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Grace le dijo al vigilante de la escena del crimen que le había llamado por radio para informarle de la presencia del periodista que hablaría personalmente con Spinella, así que salió a la lluvia, aliviado por alejarse del aliento fétido de Norman Potting. Mientras se acercaba al reportero, observó a dos fotógrafos merodeando por el solar.

Spinella no llevaba paraguas, tenía las manos en los bolsillos y vestía una gabardina empapada de detective privado con trabillas y cinturón y con el cuello subido. Era un hombre menudo de rostro delgado, veintipocos años y ojos atentos, y masticaba afanosamente un chicle. Tenía el pelo negro y fino, peinado y engominado hacia delante, apelmazado por la lluvia.

Grace vio que debajo del abrigo el reportero llevaba un traje oscuro y una camisa que le quedaba una talla grande, como si todavía no hubiera crecido lo suficiente para llenarla. El cuello le caía descuidado, a pesar de llevar apretado el nudo grande y torpe de la corbata de poliéster carmesí. Sus ostentosos zapatos negros estaban cubiertos de barro endurecido.

– Llegas un poco tarde, viejo amigo -dijo Grace a modo de saludo.

– ¿Tarde? -El periodista frunció el ceño.

– Las moscardas te han ganado por años.

Spinella le ofreció la sonrisa más mínima, como si no estuviera seguro de hasta qué punto Grace le estaba tomando el pelo.

– Me preguntaba si podría hacerle unas preguntas, comisario.

– Celebraré una rueda de prensa el lunes.

– ¿Puede avanzarme algo mientras tanto?

– Yo creía que quizá podrías decirme algo tú. Normalmente pareces mejor informado que yo.

De nuevo, el periodista pareció no estar seguro de su actitud. Con una sonrisa tímida de reconocimiento dijo:

– He oído que han encontrado un esqueleto, una mujer, en un desagüe justo allí, en la obra. ¿Es correcto?

El modo informal en que formuló la pregunta, como si fueran restos sin ninguna importancia, enfureció a Grace. Pero no debía perder los nervios, no ganaba nada enfadándose con Spinella; vista su experiencia con la prensa, siempre era mejor ser mesuradamente amable.

– Los restos son humanos -contestó-. Pero de momento no hemos podido determinar el sexo de forma concluyente.

– He oído que no hay duda de que es una mujer.

Grace sonrió.

– ¿Ves? Ya te he dicho que estabas mejor informado que yo.

– Entonces… mmm… ¿Lo es?

– ¿En quién quieres confiar, en tus fuentes o en mí?

El periodista se quedó mirando a Grace unos instantes, como si intentara leerle el pensamiento. Se formó una gota encima de su nariz, pero no intentó secarla.

– ¿Puedo preguntarle algo más?

– Si es rápido…

– He oído que el lunes empieza a trabajar un nuevo compañero en Sussex House, un policía de la Met, ¿es el comisario Pewe?

Grace notó que se tensaba. Un comentario petulante más e iba a quitarle esa gota de la nariz de un puñetazo.

– Has oído bien.

– Tengo entendido que la Met es el primer cuerpo de policía del Reino Unido que va a reducir la burocracia.

– ¿Ah, sí?

La sonrisa maliciosa del reportero era casi insoportable, como si conociera todo tipo de secretos que no quería revelar. Por un momento absurdo, Grace incluso pensó que tal vez Alison Vosper le hubiera filtrado información confidencial.

– Están contratando a funcionarios civiles para registrar las detenciones y que sus agentes puedan volver directamente a patrullar, en lugar de pasarse horas rellenando formularios -dijo Spinella-. ¿Cree que el departamento de investigación criminal de Sussex aprenderá algo del comisario Pewe?

Conteniendo el enfado, Grace fue cuidadoso con su respuesta.

– Estoy seguro de que el comisario Pewe será un miembro valioso del equipo del Departamento de Investigación Criminal de Sussex -contestó.

– Puedo citar sus palabras, ¿verdad? -La sonrisa era cada vez peor.

«¿Qué es lo que sabes, mierdecilla?»

La radio de Roy se activó. Se la acercó al oído.

– ¿Roy Grace?

Era uno de los miembros del SOCO que estaban en el túnel, Tony Monnington.

– Roy, he pensado que querrías saber que, al parecer, hemos encontrado nuestra primera posible prueba.

Grace se disculpó educadamente con el periodista y regresó al desagüe mientras llamaba a Norman Potting para decirle que tardaría unos minutos en regresar. Era extraño cómo las cosas que pasaban en la vida te hacían cambiar constantemente, pensó. Hacía un rato se moría por salir del desagüe. Ahora, cuando las alternativas eran estar bajo la lluvia y hablar con Spinella o volver a encerrarse en la furgoneta del SOCO con Norman Potting, de repente parecía que el desagüe había sumado muchos puntos a su favor.

21

Octubre de 2007

Fue la compañera de habitación de Abby, Sue, quien cambió su vida sin querer. Se conocieron trabajando en un bar a orillas del río Yarra en Melbourne y se hicieron amigas al instante. Tenían la misma edad y, como Abby, Sue se había marchado de Inglaterra a Australia en busca de aventuras.

Una noche, hacía casi un año, Sue le dijo a Abby que un par de chicos guapos, un poco mayores que ellas pero encantadores, habían estado en el bar charlando con ella. Dijeron que el domingo iban a una barbacoa con un grupo de gente divertida y que la invitaban si estaba libre, que se llevara a una amiga si quería.

Como no tenían ningún plan mejor, fueron. La barbacoa era en la casa elegante de un soltero, un ático de lujo en uno de los distritos más modernos de Melbourne con unas vistas espléndidas de la bahía. Pero durante esas primeras horas embriagadoras, Abby apenas asimiló lo que la rodeaba, porque se enamoró instantánea y locamente de su anfitrión, Dave Nelson.

Había unas veinte personas más en la fiesta. Los hombres, que tenían de diez a sesenta y pico años más que ella, parecían extras de una película de gánsteres y las mujeres, bastante enjoyadas, parecían todas recién salidas de un salón de belleza. Pero en ellas tampoco se fijó demasiado. De hecho, apenas intercambió una palabra con nadie más desde el momento en que cruzó la puerta.

Dave era un diamante en bruto alto y delgado de unos cuarenta y cinco años con un buen bronceado, pelo corto engominado y rostro hastiado que seguramente había sido guapísimo de joven, pero que ahora parecía bastante curtido, aunque cómodo consigo mismo. Y así se sintió ella con Dave al instante: cómoda.

Se movía por el apartamento con una elegancia fácil, animal, y estuvo toda la tarde sacando generosamente botellas grandes de Krug. Dijo que estaba cansado porque se había pasado tres días enteros seguidos jugando al póquer en un torneo internacional, el Aussie Millions, en el casino Crown Plaza. Había pagado una cuota de entrada de mil dólares y había sobrevivido cuatro rondas, en las que acumuló más de cien mil dólares antes de caer eliminado. Un trío de ases, le había dicho a Abby compungido. ¿Cómo iba a saber que el tipo tenía dos ases en la mano? Si él tenía tres reyes, dos ocultos, ¡por el amor de Dios!

Abby nunca había jugado al póquer. Pero esa noche, después de que el resto de los invitados se marchara, Dave la hizo sentar y le enseñó. Le había gustado recibir su atención, el modo como la miraba todo el tiempo; le decía lo bonita que era, luego lo guapa que era, luego lo bien que se sentía sólo estando allí con ella. Sus ojos apenas se apartaron del rostro de Abby durante todas las horas que pasaron juntos, como si no importara nada más. Tenía unos ojos bonitos, marrones con un toque de verde, vigilantes pero teñidos de tristeza, como si hubiera sufrido una pérdida que le dolía en lo más profundo de su ser. Hizo que quisiera protegerle, mimarle.

Le encantaban las historias que le contaba sobre sus viajes y sobre cómo había amasado su fortuna comerciando con sellos raros y jugando al póquer, principalmente por Internet. Manejaba un sistema de apuestas que parecía muy obvio, cuando se lo explicó, y muy inteligente.