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Ronnie se quedó quieto mirando. Le vino a la mente una colección de sellos de correos que había cambiado un día que conmemoraba la representación de la muerte y el infierno del pintor holandés El Bosco. Es lo que era esto: el infierno.

Ahora, el aire asfixiante y fétido estaba lleno de ruidos: gritos, sirenas, lloros, el batir de las palas de un helicóptero en el cielo. Policías y bomberos corrían hacia los edificios. Un coche de bomberos con las palabras Escalera 12 se detuvo delante de él obstruyéndole la vista. Lo rodeó por la parte de atrás mientras los bomberos, protegidos con cascos, salían corriendo.

Hubo otro ruido sordo. Ronnie vio a un hombre rollizo con traje que aterrizaba sobre su espalda y explotaba.

Volvió a vomitar, balanceándose atolondradamente, luego cayó sobre una rodilla, tapándose la cara con las manos, y se quedó allí unos momentos, temblando. Cerró los ojos, como si así fuera a desaparecer todo aquello. Entonces se dio la vuelta de repente, presa del pánico, por si alguien le había robado el trolley y el maletín. Pero ahí estaban, justo detrás de éclass="underline" su elegante maletín Louis Vuitton de imitación. Nadie iba a preocuparse en estos momentos por quién diablos lo había fabricado, o de si era auténtico o falso.

Al cabo de unos minutos, Ronnie se recuperó y se levantó. Escupió varias veces intentando quitarse el sabor a vómito de la boca. Entonces sintió que un destello de ira se transformaba en unos segundos en una cólera violenta. «¿Por qué hoy? ¿Por qué no otro día, joder? ¿Por qué ha tenido que pasar todo esto hoy?»

Vio un río de gente que salía de la Torre Norte, algunas personas cubiertas de polvo blanco, otras sangrando, caminando despacio, como en trance. Entonces oyó un nino-nino-nino distante de otro coche de bomberos. Luego otro, y otro más. Alguien delante de él sujetaba una cámara de vídeo.

«Las noticias -pensó-. La televisión.» La estúpida de Lorraine estaría alarmada si veía aquello. Se alarmaba por todo. Si había un choque en cadena en una autopista le llamaba al instante para asegurarse de que estaba bien, incluso cuando tendría que saber, sólo si hubiera pensado un poco, que era imposible que estuviera a ciento cincuenta kilómetros del accidente.

Sacó el móvil del bolsillo y marcó su número. Recibió un pitido agudo, luego apareció un mensaje en la pantalla: Red OCUPADA.

Volvió a intentarlo, dos veces más, luego se guardó el teléfono en el bolsillo.

Un poco más tarde comprendería, al reflexionar sobre ello, la suerte que había tenido de que esa llamada no se cursara.

16

Octubre de 2007

«¡Tendrías que iluminarte, joder!» En la oscuridad total, negra como el carbón, Abby se acercó el reloj a la cara hasta que notó el acero frío y el cristal en su nariz; aun así, no vio un pijo.

«¡Pagué por un reloj con luz, maldita sea!»

Acurrucada en el suelo duro, tenía la sensación de haber dormido, pero no sabía cuánto rato. ¿Era de día o de noche?

Notaba los músculos como agarrotados y tenía el brazo dormido. Lo agitó en el aire, intentando que volviera a circular la sangre. Era como un peso plomo. Se arrastró unos centímetros y volvió a agitarlo, luego se estremeció de dolor al chocar contra un lado del ascensor con un ruido apagado.

– ¡Hola! -dijo con voz ronca.

Volvió a dar golpes, luego otra vez y otra.

Notó que el ascensor se balanceaba con sus esfuerzos.

Dio otro golpe. Otro. Otro.

Le volvieron a entrar ganas de mear. Ya había llenado una bota. El hedor a orina estancada era cada vez más intenso. Tenía la boca seca. Cerró los ojos, luego volvió a abrirlos, se acercó el reloj hasta que notó el frío en la nariz. Pero seguía sin poder ver la hora.

Retorciéndose por un pánico repentino, se preguntó si se habría quedado ciega.

¿Qué hora era, joder? La última vez que había mirado, antes de que se apagaran las luces, eran las 3.08 de la madrugada. En algún momento después, había meado en la bota. O al menos hizo lo que pudo a oscuras.

Se había sentido mejor y había podido pensar con claridad, pero ahora las ganas de mear volvían a embotar sus pensamientos. Intentó alejar de su mente aquella urgencia. Hacía algunos años había visto un documental en televisión sobre personas que habían sobrevivido a desastres. Una mujer joven de su misma edad había sido una de las pocas supervivientes de un accidente de un avión que tuvo que realizar un aterrizaje de emergencia y se incendió. La mujer creía haber sobrevivido porque mantuvo la calma cuando el resto de la gente se dejó llevar por el pánico, pensó con lógica e imaginó a pesar del humo y la oscuridad dónde se encontraba la salida.

Todos los demás supervivientes repitieron la misma idea: mantener la calma, pensar con claridad. Era lo que había que hacer.

Pero del dicho al hecho…

Los aviones tenían salidas de emergencia, y azafatas con expresión de mujeres perfectas que señalaban las salidas y sostenían los chalecos salvavidas naranjas y tiraban de las máscaras de oxígeno, como si en todos los vuelos se dirigieran a una convención de sordomudos con retraso mental. Ahora que Inglaterra se había convertido en un maldito estado paternalista, ¿por qué no se había aprobado una ley que garantizara una azafata en todos los ascensores? ¿Por qué no había una rubia estúpida que te entregara una tarjeta plastificada donde estuvieran señalizadas las puertas? ¿Que te diera una chaleco salvavidas naranja por si el ascensor se inundaba cuando estabas dentro? ¿Que te colocara una máscara de oxígeno en la cara?

De repente, escuchó dos pitidos agudos.

¡Su teléfono!

Hurgó en el bolso. Estaba iluminado. ¡Su móvil funcionaba! ¡Había señal! Y, por supuesto, el teléfono tenía reloj, ¡lo había olvidado por completo por culpa del pánico!

Lo sacó y se quedó mirándolo. En la pantalla leyó las palabras: Mensaje recibido.

Lo abrió, apenas era capaz de contener la emoción.

El remitente no se identificaba, pero las palabras eran claras: Sé dónde estás.

17

Octubre de 2007

Roy Grace tembló de frío. Aunque llevaba vaqueros gruesos, jersey de lana y botas forradas debajo del traje de papel, la humedad que había dentro del desagüe y la lluvia que caía fuera estaban calando sus huesos.

Los miembros del SOCO y los agentes encargados del registro, que tenían la desagradable tarea de inspeccionar cada centímetro del desagüe, a gatas la mayoría, habían encontrado algunos esqueletos de roedores, pero nada de interés. O la mujer muerta estaba desnuda cuando la depositaron aquí o su ropa había sido arrastrada por el agua, se había podrido o incluso algún animal se la había llevado a su refugio. Trabajando minuciosamente despacio con paletas, Joan Major y Frazer Theobald estaban retirando el cieno alrededor de la pelvis y metían en bolsas de celofán y etiquetaban por separado cada capa de suciedad. A este ritmo les quedarían dos o tres horas, calculó Grace.

Y todo el tiempo se sentía atraído por el cráneo sonriente, por la sensación de que el espíritu de Sandy estaba aquí con él. «¿Podrías ser tú realmente?», se preguntó, mirándolo con intensidad. Todos los médiums a quienes había consultado durante los últimos nueve años le habían dicho que su mujer no estaba en el mundo de los espíritus, lo que significaba que seguía viva, si les creía. Pero ninguno había podido decirle dónde estaba.

Un escalofrío recorrió su cuerpo. Esta vez no fue por el frío, sino por otra cosa. Había decidido tiempo atrás pasar página y seguir adelante con su vida. Pero cada vez que lo intentaba ocurría algo que sembraba la duda en él, y ahora había vuelto a suceder.