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Él apartó su pelo negro azabache de la cara y besó sus labios pequeños y rosados. Era muy hermosa y tenía un cuerpo fantástico. Durante su mes de encierro en Pattaya Beach, mientras esperaba a que Abby le mandara la señal de que estaba en camino, había aprendido a apreciar a las tailandesas esbeltas.

¡Uau! Había tenido muchísima suerte con ésta. ¡Algo totalmente inesperado! Porque tenía todo lo que había soñado siempre, pero con mucho más. ¡Unos veinticinco millones de dólares más! Punto arriba punto abajo, dependiendo de la cotización del baht tailandés.

La había conocido en una tienda de sellos de Bangkok y se habían puesto a charlar. Resultaba que su marido tenía una cadena de discotecas, que ella heredó cuando murió en un accidente de buceo; un turista con una moto de agua le cortó la cabeza de cuajo. Ella intentaba vender su importante colección de sellos y Ronnie la había aconsejado, impedido que la estafaran y conseguido que triplicara lo que al principio le habían dicho que valían.

Y se la había estado tirando una o dos veces al día desde entonces.

Esto suponía un problema, aunque tampoco tanto. Ya había comenzado a cansarse de Abby. No sabría decir exactamente cuándo había empezado a suceder. Tal vez fuera por su manera de comportarse después de su misión con Ricky, o por su aspecto. Como si, después de las dos primeras veces indudablemente, hubiera disfrutado de verdad.

Y él se había percatado de lo que Abby era capaz.

Era una mujer sin límites. Haría cualquier cosa por ser rica y sólo estaba utilizándolo, seguro, como trampolín para conseguirlo.

Por suerte, él iba un paso por delante. Ya le habían jodido dos veces antes. El agua no le había funcionado; algo había salido mal con el maldito desagüe en Brighton. Y ¿quién diablos habría predicho que en Melbourne la sequía continuaría?

Afortunadamente, había muchos barcos en Koh Samui. Y eran baratos. Y el Mar de la China Meridional era profundo.

Diez millas mar adentro sería imposible que ningún cadáver acabara de nuevo en la orilla. Ya tenía el barco amarrado y esperando. A Abby le encantaría. Era una pasada. Y estaba tirado. Relativamente. En fin, para acumular había que especular.

Besó a Phara.

– Dentro de muy poco -dijo-. Te lo prometo.

124

Noviembre de 2007

Cuando se alejó del mostrador de facturación de Easyjet, en lugar de seguir los carteles de Salidas, Abby se dirigió otra vez al vestíbulo principal y entró en el baño.

Después de encerrarse en un cubículo, sacó el sobre acolchado de la bolsa de plástico, lo rasgó para abrirlo y vació el contenido: una bolsa de celofán con varios sellos, algunos sueltos, otros en hojas.

La mayoría de las hojas sólo eran réplicas de las que Ricky había querido recuperar tan desesperadamente, pero varias de las otras y diversos sellos sueltos eran auténticos y parecían lo bastante antiguos como para emocionar a alguien que no supiera nada de filatelia.

También extrajo el recibo de la Filatélica South-East, adonde había acudido dos semanas atrás. Era por valor de ciento cuarenta y dos libras. Seguramente más de lo que necesitaba gastar, estrictamente hablando, pero el surtido era impresionante a ojos del gran público y no se había equivocado al situar al sargento Branson en esa categoría.

Rompió los sellos y el recibo, los echó por el retrete y tiró de la cadena. Luego se quitó los vaqueros, las botas y la chaqueta de lana. No iba a necesitarlos a donde iba. Sacó de la bolsa una peluca rubia larga, cortada y peinada como solía llevar ella el pelo y se la colocó, ajustándosela con torpeza con la ayuda del espejo de maquillaje. Luego se puso un vestido de tirantes que se había comprado hacía un par de días y la chaqueta de hilo color crema que conjuntaba tan bien, junto con un par de sandalias blancas bastante bonitas. Completó su nueva imagen con unas gafas de sol Marc Jacobs.

Apretujó la ropa que se había quitado en la bolsa de plástico, luego salió del cubículo, se ajustó el pelo en el espejo, tiró el sobre acolchado a la basura y miró su reloj. Eran las 13.35. Iba a buen ritmo.

De repente, su móvil pitó y recibió un mensaje: «Me muero por verte mañana. Sólo quedan unas horas. Besos».

Sonrió. Sólo unas horas. ¡Sí, sí, sí!

Caminó con brío otra vez hacia la consigna de equipajes y retiró la maleta que había guardado allí dos semanas atrás. La arrastró hacia un rincón, introdujo la llave, la abrió y sacó un sobre acolchado envuelto en papel de burbujas. Después metió la bolsa de plástico con su ropa vieja dentro, la cerró y giró la llave.

Luego regresó al vestíbulo de facturación, encontró la sección de British Airways y se acercó a un mostrador de clase business. Era una extravagancia, pero había decidido que celebraría el comienzo de su nueva vida de acuerdo con el estilo como pensaba continuarla.

Entregó el pasaporte y el billete a la mujer del mostrador y dijo:

– Sarah Smith. Estoy en el vuelo 309 a Río de Janeiro.

– Gracias, señora -dijo la mujer, y comprobó los detalles sobre la terminal.

Formuló a Abby las preguntas de seguridad habituales y puso la etiqueta en el equipaje. Entonces, la maleta avanzó con una sacudida, cayó sobre la cinta y desapareció.

– ¿El vuelo sale en hora? -preguntó Abby.

La mujer miró la pantalla.

– Por ahora, parece que sí. Sale a las 15.15. La puerta de embarque se abre a las 14.40. Es la 54. Encontrará los carteles hasta la sala de espera después de pasar el control de seguridad y el área de duty free.

Abby le dio las gracias y volvió a mirar su reloj. Tenía el estómago hecho un manojo de nervios. Todavía debía hacer un par de cosas más, pero quería esperar a que se acercara el momento de embarcar.

Accedió a la sala vip de British Airways y se sirvió una copa de vino blanco para calmarse. Se moría por fumarse un cigarrillo, pero tendría que esperar. Comió un par de sándwiches rectangulares, luego se sentó delante de un televisor, que tenía las noticias puestas, y repasó mentalmente su lista de tareas. Estaba satisfecha por no haber olvidado nada, pero, para estar doblemente segura, comprobó que la función de identificación de llamada de su móvil estuviera desactivada y no revelara su número cuando llamara.

Poco después de las 14.40 vio en la pantalla que comenzaba el embarque, pero allí dentro aún no habían anunciado el vuelo. Se trasladó a una sección más tranquila, junto a la entrada de los servicios, donde no había nadie cerca que pudiera escucharla, y marcó el número del centro de investigaciones que el sargento Branson le había dicho que utilizara si no podía localizarle al móvil.

Mientras el teléfono sonaba, mantuvo aguzado el oído por si escuchaba el ding-dong que precedía a cualquier anuncio por megafonía. No quería revelar a nadie dónde estaba.

– Centro de investigaciones, agente Boutwood -contestó una voz joven de mujer.

Abby disfrazó su voz tan bien como pudo, adoptando su mejor acento australiano.

– Tengo información sobre Ronnie Wilson -dijo-. Estará en el aeropuerto de Koh Samui, esperando a una persona que llegará mañana en el vuelo 271 de Bangkok Airways a las 11 de la mañana, hora local. ¿Lo tiene?

– Bangkok Airways, vuelo 271, Koh Samui, mañana a las 11 de la mañana, hora local. ¿Con quién hablo, por favor?

Abby colgó. Estaba pegajosa por el sudor y temblaba. Temblaba tanto que le costó teclear la respuesta al mensaje que había recibido antes y tuvo que borrar varias letras para corregir los errores antes de acabar. Luego la leyó una vez más antes de "mandarla. «El amor verdadero no tiene un final feliz, porque el amor verdadero no termina nunca. Dejar marchar a alguien es una forma de decirle te quiero. Besos.»

Y ella lo quería de verdad. Lo quería un montón. Pero no un montón que valía cuatro millones de libras.

Y no con esa mala costumbre suya de matar a las mujeres que le entregaban dinero.