Las partidas de póquer por Internet se celebraban en todo el mundo, veinticuatro horas al día siete días a la semana. Utilizaba las zonas horarias y se registraba en las partidas que se jugaban en lugares donde era de madrugada y la gente estaba cansada y, a menudo, un poco bebida. Observaba un rato y luego se sentaba a participar. Eran ganancias fáciles para un hombre que estaba bien despierto, sobrio y alerta.
Abby siempre se había sentido atraída por hombres mayores y le fascinó este tipo que parecía tan duro pero que era un apasionado de los sellos minúsculos, delicados y hermosos, y se entusiasmaba al hablarle de sus vínculos con la historia. Para una chica de origen británico y sobria como ella, Dave era una persona totalmente distinta a cualquiera que hubiera conocido. Y aunque transmitía vulnerabilidad, al mismo tiempo había algo intensamente fuerte y masculino en él que hacía que se sintiera segura a su lado.
Por primera vez en su vida, infringiendo su propia norma con total despreocupación, se acostó con Dave esa misma noche. Y se trasladó a vivir con él tan sólo un par de semanas después. La llevaba de tiendas, animándola a comprar ropa cara, y a menudo llegaba a casa con joyas o un reloj nuevo o un ramo de flores demencialmente generoso si había tenido un buen día en el póquer.
Sue hizo todo lo posible para disuadir a Abby de aquella relación, aduciendo que era mucho mayor que ella, que tenía un pasado algo incierto y reputación de donjuán -o, para expresarlo más cruelmente, que era un follador en serie.
Pero Abby no hizo caso de nada de aquello, y rompió su amistad con Sue y posteriormente con los otros amigos que había hecho desde su llegada a Melbourne. Le gustaba quedar con el círculo de gente mayor y -en su opinión- mucho más glamurosa e interesante. Siempre le había atraído el dinero y estas personas lo gastaban a mansalva.
De niña, cuando llegaban las vacaciones escolares, a veces iba a trabajar con su padre, que tenía un pequeño negocio de alicatado de suelos y baños. Le encantaba ayudarle, pero sentía una atracción mayor por las casas de la gente rica, algunas realmente increíbles. Su madre trabajaba en la biblioteca pública de Hove y la pequeña casa pareada donde vivían en Hollingbury con su jardín impecable, que sus padres cuidaban amorosamente, constituía el máximo de sus aspiraciones.
Al crecer, Abby fue sintiéndose cada vez más coartada, y limitada, por la modesta educación que había recibido. De adolescente, leyó con avidez las novelas de Danielle Steel, Jackie Collins y Barbara Taylor Bradford y de todas las demás escritoras que relataban las vidas de la gente rica y glamurosa, además de devorar las revistas OK! y Helio! todas las semanas de cabo a rabo. Secretamente, albergaba el sueño de poseer una riqueza inmensa y las casas y yates espléndidos en países cálidos que podría permitirse. Anhelaba viajar y sabía, en el fondo, que algún día llegaría su oportunidad. Cuando tuviera treinta años, se prometió, sería rica.
Cuando un amigo de Dave fue detenido acusado de cometer tres asesinatos se quedó horrorizada, pero no pudo evitar sentir un escalofrío de emoción. Luego otro hombre de su círculo de amistades murió de un disparo en su coche, delante de sus hijos gemelos, mientras veía un entrenamiento de fútbol infantil. Comenzó a percatarse de que ahora formaba parte de una cultura muy distinta de aquella en la que se había criado y que antes comprendía. Pero a pesar de la impresión que le causó la muerte del hombre, el entierro le pareció emocionante. Estar allí formando parte de toda aquella gente, ser aceptada por ellos, era lo más excitante que le había pasado en la vida.
Al mismo tiempo, comenzó a preguntarse en qué más andaba metido Dave en realidad. A veces le veía adulando a unos tipos, según él eran los jugadores más importantes para intentar hacer alguna clase de negocio con ellos. Una mañana le escuchó hablando por teléfono diciéndole a alguien que comerciar con sellos era una forma estupenda de blanquear dinero, de moverlo por el mundo, como si intentara venderle la idea.
Aquello no le gustó tanto. Era como si durante todo aquel tiempo no le hubiera importado vivir al margen de la ley, saliendo de bares y de fiesta con esa gente. Pero, en realidad, que Dave hiciera negocios con ellos -que casi les suplicara que le dejaran hacer negocios con ellos- lo rebajaba a sus ojos. Y, sin embargo, en el fondo de su corazón, tenía la sensación de que tal vez pudiera ayudarle, si lograba atravesar el muró que parecía haber construido a su alrededor. Porque, después de varios meses con él, se dio cuenta de que no sabía más sobre su pasado que el día que lo había conocido, aparte de que se había casado dos veces y que los dos divorcios habían sido muy dolorosos.
Entonces, un día de repente, Dave soltó la bomba.
22
Septiembre de 2007
La camioneta Holden azul metálico se dirigía hacia el oeste, alejándose de Melbourne. MJ, un joven alto de veintiocho años con el pelo negro azabache y cuerpo de surfista que llevaba una camiseta amarilla y bermudas, conducía con una mano en el volante y el brazo libre rodeando los hombros de Lisa.
El coche se asentaba sobre los amortiguadores, sobre las llantas anchas calzadas con unos neumáticos que se agarraban bien en las curvas de la carretera sinuosa. Este vehículo era el orgullo y la alegría de MJ, quien escuchaba con satisfacción el ronroneo del motor V8 de 5,7 litros por los tubos de escape mientras conducían por el campo grande y abierto. A su derecha se extendían kilómetros de llanuras de vegetación quemada. A su izquierda, a media distancia detrás de una alambrada de púas raída, se elevaban las montañas marrones onduladas, resecas y áridas, cortesía de seis años de sequía casi ininterrumpida. Había algunas hileras delgadas de árboles desperdigadas al azar, como pelos de barba olvidados por la maquinilla de afeitar.
Era sábado por la mañana y durante dos días enteros MJ podía olvidarse de sus estudios intensivos. Dentro de un mes tenía que hacer los duros exámenes de corredor de Bolsa, que tenía que aprobar para asegurarse un empleo fijo en su empresa actual, Macquarie Bank. Este año, a pesar de la sequía, la primavera había tardado mucho en llegar y este fin de semana prometía ser el primero con un tiempo verdaderamente estupendo después de los deprimentes meses de invierno. Estaba decidido a sacarle el máximo partido.
Conducía con tranquilidad. Como le quedaban sólo seis puntos en el carné, procuraba no sobrepasar los límites de velocidad. Además, no tenía ninguna prisa. Estaba contento, muy contento, sólo con estar allí con la chica a la que quería, disfrutando del viaje, del paisaje, de aquella sensación de sábado por la mañana cuando se tiene todo el fin de semana por delante.
Estaba dándole vueltas a algo que había leído un día: «La felicidad no es conseguir lo que quieres. Es desear lo que tienes».
Dijo la frase en voz alta a Lisa y ella comentó que eran unas palabras muy bonitas y que estaba de acuerdo totalmente. Le dio un beso.
– Dices cosas tan bonitas, MJ. -Él se ruborizó.
Lisa pulsó un botón y la música de los Whitlams resonó a todo volumen en el equipo de sonido carísimo que había instalado. El material de cámping y las latas de cerveza VB comenzaron a retumbar atrás en la cabina debajo de la lona reforzada con listones, y su corazón también retumbaba. Era agradable estar aquí, sentirse tan vivo, sentir en la cara el aire cálido que entraba por la ventanilla abierta, oler el perfume de Lisa, sentir sus rizos rubios en su muñeca.
– ¿Dónde estamos? -preguntó ella, aunque no le importaba demasiado. También estaba disfrutando del viaje. Disfrutaba descansando de su rutina semanal visitando a médicos como comercial de medicamentos para la hemofilia del gigante farmacéutico Wyeth. Disfrutaba llevando sólo una camiseta ancha blanca y unos pantalones cortos rosa, en lugar de los trajes chaqueta que debía llevar durante la semana. Pero principalmente disfrutaba del tiempo valioso que estaba pasando con MJ.