Peter James
Las Huellas Del Hombre Muerto
Dead Man's Footsteps (2008)
Roy Grace 4
Para Dave Gaylor
Parte de esta historia se desarrolla durante los días en torno a los terribles sucesos del 11-S. Con el máximo respeto a las víctimas y a todas las personas que perdieron a un ser querido.
1
Si al despertarse aquella mañana Ronnie Wilson hubiera sabido que al cabo de sólo un par de horas estaría muerto, habría planeado el día de una forma algo distinta.
Para empezar, quizá no se habría molestado en afeitarse. O no habría malgastado tantos de esos preciados minutos engominándose el pelo y luego arreglándoselo hasta quedar satisfecho. Tampoco habría empleado tanto tiempo en sacar brillo a los zapatos o en ajustarse el nudo de la cara corbata de seda hasta que estuvo perfecta. Y seguro que no habría pagado la cantidad exorbitante de dieciocho dólares -que en realidad no podía permitirse- para que le plancharan el traje en una hora.
Decir que era felizmente ajeno al destino que le esperaba sería una exageración: todas las formas de alegría habían desaparecido de su paleta de emociones hacía tanto tiempo que ya ni sabía qué era ser feliz. Ya ni siquiera sentía felicidad durante esos fugaces segundos finales del orgasmo, en las raras ocasiones en que él y Lorraine hacían el amor. Era como si sus huevos estuvieran tan adormecidas como el resto de su cuerpo.
De hecho, últimamente -y para incomodidad de Lorraine- cuando la gente le preguntaba cómo estaba, le había dado por contestar encogiéndose brevemente de hombros y decir: «Mi vida es una mierda».
La habitación del hotel también era una mierda. Era tan pequeña que si te caías ni siquiera tocabas el suelo. Era la habitación más barata del W, pero al menos la dirección le ayudaba a guardar las apariencias. Una persona que se hospedara en un W en Manhattan era alguien, aunque durmiera en el cuarto de la limpieza.
Ronnie sabía que debía adoptar una actitud y un humor más positivos. La gente reaccionaba a las vibraciones que transmitían los demás, en particular cuando pedían dinero. Nadie iba a prestar dinero a un perdedor, ni siquiera a un viejo amigo; al menos no la cantidad que él necesitaba en estos momentos. Y, sin duda, no este viejo amigo en particular.
Miró por la ventana para ver qué tiempo hacía, estirando el cuello hacia el escarpado precipicio gris del edificio que había al otro lado de la calle 39 hasta que consiguió ver la franja estrecha de cielo. Comprobar que hacía una mañana espléndida no sirvió para subirle la moral. Sólo sentía como si todas las nubes hubieran abandonado ese vacío azul y ahora estuvieran en su corazón.
Su reloj Bulgari de imitación le dijo que eran las 7.43. Lo había comprado en Internet por 40 libras, pero bueno, ¿quién podía distinguir que no era auténtico? Había aprendido hacía mucho tiempo que los relojes caros transmitían un mensaje importante a la gente que intentabas impresionar: si un detalle como el tiempo te preocupaba lo suficiente como para comprarte uno de los mejores relojes del mundo, seguramente te preocuparías igual por el dinero que iban a confiarte. Las apariencias no lo eran todo, pero importaban mucho.
Bueno, las 7.43. Hora de ponerse en marcha.
Cogió su maletín Louis Vuitton -también de imitación-, lo colocó encima del trolley y se marchó de la habitación arrastrando el equipaje. Salió del ascensor en la planta baja y pasó por delante del mostrador de recepción intentando pasar desapercibido. Sus tarjetas estaban tan fundidas que seguramente no tenía crédito suficiente para pagar la factura del hotel, pero ya se preocuparía de aquello más tarde. Estaban a punto de embargarle el BMW -el ostentoso descapotable azul con el que a Lorraine le gustaba pasearse, para impresionar a sus amigas- y el banco iba a ejecutar la hipoteca sobre su casa. La reunión de hoy, pensó sombríamente, era su última oportunidad. Iba a reclamar una promesa. Una promesa hecha diez años atrás.
Sólo esperaba que no hubiera caído en el olvido.
Sentado en el metro, con las maletas entre las piernas, Ronnie se percató de que algo se había torcido en su vida, pero no sabía exactamente qué. Muchos de sus compañeros de colegio habían cosechado grandes éxitos en sus campos, pero él había ido de traspiés en traspiés, desesperándose cada vez más. Asesores financieros, promotores inmobiliarios, contables, abogados… tenían sus enormes casas fardonas, sus esposas trofeo, sus hijos perfectos. ¿Y qué tenía él?
A la neurótica de Lorraine, que se gastaba el dinero que su marido no tenía en infinidad de tratamientos de belleza que no necesitaba en absoluto, en ropa de diseño que no podían permitirse de ningún modo y en almuerzos ridículamente caros a base de hojas de lechuga y agua mineral con sus amigas anoréxicas, muchísimo más ricas que ellos, en el restaurante chic que se hubiera puesto de moda aquella semana. Y a pesar de desembolsar una fortuna en tratamientos de fertilidad, seguía siendo incapaz de darle el hijo que tanto deseaba. En realidad, el único gasto que él había aprobado fue que se pusiera más tetas.
Pero por supuesto, Ronnie era demasiado orgulloso para reconocer el lío en el que se había metido. Y como era optimista hasta la médula, siempre creía que la solución estaba a la vuelta de la esquina. Igual que un camaleón, se confundía perfectamente en su entorno. Como vendedor de coches usados, luego de antigüedades y agente inmobiliario, solía vestir de punta en blanco y tenía el don de la palabra, que era, por desgracia, mejor que su visión para las finanzas. Después de que el negocio de la agencia inmobiliaria se fuera a pique, se pasó rápidamente a la promoción inmobiliaria, donde estaba convincente en vaqueros y americana. Luego, cuando los bancos ejecutaron la hipoteca sobre su urbanización de veinte casas, que se quedó encallada por problemas de planificación, se reinventó una vez más a sí mismo como asesor financiero para gente rica. Ese negocio también se hundió.
Ahora estaba aquí con la esperanza de convencer a su viejo amigo Donald Hatcook de que conocía el secreto para ganar dinero con la próxima gallina de los huevos de oro: el biodiésel. Se rumoreaba que Donald se había embolsado más de mil millones de dólares con los derivados -fuera lo que fuese eso- y sólo había perdido unos míseros doscientos mil al invertir en la agencia inmobiliaria de Ronnie diez años atrás. Tras afirmar que aceptaba la responsabilidad de su amigo por el fracaso de la empresa, había asegurado a Ronnie que algún día volvería a respaldarlo.
Sin duda, Bill Gates y todos los demás emprendedores del planeta estaban buscando el modo de entrar en el nuevo mercado de los biocombustibles respetuosos con el medio ambiente -y disponían del dinero para invertir y convertirlo en una realidad-, pero Ronnie creía haber encontrado un nicho de mercado. Lo único que tenía que hacer esta mañana era convencer a Donald. Este era astuto, lo vería. Se apuntaría. Como decían en Nueva York, debería ser pan comido.
De hecho, a medida que el metro avanzaba hacia el centro, mientras ensayaba mentalmente el discurso que había preparado para Donald, la confianza de Ronnie iba en aumento. Se sentía metiéndose en la piel del personaje de Michael Douglas en Wall Street: Gordon Gecko. Y tenía su mismo aspecto, igual que la docena de profesionales de Wall Street vestidos impecablemente que había sentados a su alrededor en ese vagón que no dejaba de dar bandazos a un lado y a otro. Si cualquiera de ellos tenía sólo la mitad de sus problemas, los ocultaban bien. Qué seguros parecían todos de sí mismos, maldita sea. Si se hubieran molestado en mirarle habrían visto a un tipo alto, delgado, guapo y con el pelo engominado hacia atrás que parecía igual de seguro que ellos.
Decían que si no habías triunfado a los cuarenta no ibas a triunfar nunca. Dentro de sólo tres semanas, Ronnie cumpliría cuarenta y tres años.