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La primera parte del desnivel era una pendiente corta y pronunciada llena de árboles. Acababa en un borde cubierto de hierba, unos seis metros más abajo, y luego caía unos cien metros, hacia las rocas y el agua. A Grace le dio mucha impresión y retrocedió hasta donde se sentía más seguro. Entonces volvió a oír el grito.

– ¡Socorro! ¡Dios mío, socorro! ¡Ayudadme, por favor!

Era Cassian Pewe, comprendió. Pero no le veía.

Enfrentándose a su miedo, caminó despacio otra vez hacia el borde, miró abajo y gritó:

– ¿Cassian? ¿Dónde estás?

– Ayúdame. Por favor, ayúdame. Ayúdame, Roy, por favor.

Grace miró hacia atrás desesperado, pero todos los demás parecían ocupados con la furgoneta y el Honda, que parecía a punto de arder.

Volvió a mirar abajo.

– ¡Ya voy! Por el amor de Dios, ya voy.

El terror que teñía la voz del hombre le impulsó a actuar. Respirando hondo, se inclinó, agarró una rama y la evaluó, esperando que resistiera. Luego se balanceó por encima del borde. Al instante, sus zapatos de piel resbalaron en la hierba mojada, el brazo con el que se agarraba a la rama se le desencajó y sintió un dolor atroz. Y en ese momento se dio cuenta de que lo único que impedía que se deslizara por aquel desnivel pronunciado hasta el borde del acantilado, y cayera en el olvido, era esta única rama a la que se aferraba con la mano derecha.

Y ahora comenzaba a ceder. Notaba cómo se desprendía.

Estaba verdaderamente aterrado.

– ¡Ayúdame, por favor! ¡Me estoy cayendo! -volvió a gritar Pewe.

Presa del pánico, Roy encontró deprisa otra rama y, luego, agarrándose a ella mientras el viento lo zarandeaba, como si intentara tirarle por el acantilado, bajó un poco más.

«No mires abajo», se dijo.

Se golpeó el dedo del pie con la ladera y encontró un pequeño lugar resbaladizo donde apoyarse. Luego encontró otra rama. Ahora estaba junto al chasis sucio y parcialmente hundido de su coche. Las ruedas habían dejado de girar y el vehículo se columpiaba como un balancín.

– Cassian, ¿dónde demonios estás? -gritó, intentando no mirar más allá del coche.

El viento se llevó al instante sus palabras.

La voz de Pewe quedaba amortiguada por el terror.

– Debajo. Te veo. ¡Date prisa, por favor!

De repente, horrorizado, Roy vio que la rama a la que se agarraba cedía. Por un momento terrible, pensó que iba a caer. Buscó otra a toda prisa y la cogió, pero se partió. Estaba cayendo, deslizándose al lado del coche. Deslizándose hacia el borde de hierba y el vacío. Asió otra rama, llena de hojas afiladas, que le resbaló por la palma de la mano y se la quemó, pero era joven, mullida y fuerte. Aguantó, pero casi se le soltó el brazo. Entonces encontró otra rama con la mano izquierda y se aferró a ella desesperadamente. Aliviado, comprobó que era más robusta.

Oyó gritar a Pewe otra vez.

Vio una sombra enorme encima de él. Era su coche. Colgado a seis metros sobre su cabeza, como una plataforma, meciéndose peligrosamente. Pewe estaba suspendido boca abajo de la puerta del copiloto, los pies enrollados en el cinturón de seguridad, que era lo único que impedía que se despeñara.

Grace miró abajo y al instante deseó no haberlo hecho. Estaba justo en el borde del acantilado. Miró un momento el agua que se estrellaba contra las rocas. Notó la gran fuerza de la gravedad en los brazos y el viento feroz e incesante que lo azotaba. Un resbalón. Sólo un resbalón.

Jadeando, aterrado, comenzó a dar puntapiés en el terreno para tener donde apoyarse. De repente, la rama que sujetaba con la mano derecha se movió un poco. Dio otra patada más fuerte a la tierra de caliza mojada y al cabo de unos momentos había hecho un espacio lo bastante grande como para meter el pie y auparse.

Pewe volvió a gritar.

Intentaría ayudarle enseguida, pero primero debía intentar salvarse él. Muerto no iba a servir de ayuda a ninguno de los dos.

– ¡Roooooy!

Dio patadas con el pie izquierdo, para cavar otro agujero. Al cabo de un rato, con los dos pies bien asentados, se sintió un poco mejor, aunque no del todo seguro.

– ¡Me estoy cayendo, Rooooy! Dios mío, sácame de aquí. Por favor, no me dejes caer. No me dejes morir.

Roy estiró el cuello, tomándose su tiempo para cada movimiento, hasta que vio la cara de Pewe a unos tres metros encima de él.

– ¡Mantén la calma! -gritó-. Intenta no moverte.

Oyó un crujido fuerte cuando una rama cedió. Miró deprisa arriba y vio que el coche se balanceaba. Descendió varios centímetros, meciéndose más peligrosamente aún. Mierda. El puto coche iba a aplastarle.

Con cuidado, centímetro a centímetro, sacó su radio, aterrado por si se le caía, y llamó para pedir ayuda. Le aseguraron que ya estaba en camino, que ya estaba organizándose un helicóptero de rescate.

«Dios mío. Tardará una eternidad en llegar.»

– ¡Por favor, no me dejes morir! -sollozó Pewe.

Miró hacia arriba, examinando el cinturón con cuidado y tan bien como pudo. Parecía bien enrollado en el pie de su compañero. El viento mantenía abierta la puerta abollada. Luego miró cómo se mecía el coche. Demasiado. Las ramas comenzaban a ceder, crujían, se rompían. Era un sonido terrible. ¿Cuánto tiempo iban a aguantar? Cuando cedieran, el coche se deslizaría boca abajo por la pendiente, tan pronunciada como una rampa de saltos de esquí, y caería al vacío por el acantilado.

Pewe empeoraba las cosas al doblar el cuerpo cada rato, intentando levantarse, pero era imposible que pudiera conseguirlo.

– Cassian, deja de retorcerte -gritó Grace, con la voz casi ronca-. Trata de quedarte quieto. Necesito ayuda para auparte. No me atrevo a hacerlo solo. No quiero arriesgarme a que el coche se desplace.

– ¡Por favor, no me dejes morir, Roy! -dijo Pewe llorando, retorciéndose como un pez en un anzuelo.

Hubo otra ráfaga feroz. Grace se agarró a las ramas con fuerza, el viento llenaba su chaqueta, tirando de ella como de una vela, dificultándole todavía más las cosas. Durante varios momentos, hasta que el viento amainó, no se atrevió a mover ni un músculo.

– No vas a dejarme morir, ¿verdad, Roy? -le suplicó Pewe.

– ¿Sabes qué, Cassian? -le respondió Grace gritando-. En realidad me preocupa más mi maldito coche.

120

Octubre de 2007

Grace bebió un sorbo de café. Eran las ocho y media de la mañana del lunes y acababan de comenzar la reunión informativa número quince de la Operación Dingo. Llevaba una tirita en la frente, que cubría el corte profundo que había requerido cinco puntos de sutura, apósitos para las ampollas en las palmas de las dos manos y no tenía ningún hueso del cuerpo que no le doliera.

– Dicen por ahí que ahora atacarás el Everest, Roy -bromeó uno de los policías presentes en la sala.

– Sí, y el comisario Pewe ha solicitado trabajo de funámbulo en un circo -contestó Roy, incapaz de borrar la sonrisita de sus labios.

Pero en el fondo, todavía estaba conmocionado. Y en realidad no había muchos motivos para sonreír. Tenían a Chad Skeggs encerrado en el bloque de detención, de acuerdo. Abby Dawson y su madre estaban a salvo y, milagrosamente, nadie había resultado herido grave el viernes. Pero todo aquello era secundario. Estaban investigando el asesinato de dos mujeres y su principal sospechoso podía estar en cualquier parte. Aunque siguiera en Australia, podía estar utilizando una identidad completamente distinta y, como ya había demostrado, las identidades nuevas no parecían ser un problema para Ronnie Wilson.

Sólo había un rayo de esperanza.

– Hemos obtenido una especie de novedad en Melbourne -prosiguió-. He hablado con Norman esta mañana. Hoy han interrogado a una mujer que afirma haber sido muy amiga de Maggie Nelson, la mujer que creemos que era Lorraine Wilson.