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Un escalofrío recorrió su cuerpo. Se quedó quieta.

Las sirenas sonaban más alto.

Casi nadie se movía. Sólo algunas personas corrían ahora hacia el edificio. Vio un coche de bomberos con una escalera larga, oyó las sirenas ululando, gimiendo, atravesando el aire.

Volvió a marcar el número de Ronnie. Comunicaba. Otra vez: comunicaba. Siempre comunicaba.

Volvió a llamar a su hermana.

– No consigo hablar con él -dijo llorando.

– Estará bien, Lori. Ronnie es un superviviente, no le habrá pasado nada.

– ¿Cómo…? ¿Cómo ha sucedido algo así? -preguntó Lorraine-. ¿Cómo ha podido hacer un avión algo así? Quiero decir…

– Seguro que está bien. Es horrible, increíble. Es como una de esas… Ya sabes… esas películas… esas películas de desastres.

– Voy a colgar. Puede que esté intentando hablar conmigo. Volveré a llamarle.

– ¿Me llamarás cuando consigas hablar con él?

– Sí.

– ¿Me lo prometes?

– Sí.

– No le ha pasado nada, cielo, te lo aseguro.

Lorraine volvió a colgar, paralizada por las imágenes que veía en el televisor. Se quedó mirándolas mientras marcaba el teléfono de Ronnie otra vez. Pero sólo consiguió pulsar la mitad del número.

11

Octubre de 2007

– ¿Soy el amor de tu vida? -le preguntó ella-. ¿Lo soy, Grace? ¿Lo soy?

– Sí.

Sonrieron.

– No me mientes, ¿verdad, Grace?

Habían comido y bebido mucho en La Coupole en St. Germain, luego habían paseado por el Sena esa tarde gloriosa de junio antes de regresar al hotel.

Parecía que siempre hacía buen tiempo cuando estaban juntos. Igual que ahora: Sandy estaba delante de él, en su bonito dormitorio, bloqueando la luz del sol que entraba a raudales por las ventanas con postigos. Sus mechones rubios caían a cada lado de su rostro pecoso, rozándole las mejillas. Luego sacudió el cabello delante de él, como quitando el polvo a su cara.

– ¡Eh! Tengo que leer este informe de la fiscalía… Yo…

– Qué aburrido eres, Grace. ¡Siempre tienes que leer! ¡Estamos en París! ¡De fin de semana romántico! -Le dio un beso en la frente-. ¡Trabajo, trabajo, trabajo! -Le dio otro-. ¡Eres tan, tan, tan aburrido!

Sandy bailó hacia atrás, alejándose de sus brazos extendidos, provocándole. Llevaba un vestido de tirantes brevísimo y los pechos casi le salían por arriba. Vislumbró sus piernas largas y bronceadas mientras se subía el dobladillo por los muslos y, de repente, se puso muy caliente.

Ella avanzó hacia él, acercándose, y le cogió la polla.

– ¿Es toda para mí, Grace? ¡Me encanta! ¡Esto sí que es estar duro!

De repente, el brillo del sol hizo que resultara difícil verle la cara. Entonces, todos sus rasgos desaparecieron por completo y Roy se descubrió mirando un óvalo negro sin expresión, enmarcado por una cabellera rubia ondulada, como un eclipse de sol. Sintió una punzada de pánico, incapaz por una milésima de segundo de recordar siquiera la cara de Sandy.

Entonces la vio con claridad.

Grace sonrió.

– Te quiero más que a nada en…

Entonces fue como si el sol se ocultara detrás de una nube. La temperatura bajó en picado. Se quedó totalmente pálida, como si estuviera enferma, muriéndose.

Grace pasó los brazos alrededor de su cuello y la estrechó con fuerza.

– ¡Sandy! ¡Sandy, cariño! -dijo con insistencia.

Olía raro. Tenía la piel dura y, de repente, vio que no era la piel suave de Sandy. Olía a rancio, a descomposición, a tierra y a naranjas amargas.

Entonces la luz se apagó del todo, como si alguien hubiera desenchufado la lámpara.

Roy oyó el eco de su voz en el aire frío y vacío.

– ¡Sandy! -gritó, pero el sonido quedó atrapado en su garganta.

Entonces volvió a encenderse la luz. La luz severa de la sala de autopsias. Miró sus ojos otra vez. Y chilló.

Estaba mirando los ojos de un cráneo. Sujetando un esqueleto entre sus brazos, un cráneo de dientes perfectos que le sonreía.

– ¡Sandy! -gritó-. ¡Sandy!

En ese instante la luz cambió: un resplandor amarillo suave. Un muelle crujió y oyó una voz.

– ¿Roy?

Era la voz de Cleo.

– ¿Roy? ¿Estás despierto?

Grace estaba mirando al techo, confuso, parpadeando, sudando a mares.

– ¿Roy?

Estaba temblando.

– Yo… Yo…

– Estabas gritando muy fuerte.

– Lo siento. Lo siento.

Cleo se incorporó con su larga cabellera rubia alborotada en torno a su rostro, que estaba pálido del sueño y el susto. Apoyada sobre un brazo, lo miró con una expresión extraña, como si Grace le hubiera hecho daño. Sabía lo que iba a decirle antes incluso de que volviera a hablar.

– Sandy. -Había reproche en su voz-. Otra vez.

Grace la miró. El mismo tono de pelo que Sandy, el mismo azul de ojos; quizás un toque más de gris que Sandy, un toque más de acero. Había leído una vez que los hombres afligidos o divorciados se enamoraban a menudo de alguien que se parecía a su mujer. Hasta ahora no se le había ocurrido pensar en ello. Pero no se parecían en nada. Sandy era guapa, pero más dulce, no tenía una belleza clásica como la de Cleo.

Grace miró el techo blanco y las paredes blancas del dormitorio de Cleo. Miró el tocador de madera lacado en negro que estaba muy deteriorado. A ella no le gustaba ir a casa de Roy, porque notaba demasiado la presencia de Sandy, y prefería que se vieran aquí, en su casa.

– Lo siento -dijo él-. Sólo era un mal sueño. Una pesadilla.

Cleo le acarició la mejilla con ternura.

– Tal vez deberías volver a ver a ese loquero que tenías antes.

Grace sólo asintió y al final se sumió en un sueño agitado, inquieto; le daba miedo volver a soñar.

12

Octubre de 2007

Los espasmos empeoraban por segundos, se volvían más y más dolorosos y llegaban a intervalos cada vez más frecuentes. Ahora cada pocos minutos. Quizá fuera una sensación parecida a dar a luz.

Su reloj marcaba las 3.08 de la madrugada. Abby llevaba casi nueve horas en el ascensor. Tal vez estaría aquí encerrada hasta el lunes, si el aparato no se soltaba y se precipitaba al suelo.

«De puta madre, joder. ¿Qué tal el fin de semana? Yo lo he pasado en un ascensor. Estuvo guay. Tenía un espejo y un panel de botones y un techo de cristal sucio con bombillas y un rayón en la pared que parecía como si alguien hubiera comenzado a grabar una esvástica pero luego hubiera cambiado de opinión. Y un cartel de algún capullo que no sabía escribir y que evidentemente tampoco sabía mantener el puto aparato en buen funcionamiento.»

En caso de averia

yamar al 013 228 7828

o marcar el 112

Estaba temblando de rabia y tenía la garganta seca, dolorida de tanto gritar, y casi se había quedado sin voz. Tras un descanso, se puso en pie una vez más. Ya no le importaba provocar que el aparato se balanceara y desplazara, tenía que salir de allí y no quedarse esperando a que el cable se rompiera o los grilletes cedieran, o lo que fuera a provocarle la muerte al precipitarse al vacío.

– Lo estoy intentando, cabrones -dijo con la voz ronca, mirando el cartel, sintiendo que las paredes se cerraban sobre ella de nuevo. Se acercaba otro ataque de pánico.

El teléfono del ascensor seguía sin dar señales de vida. Sujetaba el móvil junto a su cara, respirando hondo, intentando calmarse, deseando con todas sus fuerzas que apareciera una señal, maldiciendo a la compañía telefónica, maldiciéndolo todo. Notaba el cuero cabelludo tan tenso alrededor del cráneo que se le nublaba la vista y ahora las malditas ganas de mear habían vuelto. Era como si un tren cruzara a toda velocidad sus entrañas.