Tenía otra razón para regresar a Brighton, una parte importante de sus planes. La salud de su madre empeoraba poco a poco y tenía que encontrarle una residencia privada bien dirigida donde pudiera disfrutar de cierta calidad de vida los años que le quedaban. Abby no quería que acabara en una de esas horribles salas geriátricas de la Seguridad Social. Ya había localizado una casa preciosa en el campo, cerca de allí. Era cara, pero ahora podía permitirse mantener allí a su madre durante años. Lo único que tenía que hacer era pasar inadvertida un poquito más.
De repente, su móvil pitó y recibió un mensaje. Miró la pantalla y sonrió cuando vio de quién era. Lo único que la ayudaba a aguantar eran estos mensajes que recibía cada pocos días.
La ausencia debilita los amores pequeños y fortalece los grandes, igual que el viento apaga la vela y aviva la hoguera.
Se quedó pensando unos momentos. Uno de los beneficios de disponer de tanto tiempo libre era que podía navegar por Internet durante horas sin sentirse culpable. Le encantaba recopilar citas y envió una de las que había guardado.
El amor no es mirarse a los ojos. El amor es mirar juntos en la misma dirección.
Por primera vez en su vida había conocido a un hombre que miraba en la misma dirección que ella. Ahora mismo sólo era un nombre en un mapa, imágenes descargadas de la red, un lugar que visitaba en sueños. Pero pronto los dos irían allí de verdad. Sólo debía tener un poco más de paciencia. Los dos debían tenerla.
Cerró la revista The Latest, donde había estado mirando casas de ensueño, apagó el cigarrillo, apuró la copa de Sauvignon e inició sus comprobaciones antes de salir de casa.
Primero se acercó a la ventana y miró a través de las persianas a la amplia hilera de casas estilo Regencia. El resplandor sódico de las farolas inundaba de naranja todas las sombras. Estaba lo bastante oscuro y el viento huracanado otoñal mandaba ráfagas de lluvia contra las ventanas con la fuerza de un perdigón. De niña, le asustaba la oscuridad. Ahora, irónicamente, hacía que se sintiera segura.
Conocía todos los coches que aparcaban regularmente en ambas aceras, con sus pegatinas de estacionamiento para residentes. Examinó cada uno con la mirada. Antes era incapaz de distinguir una marca de otra, pero ahora las conocía todas. El Golf GTI negro, mugriento y lleno de cagadas de pájaro; el monovolumen Ford Galaxy de la pareja que vivía con sus gemelos llorones en un piso al otro lado de la calle y que parecía pasarse la vida cargando bolsas de la compra y cochecitos plegables escaleras arriba y abajo; el Toyota Yaris pequeño y extraño; un Porsche Boxter antiguo que pertenecía a un joven que había decidido que era médico -seguramente trabajaba en el Royal Sussex County Hospital, que estaba cerca-; la furgoneta Renault blanca oxidada con los neumáticos desinflados y un cartel de SE vende escrito con tinta roja en un trozo de cartón marrón pegado a la ventanilla del copiloto. Había unos doce coches más a cuyos propietarios conocía de vista. Nada nuevo allí abajo, nada de qué preocuparse. Y no vio a nadie merodeando entre las sombras.
Apareció una pareja corriendo, los brazos en torno a un paraguas que amenazaba con doblarse hacia fuera en cualquier momento.
«Cerrar el pestillo de las ventanas del dormitorio, del cuarto de invitados, del baño, del salón comedor. Activar temporizadores en luces, televisión y radio de cada habitación. Pegar con Blu-Tack el hilo de coser, a la altura de la rodilla, de punta a punta del recibidor, justo delante de la puerta de entrada.
«¿Paranoica? Moi? ¡Como lo oyes!»
Descolgó el impermeable largo y el paraguas del perchero del vestíbulo estrecho, se acercó al umbral y observó por la mirilla. La recibió el resplandor amarillo pálido y frío del vestíbulo vacío.
Descorrió las cadenas de seguridad, abrió la puerta con cautela, salió y percibió al instante el olor a madera cortada. Cerró la puerta y giró las llaves en cada una de las tres cerraduras.
Luego, se quedó escuchando. Abajo, en algún lugar, en alguno de los otros pisos, sonaba un teléfono que nadie contestó.
Abby se estremeció mientras se ponía el impermeable ribeteado de borreguillo; todavía no se había acostumbrado a la humedad y el frío después de vivir años en un clima cálido. Todavía no se había acostumbrado a pasar un viernes por la noche sola.
El plan de hoy era ver una película, Expiación, en los multicines de la Marina, luego comer algo -quizá pasta- y, si reunía el valor suficiente, ir a un bar a tomar un par de copas de vino. Al menos así podía sentir el consuelo de mezclarse con otros seres humanos.
Iba vestida discreta, con unos vaqueros de diseño, botines y un jersey de cuello alto negro debajo del impermeable. Quería estar guapa, pero sin llamar la atención si acababa yendo a un bar. Abrió la puerta cortafuegos que daba a la escalera y vio para su desgracia que los obreros la habían dejado bloqueada para todo el fin de semana con placas de yeso y un montón de tablas de madera.
Los maldijo, sopesó si intentar pasar por en medio o no y luego, tras pensarlo mejor, pulsó el botón del ascensor y se quedó mirando la puerta metálica llena de rayones. Unos segundos después, oyó el ruido, las sacudidas y botes mientras el aparato subía obedientemente y llegaba a su piso con un sonido discordante. Entonces la puerta exterior se abrió con un golpe parecido a una pala allanando gravilla.
Entró y la puerta se cerró de nuevo con el mismo sonido, junto con las puertas dobles del ascensor, y quedó aprisionada. Olió el perfume de otra persona y el líquido limpiador de limón. El ascensor subió unos centímetros con una sacudida, tan violenta que Abby casi se cayó.
Y ahora, cuando ya era demasiado tarde para cambiar de idea y salir, y mientras las paredes metálicas se cerraban sobre ella y un espejo pequeño, casi opaco, reflejaba un atisbo de pánico en su rostro prácticamente invisible, el ascensor descendió con brusquedad.
Abby estaba a punto de descubrir que acababa de cometer un grave error.
3
Octubre de 2007
El comisario Roy Grace, sentado a la mesa de su despacho, colgó el teléfono y se recostó en la silla con los brazos cruzados, inclinándola hasta que tocó la pared. Mierda. Las cinco menos cuarto de la tarde de un viernes y su fin de semana acababa de echarse a perder literalmente. De irse por el desagüe, en todo caso.
Además, anoche había tenido una racha pésima en su partida de póquer semanal con los chicos y había perdido casi trescientas libras. «Nada como un viajecito al campo hasta un desagüe un viernes por la tarde lluvioso e inhóspito para ponerte de un humor de perros», pensó. Le llegó la ráfaga helada de viento que se colaba por las ventanas mal instaladas de su pequeño despacho y se quedó escuchando el repiqueteo de la lluvia. No era día para salir.
Maldijo al operador de la sala de control que acababa de llamar para comunicarle la noticia. Sabía que era cargarse al mensajero, pero lo había planeado todo para pasar la noche de mañana en Londres con Cleo, para tener un detalle con ella. Ahora tendría que cancelarlo por un caso que sabía instintivamente que no iba a gustarle, y todo porque era el investigador jefe de guardia en sustitución de un compañero que se había puesto enfermo.
Los asesinatos eran lo que hacía interesante este trabajo. En Sussex se producían entre quince y veinte al año, muchos de ellos en el municipio de Brighton y Hove y alrededores; eran más que suficientes para que cada investigador jefe se encargara de uno y tuviera ocasión de demostrar sus habilidades. Sabía que era un poco cruel pensar de esa manera, pero era un hecho que dirigir con éxito una investigación de asesinato brutal y destacada era una buena oportunidad para hacer carrera. Recibías la atención de la prensa y los ciudadanos, de tus compañeros y, lo más importante, de tus jefes. Conseguir una detención y una condena proporcionaba una satisfacción inmensa. Era algo más que un trabajo hecho, porque permitía a la familia de la víctima cerrar un capítulo, pasar página. Para Grace, éste era el factor más importante.