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Dos pisos más abajo, en los jardines cuidados, un jardinero trabajaba con una especie de aspirador recogiendo hojas. Un anciano con un impermeable nuevo caminaba despacio y a sacudidas alrededor del perímetro de un estanque ornamental, lleno de carpas koi, pinchando el suelo con cautela con su andador, como si anduviera por un campo de minas. Una señora menuda de pelo blanco estaba sentada en un banco en la parte más alta de la extensión escalonada, envuelta en un abrigo de cuadros escoceses, examinando atentamente el Daily Telegraph.

La residencia Bexhill Lawns era más cara que la primera que había previsto reservar, pero podía acoger a su madre enseguida y, ¿a quién le importaba ahora lo que costara?

Además, era un placer verla tan contenta y tan bien aquí. Resultaba difícil creer que dos semanas atrás hubiera entrado en esa furgoneta y hubiera visto el rostro perplejo de su madre asomando por la alfombra enrollada. Ahora parecía una persona nueva, había vuelto a la vida. Como si, de algún modo, todo lo que había pasado la hubiera fortalecido.

Abby giró la cabeza para mirarla. Notaba el mismo nudo de siempre en la garganta cuando se despedía de su madre. Siempre le asustaba que fuera la última vez que la veía.

Mary Dawson estaba sentada en el sofá de dos plazas de la habitación grande y bien equipada, llenando una inscripción para uno de los concursos de sus revistas. Abby se acercó a ella, puso tiernamente una mano en su hombro y la miró.

– ¿Cuál es el premio? -le preguntó, la voz entrecortada mientras transcurrían sus últimos y preciados minutos juntas. El taxi llegaría pronto.

– ¡Quince días en Mauricio en un hotel de lujo para dos!

– Pero mamá, ¡si ni siquiera tienes pasaporte! -la reprendió Abby con buen humor.

– Ya lo sé, querida, pero tú podrías conseguirme uno sin problemas si lo necesitara, ¿verdad? -Lanzó una mirada extraña a su hija.

– ¿Qué quieres decir?

– Sabes exactamente qué quiero decir, querida -contestó su madre sonriendo como una niña picara.

Abby se sonrojó. Su madre siempre había sido más lista que una ardilla. Nunca había podido esconderle nada demasiado tiempo, desde que era pequeña.

– No te preocupes -añadió su madre-. No voy a ir a ninguna parte. Está la alternativa del premio en metálico.

– Me encantaría sacarte el pasaporte -dijo Abby, que se sentó en el sofá, pasó un brazo alrededor de sus hombros frágiles y le dio un beso en la mejilla-. Me encantaría que vinieras conmigo.

– ¿Adónde?

Abby se encogió de hombros.

– Cuando me instale en alguna parte.

– ¿Y aparecer yo para cortarte las alas?

Abby soltó una carcajada nostálgica.

– Tú nunca me cortarías las alas. -Tu padre y yo nunca fuimos mucho de viajar. Cuando tu difunta tía, Anne, se trasladó a Sydney hace años, no dejaba de decirnos lo maravilloso que era aquello y que debíamos mudarnos allí. Pero tu padre siempre decía que sus raíces estaban aquí. Y las mías también. Pero estoy orgullosa de ti, Abby. Mi madre solía decir que una madre era para cien hijos, pero que cien hijos no eran para una madre. Tú has demostrado que se equivocaba. -Abby contuvo las lágrimas-. Estoy muy orgullosa de ti. Una madre no podría pedir mucho más de una hija. Excepto una cosa quizá. -La miró burlonamente.

– ¿Qué?-Abby sonrió, sabía lo que diría.

– Nietos.

– Algún día, quizá. Quién sabe. Entonces sí que tendrás que sacarte el pasaporte y estar conmigo.

Su madre volvió a mirar el formulario para el concurso unos momentos.

– No -dijo, y meneó la cabeza con firmeza. Entonces dejó el bolígrafo, cogió la mano de su hija entre sus dedos huesudos y manchados y se la apretó con fuerza.

A Abby le sorprendió su fuerza.

– Si alguna vez decides ser madre, querida Abby, recuerda siempre una cosa. Primero tienes que dar raíces a tus hijos. Luego, dejarlos volar.

122

Noviembre de 2007

Una hora y media después de dejar a su madre, Abby arrastró la maleta con casi todo lo que iba a llevarse de Brighton por el andén de la estación de Gatwick y subió las escaleras mecánicas hasta el vestíbulo de llegadas. Entonces la guardó en la consigna de equipajes.

Con su bolso y el único sobre acolchado que el sargento Branson le había devuelto el sábado, que iba dentro de una bolsa de plástico, se acercó al mostrador de billetes de Easyjet y se unió a una cola corta. Era mediodía.

En su despacho, Roy Grace leía una pila enorme de informes que Norman Potting y Nick Nicholl le habían enviado por fax desde Australia durante las últimas veinticuatro horas. Se sentía un poco culpable por retener a Nicholl tanto tiempo allí, pero la lista de contactos que la amiga de Lorraine Wilson les había proporcionado era demasiado buena para pasarla por alto.

Sin embargo, a pesar de todo, aún no tenían ninguna pista positiva sobre dónde estaba Ronnie Wilson.

Miró su reloj: las 13.20. El almuerzo, que Eleanor le había ido a buscar al ASDA, descansaba sobre su mesa dentro de una bolsa de plástico. Un sándwich dietético de langosta y rúcula y una manzana. Poco a poco, día a día, iba cediendo a la presión que Cleo ejercía sobre él para que mejorara su dieta. Aunque tampoco se sentía distinto. Justo cuando metió la mano en la bolsa, sonó el teléfono.

Era Bill Warner, que ahora estaba al mando del Departamento de Investigación Criminal del aeropuerto de Gatwick.

Eran amigos desde hacía suficiente tiempo como para dejarse de cumplidos, así que el inspector de Gatwick fue directamente al grano.

– Roy, ¿has puesto una alerta sobre una mujer, Abby Dawson, también conocida como Katherine Jennings?

– Sí.

– Estamos seguros de que acaba de facturar en un vuelo de Easyjet a Niza que sale a las 15.45. Hemos comprobado la imagen que aparece de ella en la cámara de seguridad y coincide con las fotografías que has hecho circular.

Eran unas fotos que habían sacado de las cámaras de seguridad de la sala de interrogatorios. Siendo estrictos, según los términos de la Ley de protección de datos, Grace no debería haberlas utilizado sin el consentimiento de la mujer. Pero no le importaba.

– ¡Genial! -dijo-. ¡Es genial, joder!

– ¿Qué quieres que hagamos?

– Sólo tenedla vigilada, Bill. Es vital que no sepa que la están siguiendo. Quiero que suba a ese vuelo, pero voy a necesitar que algunos agentes vayan con ella, y refuerzos en Niza. ¿Puedes averiguar si el vuelo está completo y si podríamos subir a dos agentes? Si está lleno, tal vez podrías convencerlos para que echen a un par de pasajeros.

– Déjalo en mis manos. Ya te puedo confirmar de antemano que el avión sólo va medio lleno. Me pondré en contacto con la policía francesa. Imagino que lo que nos interesa es con quién podría reunirse.

– Exacto. Gracias, Bill. Mantenme informado.

Grace lanzó un puñetazo al aire de alegría, luego llamó a Glenn Branson.

123

Noviembre de 2007

– ¿Y cuándo volveré a verte? Dime. ¿Cuándo?

– ¡Pronto!

Ella se tumbó encima de él, su piel desnuda y sudada por el esfuerzo en el calor de la mañana. Su pene exhausto estaba recostado entre el vello púbico de ella, que apoyó sus pechos redondos y pequeños en su pecho y posó sus ojos en los ojos de él, unos ojos marrones, llenos de risas y travesuras. Y dureza. Seguro.

Era espabilada, astuta. Era una buena pieza.

Una buena pieza muy rica.

Y le gustaba esta maldita humedad. Este calor empalagoso que a él le hacía sudar sin parar. Ella insistía en hacer el amor con las puertas de la terraza de su casa bien abiertas y en la habitación habría unos cien grados. Y ahora estaba aporreándole el pecho con sus puños diminutos.

– ¿Cuándo? ¿Cuándo?