo de su forma de pensar -dijo Louise-. Quiere que las cosas sean formales.
– Nosotras somos formales -protesté.
Louise apagó su vela.
Sabía a qué se refería. Yo también lo había notado cuando me presentaron a James Foot. Era educado y franco… y convencional. Traté de comportarme con él de la forma más insulsa posible. Mientras hablábamos, posó la mirada en el escote deshilachado de mi vestido violeta y tuve la impresión de que en su mente se formaba un juicio, una información que guardaría para reflexionar sobre ella más adelante.
Pensando en Margaret intenté conducirme con la mayor corrección cuando James Foot nos visitó un día en Morley Cottage. El también se mostró muy atento. Pidió a Louise que le enseñara el jardín y se ofreció a mandarle esquejes de sus hortensias cuando observó que no tenía ninguna. Ella no le dijo que las detestaba. Mostró interés por examinar mi colección de fósiles, y sabía más del tema que Henry Hoste Henley. Cuando me recomendó que fuera a Eype, situada hacia el este, en la costa, cerca de Bridport, a buscar ofiuras, añadió que podía visitar la granja que él tenía cerca. Yo, por mi parte, reprimí el deseo de hacerle algunas preguntas sobre fósiles y dejé que condujera la conversación, que fue bastante agradable.
Cuando se marchó, Margaret estaba tan aturdida que la llevamos al mar para que se bañara, con la esperanza de que el frío la espabilara. Louise y yo nos quedamos en la orilla mientras ella chapoteaba.
Habíamos empujado mar adentro la caseta de playa movible, un pequeño armario colocado sobre un carro, para ofrecerle intimidad, y Margaret nadaba con la caseta puesta entre ella y la orilla, guardando su pudor. Un par de veces vislumbramos un brazo o una salpicadura cuando pateaba el agua.
Eché un vistazo a los guijarros, aunque no esperaba encontrar fósiles entre trozos de pedernal.
– Creía que la visita había ido muy bien -comenté, consciente de mi escaso entusiasmo.
– No se casará con ella -aseguró Louise.
– ¿Por qué no? Margaret es tan buena como cualquier otra, y mucho mejor que muchas.
– Margaret aportaría poco dinero al matrimonio. Puede que a él eso no le importe, pero, si no hay dinero, el carácter de la familia con la que emparenté cobra importancia.
– Pero hoy nos hemos portado bien, ¿no? Hemos hablado de sus temas favoritos, nos hemos mostrado agradables pero no demasiado inteligentes. Y él se ha mostrado interesado por nosotras…, ha pasado un buen rato contigo en el jardín.
– No hemos coqueteado con él.
– Desde luego que no. ¡Gracias a Dios, eso hemos podido dejárselo a Margaret!
Aunque protesté, sabía a qué se refería Louise. Las mujeres deben entablar conversaciones chispeantes con el pretendiente de su hermana, adoptar una ligera intimidad que preludia un vínculo familiar. A pesar de que me había propuesto actuar ante James Foot, me había mostrado torpe y apagada, en lugar de como un miembro de la familia que se conduce con cordialidad natural. Él temería cada ocasión -como ya me ocurría a mí-en la que tuviéramos que repetir esas conversaciones. Me había resultado tedioso tener que andar con pies de plomo para complacer a un caballero durante una tarde. Des-pues de poco más de un año en Lyme, había llegado a apreciar la libertad de la que podía disfrutar allí una solterona sin familiares varones. A esas alturas me parecía más natural que veinticinco años de vida convencional en Londres.
Por supuesto, Margaret opinaba de forma distinta. Observé cómo flotaba boca arriba por un momento, moviendo las manos como si fueran algas. Debía de estar contemplando el cielo vespertino, que empezaba a teñirse de rojo, y pensando en James Foot. Me estremecí.
Tal vez habría logrado moderar mi conducta por el bien de Margaret y me habría acostumbrado a la compañía de James Foot sin considerarla siempre una carga. Sin embargo, pocas semanas más tarde tuve un encuentro con él en la playa que dio al traste con todos mis intentos previos de ser una hermana benevolente.
Richard Anning acababa de regalar a su hija un martillo especial que él mismo había fabricado, con las puntas de madera revestidas de metal. Mary tenía muchas ganas de enseñarme a usarlo para abrir de un tajo piedras de forma romboidal llamadas nódulos a fin de dejar al descubierto amonites cristalizados y, a veces, peces. No le dije que nunca había manejado un martillo, pero debió de darse cuenta al ver la torpeza de mis primeros intentos por blandido. No hizo ningún comentario; se limitó a corregirme hasta que mejoré, como una joven profesora con una paciencia sorprendente.
Aunque era un día agradable de septiembre, soplaba una brisa fría que me recordó que el otoño ya había ahuyentado al verano. Estaba arrodillada, dando golpes secos al borde de un nódulo que había colocado sobre una piedra plana. Mary, inclinada hacia delante, observaba y me daba indicaciones.
– Dele, señorita Elizabeth. No demasiado fuerte o no la partirá bien. Ahora corte esa punta para que pueda apoyarla y sujetarla. ¡Oh! ¿Se ha hecho daño, señorita?
Se me había resbalado el martillo y me había golpeado en la punta del dedo índice. Me lo metí en la boca para chuparlo y aliviar el dolor.
En ese momento oí detrás un ruido de piedras y cometí el error de volverme con el dedo todavía en la boca. A unos metros de distancia, James Foot me miraba con una expresión extraña de repugnancia en la cara cubierta de una máscara de cortesía. Me saqué el dedo de la boca con el sonido de un taponazo que me hizo ruborizar de vergüenza.
James Foot me tendió la mano para ayudarme. Mientras me ponía en pie con dificultad, Mary retrocedió, sabiendo instintivamente la distancia respetuosa que debía guardar pero sin dejar de ser mi guía y acompañante.
– Estaba abriendo esta piedra para ver si tiene un amonites dentro -expliqué.
Sin embargo, James Foot no bajó la vista hacia el nódulo. Estaba mirando fijamente mis guantes. Solía ponérmelos -como, por otro lado, toda dama cuando salía de casa, hiciera el tiempo que hiciese-, para protegerme las manos del frío y del barro seco. Durante mis primeras salidas en busca de fósiles había estropeado varios pares, que habían quedado manchados de arcilla de caliza liásica y agua del mar. Ahora reservaba unos para usarlos en la playa. Eran de cabritilla color marfil y estaban sucios y endurecidos por el agua; les había cortado los dedos hasta los nudillos para manipular objetos con mayor facilidad. Eran raros y feos, pero útiles. Llevaba conmigo un par de guantes más respetables que me ponía cuando se acercaba alguien, pero James Foot no me había dado tiempo a enfundármelos.