Luego hubo otro estruendo en el techo.
«Dios mío, no.»
¿Estaba ahí arriba Ricky, intentando entrar a golpes para llegar hasta ella?
El ascensor volvió a elevarse unos centímetros, luego se balanceó con fuerza otra vez. Abby gimoteó aterrada. Sacó el móvil y pulsó el cursor. La luz se encendió y vio una pequeña hendidura en el techo.
Luego hubo otro golpe y la hendidura se hizo mayor. Motas de polvo se filtraron alocadamente.
Luego otro golpe. Y otro. Y otro. Más polvo.
Después silencio. Un largo silencio. Más tarde se oyó un sonido distinto: un ruido sordo. Era su corazón palpitando. Bum-bum… Bum-bum… Bum-bum. El rugido de su sangre circulando por las venas atronaba en sus oídos, como un océano embravecido dentro de ella.
La luz del móvil se apagó. Pulsó el cursor y volvió a encenderse. Estaba pensando, pensando desesperadamente. ¿Qué podía utilizar como arma contra él cuando entrara? Tenía un bote de espray de pimienta en el bolso, pero con eso sólo lograría aturdirle un momento, tal vez un par de minutos si le apuntaba a los ojos. Necesitaba algo con que noquearle.
Lo único que tenía era la bota. La cogió, consciente de que la piel suave estaba mojada, y tocó el tacón cubano. Su dureza le inspiró confianza. Podía esconderla detrás de su cuerpo, esperar a que asomara la cara y entonces lanzarla hacia arriba. Sorprenderle.
Un montón de preguntas daba vueltas en su cabeza. ¿Tenía la certeza de que Ricky se encontraba allí dentro? ¿La había esperado en la escalera y luego parado el ascensor de alguna forma cuando vio que lo cogía?
El silencio continuó. Sólo oía ese latido rápido de su corazón, como un guante de boxeo golpeando un saco de arena.
Entonces, a pesar del miedo, sintió un fogonazo de ira.
«¡Tan cerca, tan cerca, maldita sea! ¡Mis sueños están tan tentadoramente cerca! Tienes que salir de aquí dentro. ¡Tienes que salir de aquí como sea!»
De repente, el ascensor comenzó a elevarse despacio otra vez y entonces se paró con otra sacudida repentina.
El chirrido del metal contra el metal.
Luego la punta angulosa de una palanca penetró rechinando en la ranura de las puertas.
28
Septiembre de 2007
El gemido chirriante del cabrestante. El ruido del motor diesel de la grúa T &K del servicio de remolque 24 horas.
Lisa apartó con la mano una maldita nube de moscas.
– ¡Fuera, joder! -les gritó-. Largaos, ¿vale?
El ruido se transformó en un rugido cuando el cable de acero se tensó y el tipo de la cabina aceleró para dar más potencia al cabrestante.
Lisa estaba intrigada por saber qué pasaría a continuación, por descubrir para empezar qué hacía el coche allí abajo.
– Nadie conduce tres kilómetros por un camino de tierra y luego cae a un río por accidente -dijo MJ. Luego añadió-: Ni siquiera una mujer.
El comentario le valió una patada en la espinilla de Lisa.
Uno de los policías locales de Geelong que había aparecido, el más bajito y tranquilo de los dos, les dijo que seguramente el coche se había utilizado en un delito y luego lo habían despeñado. Quien lo hubiera dejado allí no había contado con que la sequía provocaría que el nivel del agua bajara tanto.
Una mosca se posó en la mejilla de Lisa. Se dio un bofetón en la cara, pero el insecto era demasiado rápido. El tiempo era distinto para las moscas, le había dijo un día MJ. Un segundo para un humano era como diez para una mosca, lo que significaba que la mosca lo veía todo como a cámara lenta. Disponía de todo el tiempo del mundo para escapar de una mano.
MJ lo sabía todo sobre moscas. No era sorprendente, pensó, si vivías en Melbourne y te gustaba ir al monte. Te convertías en un experto más deprisa de lo que jamás habrías creído posible. Se reproducían en el estiércol, le había contado la última vez que habían ido de camping, lo que implicaba que nunca más volvería a comer nada sobre lo que se hubiera posado una mosca.
Lisa miró el coche patrulla blanco con su franja a cuadros azules y blancos y la furgoneta blanca de la policía pintada igual, ambos con sus luces azules y rojas en el techo. De pie abajo entre los arbustos a orillas del río, había dos buzos de la policía con trajes de neopreno y aletas y máscaras en la cabeza, observando cómo el cabo de acero tenso salía sin pausa del agua.
Pero las moscas también tenían su función: ayudaban a quitar de en medio cosas muertas: pájaros, conejos, canguros y también seres humanos. Eran unos de los pequeños ayudantes de la Madre Naturaleza, sólo que resultaba que tenían unos modales horribles en la mesa, como vomitar en la comida antes de ingerirla. En general no eran buenos invitados a cenar, decidió Lisa.
Le caían gotas de sudor por la cara debido al calor. MJ la rodeaba con un brazo y en la otra mano sostenía una botella de agua que compartían. Lisa había pasado su brazo alrededor de la cintura de él, los dedos metidos en la cinturilla, notando el sudor en su camiseta húmeda. A las moscas les gustaba beber el sudor humano, ése era otro dato valioso que le había proporcionado MJ. No contenía muchas proteínas, pero sí los minerales que necesitaban. El sudor humano era el equivalente para las moscas de Perder, o Badoit, o cualquier otra marca de agua embotellada.
El río se convirtió en una masa repentina de remolinos justo delante de donde había entrado el cable. Era como si el agua estuviera hirviendo. Las burbujas explotaban en la superficie y se transformaban en espuma. El policía más alto y nervioso no paraba de gritar instrucciones que a Lisa le parecían innecesarias, ya que todo el mundo parecía saber qué debía hacer. Tenía el pelo muy corto y la nariz aguileña y Lisa supuso que tendría unos cuarenta y pocos años. Tanto él como su compañero más joven vestían de uniforme: camisa abierta con charreteras y un escudo tejido de la policía de Victoria en una manga, pantalones azul marino y zapatos resistentes. Las moscas también se divertían con ellos.
Lisa observó la parte trasera de un turismo verde oscuro rompiendo la superficie y el agua cayendo a borbotones de él.
El ruido anulaba el rugido del cabrestante y el bramido del motor de la grúa. Leyó la matrícula, OPH 010, y la leyenda que había escrita debajo: Victoria – El lugar donde estar.
¿Cuánto tiempo llevaba ahí abajo?
No era experta en coches, pero algo sí sabía; lo suficiente como para reconocer que se trataba de un Ford Falcon antiguo, de más de cinco años o quizás incluso diez. Pronto apareció el parabrisas trasero, luego el techo. La pintura brillaba con el agua, pero todo el cromo se había oxidado. Los neumáticos estaban casi desinflados y se agitaron sobre el terreno árido y arenoso cuando el coche fue arrastrado por detrás por la pendiente pronunciada. El agua salía del interior vacío a través de las ranuras de las puertas y los arcos de las ruedas.
Era una imagen estremecedora, pensó Lisa.
Al cabo de varios minutos, el Falcon por fin estuvo en terreno llano, inmóvil sobre las llantas, los neumáticos como panzas negras. Ahora el cable estaba flojo y el conductor de la grúa se había arrodillado debajo de la puerta trasera para desengancharlo. El chirrido del cabrestante había parado y el motor de la grúa calló. Sólo se oía el agua que caía del vehículo.
Los dos policías rodearon el coche, observando con cautela por las ventanillas. El alto y nervioso tenía la mano sobre la culata de la pistola, como si esperara que alguien saltara de dentro en cualquier momento y le desafiara. El más bajito apartó algunas moscas más con la mano. El ave del paraíso volvió a cantar en el silencio renovado.