Era como si alguien hubiera vaciado billones de toneladas de harina negra y gris maloliente y amarga en el cielo, justo encima de él. Le picaban los ojos, le entró en la boca. Tragó un poco y la sacó tosiendo e inmediatamente tragó más. Formas grises fantasmagóricas pasaban a su lado. Se dio un golpe en el dedo con algo y se hizo daño -una boca de incendios, se percató al tropezarse- y se cayó hacia delante, con fuerza, al suelo. Un suelo que se movía. Vibraba, temblaba, como si un monstruo gigantesco se hubiera despertado y estuviera liberándose de las entrañas de la Tierra.
«Tengo que salir de aquí. Alejarme de aquí.»
Alguien chocó con su pierna y se cayó encima de él. Oyó la voz de una mujer, que maldijo y se disculpó, y luego le llegó una ráfaga fugaz de un perfume delicado. Se deshizo de ella, intentó levantarse y de inmediato alguien le golpeó en la espalda y lo tiró otra vez al suelo.
Hiperventilando, presa del pánico, se puso de pie con dificultad y vio que la mujer se levantaba; parecía un muñeco de nieve gris con un par de zapatos de salón en la mano. Entonces un hombre obeso con el pelo alborotado chocó con él, soltó un taco, le apartó de un golpe y siguió corriendo tropezándose para que se lo tragara la niebla.
Entonces, volvió a caer al suelo. «Tengo que levantarme. Levanta. ¡Levanta!»
En su mente se arremolinaban recuerdos de haber leído sobre gente que moría aplastada en avalanchas desencadenadas por el pánico. Se esforzó por ponerse de pie otra vez, se dio la vuelta y vio más figuras blanquecinas emergiendo de la penumbra. Una lo empujó hacia un lado. Buscó el trolley y el maletín entre las piernas, los zapatos y los pies descalzos que se acercaban a él, los vio, se agachó, los cogió y entonces recibió otro golpe en la espalda.
– ¡Gilipollas! -gritó.
Un tacón de aguja pasó por encima de su cabeza como una sombra puntiaguda.
Luego, de repente, llegó el silencio.
El estruendo paró. El ruido atronador calló. El suelo dejó de vibrar. Las sirenas también enmudecieron.
Por un instante sintió euforia. ¡Estaba bien! ¡Estaba vivo!
Ahora la gente pasaba más despacio, más ordenadamente. Algunas personas iban cojas. Algunas se agarraban las unas a las otras. Algunas tenían fragmentos de vidrio en el pelo, como cristales de hielo. La sangre aportaba el único toque de color a un mundo gris y negro.
– Esto no está pasando -dijo una voz masculina cerca de él-. Esto no está pasando.
Ronnie vio la Torre Norte y luego, a la derecha, una colina de restos retorcidos, asimétricos, escombros, marcos de ventanas, coches rotos, vehículos en llamas, cuerpos destrozados inmóviles en el suelo manchado. Entonces vio cielo donde tendría que estar la Torre Sur.
Donde estuvo la Torre Sur.
Había desaparecido.
Estaba allí hacía unos minutos y ahora ya no. Parpadeó, para comprobar que no fuera una especie de truco, una ilusión óptica, y más polvo seco le entró en los ojos, que le lloraron.
Temblaba, todo él temblaba. Pero principalmente temblaba por dentro.
Algo llamó su atención, algo que caía, agitándose, se levantó un momento, atrapado en una corriente ascendente, y luego continuó su descenso. Un trozo de tela. Parecía uno de esos tejidos de fieltro que vienen con los portátiles nuevos para evitar que la pantalla se raye cuando la cierras.
Lo observó mientras bajaba hasta el suelo como una mariposa muerta. Aterrizó a unos metros escasos delante de él y, por un instante, entre todo lo que se arremolinaba en su mente, se preguntó si valía la pena cogerlo, porque había perdido hacía tiempo el que venía con su portátil.
Pasaron más personas, caminando con dificultad. Una hilera infinita, todas en blanco y negro y gris, como una película de guerra antigua o un documental que mostraba la marcha de unos refugiados. Le pareció oír un teléfono. ¿Era el suyo? Presa del pánico, comprobó su bolsillo. Su móvil seguía ahí, ¡menos mal! Lo sacó, pero no sonaba y tampoco tenía ninguna llamada perdida. Intentó llamar otra vez a Lorraine, pero no había cobertura, sólo un pitido hueco, que quedó ahogado al cabo de unos segundos por el ruido de las aspas de un helicóptero que volaba justo encima de él.
No sabía qué hacer. Tenía la cabeza hecha un lío. Había gente herida y él estaba bien. Tal vez tuviera que ayudar. Quizás encontrara a Donald. Debían de haber evacuado el edificio. Habrían sacado a todo el mundo antes de que se desplomara, seguro. Donald estaba allí en algún lugar, quizá deambulando, buscándolo. Si pudieran encontrarse, podrían ir a un café o a un hotel y celebrar su reunión…
Un coche de bomberos pasó disparado a su lado, casi lo atropello, y luego desapareció con una ráfaga de luces rojas, sirenas y bocinazos.
– ¡Cabrones! -gritó-. Un poco más y me matáis, capullos…
Un grupo de mujeres negras teñidas de gris, una con una cartera, otra frotándose la nuca de su cabeza con rastas, avanzaba hacia él.
– ¿Disculpen? -dijo Ronnie, colocándose delante de ellas.
– Siga caminando -contestó una.
– Sí -dijo la otra-. ¡No vaya hacia allí!
Pasaron más vehículos de emergencia a toda velocidad. El suelo crujió. Ronnie vio que tenía un manto de nieve de papel bajo los pies. «La sociedad electrónica -pensó con cinismo-. Después hablan de la sociedad electrónica.» Toda la calle estaba cubierta de papeles grises. El cielo estaba cargado de hojas que caían zigzagueando, en blanco, escritas, hechas trizas, de todas las formas y tamaños imaginables, como si alguien hubiera vaciado el contenido de millones de archivadores y papeleras desde una nube.
Se quedó quieto un momento, intentando pensar con claridad. Pero el único pensamiento que tenía en la cabeza era: «¿Por qué hoy? ¿Por qué hoy, joder? ¿Por qué esta mierda ha tenido que pasar hoy?».
Nueva York estaba sufriendo una especie de ataque terrorista, eso saltaba a la vista. Una voz débil dentro de su cabeza le decía que debía tener miedo, pero no lo tenía, sólo estaba cabreado.
Caminó hacia delante, pisando el papel, dejando atrás a una persona perpleja tras otra que venían de direcciones distintas. Luego, mientras se acercaba al caos de la plaza, lo pararon dos agentes de la policía de Nueva York. El primero era bajito y rubio con el pelo muy corto; tenía la mano derecha sobre la culata de su Glock mientras que con la izquierda sujetaba una radio pegada al oído. Dio un informe a gritos y luego escuchó. El otro policía, mucho más alto, tenía hombros de jugador de fútbol americano, la cara picada de viruela y una expresión que en parte era de disculpa y en parte decía «no me jodas que ya estamos todos bastante jodidos».
– Lo siento, señor -dijo el policía alto-. No puede pasar, necesitamos este espacio.
– Tengo una reunión de negocios -dijo Ronnie-. Yo… Yo… -Señaló-. Tengo que ver a…
– Creo que tendrá que cambiar el día. No creo que hoy se celebre ninguna reunión.
– Pero es que esta noche tengo un vuelo a Reino Unido. En serio, necesito…
– Señor… Creo que comprobará que su reunión y su vuelo han sido cancelados.
Luego, el suelo comenzó a retumbar. Se oyó un crujido terrible. Los dos policías se giraron al mismo tiempo y miraron arriba, directamente a la pared plateada de la Torre Norte. Se movía.
27
Octubre de 2007
El ascensor se movía. Abby notó que el suelo le presionaba los pies. Estaba elevándose, con sacudidas, como si alguien lo subiera a pulso. Entonces se detuvo con brusquedad. Oyó un ruido sordo, seguido del sonido de un líquido vertiéndose.
«Mierda.»
La bota había caído. La bota letrina.
De repente, el ascensor se balanceó, como si lo hubieran empujado con fuerza, y chocó contra un lado del hueco. Ella perdió pie, salió disparada hacia la pared y cayó al suelo mojado. «Dios mío.»
Se oyó un golpe fortísimo en el techo. Algo lo aporreó con la fuerza de un mazo. El sonido resonó y le dolieron los oídos. Hubo otro estrépito. Luego otro. Mientras intentaba ponerse de pie, el ascensor dio un bandazo violento y golpeó con tanta fuerza el hueco que notó la onda expansiva en las paredes de acero. Entonces la caja se ladeó y la lanzó por el pequeño espacio hasta que se empotró en la pared opuesta.