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Entonces el policía más alto pulsó el botón de apertura del maletero. No pasó nada. Volvió a intentarlo, tirando de la puerta al mismo tiempo. Se levantó unos centímetros con un chirrido agudo de protesta de las bisagras oxidadas. Entonces lo abrió del todo.

Y retrocedió un paso, impactado al oler lo que había dentro antes incluso de verla.

– ¡Oh, Dios mío! -dijo, se dio la vuelta y le entraron arcadas.

29

Octubre de 2007

El gris era el color por defecto de la muerte, pensó Roy Grace. Huesos grises, cenizas grises cuando te incineraban, lápidas grises, radiografías dentales grises, las paredes grises del depósito de cadáveres. Te pudrieras en un ataúd o en un desagüe, todo lo que al final quedaba de ti sería gris.

Los huesos grises sobre una mesa de autopsias de acero gris analizados por instrumentos de acero grises. Incluso la luz era gris aquí dentro, una luz etérea extrañamente difusa que se filtraba por las ventanas grandes y opacas. Los fantasmas también eran grises; damas grises, hombres grises. Había muchos en la sala de autopsias del depósito de cadáveres municipal de Brighton y Hove. Los fantasmas de miles de personas desafortunadas cuyos restos habían acabado aquí, en estas instalaciones sombrías con sus paredes grises y rugosas, para descansar detrás de las puertas de acero gris de los congeladores antes de iniciar su penúltimo viaje a la funeraria, luego al entierro o la incineración.

Se estremeció, no pudo evitarlo. A pesar de que últimamente le importaba menos venir aquí, porque la mujer a quien amaba era la encargada, este lugar todavía le ponía los pelos de punta.

Le ponía los pelos de punta ver el esqueleto, con sus uñas postizas y mechones de pelo dorado todavía pegados al cráneo.

Y le ponía los pelos de punta ver a todas esas figuras con batas verdes presentes en la sala: Frazer Theobald, Joan Major y Barry Heath, la última incorporación al equipo de la oficina del forense de la zona. Era un hombre bajito, bien vestido y con cara de póquer que se había retirado hacía poco del cuerpo de policía. Su sórdido trabajo no consistía sólo en acudir a las escenas de los crímenes, sino también a las escenas de muertes repentinas, como en el caso de las víctimas de accidentes de tráfico y suicidios, y luego asistir a las autopsias. También estaba el fotógrafo del SOCO para registrar cada paso del proceso. Y Darren, el ayudante de Cleo, un chico de veinte años perspicaz, guapo y de carácter agradable, con el pelo negro de punta muy moderno, que había comenzado su vida laboral trabajando de aprendiz de carnicero. Y también Christopher Ghent, el odontólogo forense alto y aplicado que estaba ocupado sacando moldes de arcilla de los dientes del esqueleto.

Y finalmente Cleo. No estaba de guardia, pero había decidido que como a él le tocaba trabajar, ella también lo haría.

A veces a Roy le costaba creer que de verdad estuviera saliendo con aquella diosa.

La observó ahora, alta y de piernas largas y casi increíblemente hermosa con su bata verde, botas de agua blancas y la melena rubia recogida. Se movía por la sala, su sala, su territorio, con gracia y soltura, sensible pero al mismo tiempo impermeable a todos sus horrores.

Pero no dejó de preguntarse si, por efecto de alguna ironía terrible, estaría contemplando a la mujer que amaba amortajando los restos de la mujer que había amado.

La sala apestaba a desinfectante. Estaba amueblada con dos mesas de autopsias de acero con ruedas, una fijada a la otra, en las que ahora descansaban los restos de la mujer. Había un torno hidráulico azul junto a una hilera de neveras con puertas del suelo al techo. Las paredes estaban alicatadas en gris y un desagüe recorría todo el perímetro de la sala. En una pared había una fila de fregaderos con una manguera amarilla enrollada; en la otra una superficie de trabajo ancha, una tabla de cortar metálica y una vitrina de cristal llena de instrumentos, algunos paquetes de pilas Duracell y recuerdos truculentos que nadie más quería y que habían extraído de las víctimas -principalmente marcapasos.

Junto a la vitrina había un gráfico de pared en el que figuraba el nombre del fallecido, con columnas para el peso del cerebro, los pulmones, el corazón, el hígado, los riñones y el bazo. De momento, lo único que aparecía escrito en él era: Anón. Mujer.

La sala era bastante grande, pero esa tarde parecía abarrotada, como siempre que un patólogo del Ministerio del Interior practicaba una autopsia.

– Hay tres empastes -dijo Christopher Ghent a nadie en particular-. Una incrustación de oro. Un puente, superior derecho, del sexto al quinto. Un par de empastes de composite. Una amalgama.

Grace escuchaba, intentando recordar qué tipo de arreglos odontológicos se había hecho Sandy, pero la explicación era demasiado técnica para él.

De un maletín grande, Joan Major estaba sacando una serie de modelos de escayola. Estaban ahí, en pedestales cuadrados de plástico negro, como fragmentos arqueológicos rotos recuperados de una excavación importante. Los había visto antes, pero siempre le había costado comprender las diferencias sutiles que ilustraban.

Cuando Christopher Ghent acabó de recitar su análisis odontológico, Joan comenzó a explicar de qué manera cada modelo mostraba la comparación de las distintas etapas del desarrollo óseo. Concluyó declarando que los restos pertenecían a una mujer de unos treinta años de edad, tres años arriba, tres abajo.

Así que todavía encajaba con la franja de edad que tenía Sandy cuando desapareció.

Grace sabía que debía apartar aquella idea de su cabeza, que no era profesional dejarse influir por su vida personal. Pero ¿cómo podía evitarlo?

30

11 de septiembre de 2001

El suelo temblaba. Docenas de llaves ciegas, colgadas en filas de unos ganchos en la pared de la tienda, tintineaban. Varias latas de pintura cayeron de una estantería. La tapa de una saltó al chocar contra el suelo y la pintura de magnolia se derramó. Una caja de cartón se volcó y los tornillos de latón se retorcieron como gusanos por el linóleo.

Estaba oscuro en la ferretería estrecha y profunda situada a unos cientos de metros del World Trade Center en la que Ronnie se había refugiado siguiendo al policía alto. Unos minutos antes se había ido la corriente, sólo había encendida una luz de emergencia conectada a una batería. Un tornado de polvo rugiente pasó por delante del escaparate, más negro por unos momentos que la noche.

Una mujer descalza que llevaba un traje caro, y que no parecía haber estado en una ferretería en su vida, lloraba. Una figura delgada con un mono marrón y pelo gris atado en una coleta estaba detrás del mostrador que ocupaba todo el largo de la tienda, presidiendo la penumbra en un silencio lúgubre e impotente.

Ronnie todavía sujetaba con fuerza el asa de su trolley. Milagrosamente, el maletín todavía descansaba encima.

Fuera, un coche patrulla pasó girando boca abajo, como una peonza, y se detuvo. Tenía las puertas abiertas y la luz de dentro estaba encendida. Dentro no había nadie y el micrófono de la radio pendía del cable enrollado.

Una grieta apareció de repente en la pared a su izquierda y un grupo de estanterías, cargada de cajas de pinceles de distintos tamaños, cayó al suelo. La mujer que lloraba gritó.

Ronnie retrocedió un paso pegándose al mostrador, pensando. Una vez estaba en un restaurante en Los Ángeles y hubo un terremoto pequeño. Su compañero le dijo que los marcos de las puertas eran las estructuras más resistentes. Si el edificio se desmoronaba, la mejor opción para sobrevivir era ponerse debajo de uno.

Se dirigió hacia la puerta.

– Yo no saldría ahora, amigo -dijo el policía.

Entonces una avalancha de cascotes, cristales y escombros se desplomó justo delante del escaparate y sepultó el coche patrulla. La alarma antirrobo de la tienda se disparó, un aullido penetrante y quejumbroso. El tipo de la coleta desapareció un momento y el sonido calló, igual que el tintineo de las llaves.