Juntó las piernas y cogió aire. Le temblaban los muslos, uno contra otro. Sintió un dolor atroz en la barriga, como si le hubieran clavado el filo caliente de un cuchillo y lo estuvieran retorciendo. Doblada en posición fetal contra la pared, gimoteó, tragando aire, le temblaba todo el cuerpo. No iba a poder aguantar mucho más, lo sabía.
Pero perseveró, abrazándose -todo era cuestión de voluntad-, luchando contra su propio cuerpo, resuelta a no sucumbir ante nada que su cerebro no quisiera hacer. Pensó en su madre, que tenía incontinencia por culpa de la esclerosis múltiple desde los cincuenta y tantos.
– Yo no tengo incontinencia, joder. Sólo sacadme de aquí, sacadme de aquí, sacadme de aquí -lo dijo siseando en voz baja como un mantra hasta que la urgencia llegó a su punto máximo y, luego, despacio, jodidamente despacio, comenzó a remitir.
Al final, por fin pasó y volvió a tumbarse en el suelo, exhausta, preguntándose cuánto tiempo podía alguien aguantarse el pis antes de que le explotara la vejiga.
A veces la gente sobrevivía en el desierto bebiéndose su propia orina. Quizá podía orinar en una de sus botas, pensó a lo loco, utilizarla de contenedor. ¿Provisión de bebida de emergencia? ¿Cuánto tiempo se podía aguantar sin agua? Le pareció recordar haber leído en alguna parte que una persona podía resistir semanas sin comer, pero sólo unos pocos días sin agua.
Equilibrándose en el suelo inestable, se quitó la bota derecha, luego saltó tanto como pudo y golpeó el panel del techo con el tacón cuadrado. No sirvió de nada. El ascensor sólo se balanceó con fuerza, volvió a golpear y rebotar en el hueco y Abby se cayó hacia un lado. Aguantó la respiración. Esta vez algo iba a romperse, sin duda. El último hilo de cable desgastado que se interponía entre ella y el olvido…
Había momentos en que realmente quería que se rompiera y caer los pisos que quedaran. Sería una solución a todo. Poco elegante, sí, pero una solución al fin y al cabo. Qué irónico sería, ¿verdad?
Como respondiendo a su pregunta, las luces se apagaron.
13
11 de septiembre de 2001
Una vez se quemó una casa en la calle donde se crio Ronnie Wilson, en Coidean, Brighton. Recordaba el olor, el ruido, el caos, los coches de bomberos, estar fuera en batín y pantuflas de noche, observando. Recordaba sentir fascinación y miedo al mismo tiempo. Pero principalmente recordaba el olor: una peste terrible a destrucción y desesperación.
Ahora había el mismo olor en el aire. No era el aroma dulce y agradable del humo de la madera o el tufillo acogedor a ceniza del carbón, sino un hedor intenso y áspero a pintura quemada, papel calcinado, goma chamuscada y gases acres de vinilo y plásticos derretidos. Era una peste asfixiante que hacía que le picaran los ojos, que quisiera taparse la nariz, darse la vuelta, huir de allí, volver sobre sus pasos hacia el deli que acababa de dejar.
Pero se quedó inmóvil.
Como el resto de la gente.
Era un momento de silencio surrealista en la mañana de Manhattan, como si alguien hubiera pulsado el botón de pausa sobre todas las personas que había en la calle. Sólo los coches seguían moviéndose y entonces un semáforo rojo los detuvo también a ellos.
La gente contemplaba algo. Ronnie tardó unos momentos en ver qué. Al principio miró a nivel de calle, más allá de una boca de incendios y de unas mesas de caballetes delante de una tienda con montones de revistas y guías turísticas, más allá del toldo de un local donde un cartel anunciaba Mantequilla y huevos. Miró más allá de una mano roja iluminada que indicaba No cruzar y de la torre de señalización que sujetaba un semáforo suspendido sobre el cruce de Warren Street y de la caravana de vehículos y sus luces traseras encendidas.
Entonces se dio cuenta de que todo el mundo miraba hacia arriba.
Siguiendo la dirección de la mirada de la gente, al principio lo único que vio, alzándose por encima de los rascacielos a unas manzanas de donde se encontraba él, fue una densa columna de humo negro, tan compacta que parecía salir de la chimenea de una refinería petroquímica.
Estaba ardiendo un edificio, comprendió. Luego, a pesar del shock y el horror, se le cayó el alma a los pies cuando se percató de qué edificio era: el World Trade Center.
«Mierda, mierda, mierda.»
Paralizado y confuso como todo el mundo, se quedó clavado en su sitio, todavía incapaz de creer lo que veían sus ojos o comprender lo que estaba contemplando.
El semáforo cambió a verde y, cuando los coches y las furgonetas y un camión comenzaron a avanzar, se preguntó si tal vez los conductores no se hubieran dado cuenta, si tal vez no pudieran ver más arriba de los parabrisas.
Entonces la columna de humo se hizo menos espesa por unos momentos. A través de ella, alzándose alta y orgullosa delante del azul magnífico del cielo, estaba la antena de radio blanca y negra. Era la Torre Norte, la identificó por una visita anterior. Sintió alivio. El despacho de Donald Hatcook estaba en la Torre Sur. Bien. Perfecto. Todavía podrían celebrar su reunión.
Escuchó el gemido de una sirena. Luego un nino-nino-nino, cada vez más fuerte, ensordecedoramente fuerte, que resonaba por todas partes en el silencio. Se dio la vuelta y vio un coche patrulla azul y blanco de la policía de Nueva York con tres ocupantes dentro. El tipo que iba detrás estaba inclinado hacia delante, estirando el cuello hacia arriba. El coche pasó a toda velocidad en dirección prohibida y las sirenas del techo lanzaron destellos rojos sobre las puertas de tres taxis amarillos en fila. Entonces, frenando bruscamente, con un chirrido de los neumáticos, asomando el morro, serpenteó entre una camioneta de reparto de una panadería, un Porsche parado y otro taxi amarillo y cruzó la intersección.
– ¡Dios mío! ¡Madre mía! ¡Dios mío! -decía una mujer cerca de él, por detrás-. ¡Dios mío, ha chocado contra la torre! ¡Oh, Dios!
La sirena se perdió en la distancia, audible sólo en otro silencio prolongado. Chambers Street se había sumido en la quietud. De repente, la calle estaba vacía. Ronnie vio a un hombre que cruzaba. Llevaba una gorra de béisbol, un anorak fino, botas de obrero y una bolsa de plástico que bien podía contener su almuerzo. Podía oír sus pasos. El hombre miraba con cautela la calle, como si le preocupara que lo atropellara un segundo coche de policía.
Pero no apareció ninguno. Sólo había silencio, como si el que acababa de pasar bastara y pudiera encargarse de la situación porque se trataba de un accidente menor.
– ¿Lo ha visto? -dijo la mujer de detrás.
Ronnie se giró.
– ¿Qué ha pasado?
Tenía el pelo largo y castaño y los ojos saltones. Dos bolsas de la compra descansaban en la acera, una a cada lado de ella, los envases de cartón y las latas de comida desparramados en el suelo.
Le temblaba la voz.
– ¡Un avión! Dios mío, ¡ha sido un puto avión! Ha chocado contra la puta torre. No puedo creer lo que he visto. Era un avión. ¡Ha chocado contra la puta torre!
– ¿Un avión?
– Ha chocado contra la torre. Ha chocado contra la puta torre.
Era obvio que estaba en estado de shock.
Ahora escuchó otra sirena. Distinta a la del coche patrulla, un pitido grave. Un coche de bomberos.
«¡Genial! -pensó Ronnie-. ¡Es la puta hostia, joder! Justo la mañana que tengo la reunión con Donald, a un capullo de mierda se le ocurre estrellar un avión contra el puto World Trade Center!»
Miró el reloj. ¡Mierda! ¡Eran casi las 8:55! Había salido del deli justo a menos cuarto, con tiempo de sobra. ¿De verdad llevaba aquí diez minutos? La secretaria estirada de Donald Hatcook le había dicho que tenía que ser puntual, que Donald sólo disponía de una hora antes de salir hacia el aeropuerto para coger un avión a alguna parte; Wichita, creía que había dicho. O tal vez fuera Washington. Sólo una hora. ¡Una ventana de sólo una hora para soltarle el discurso y salvar su negocio!