Le gustaba trabajar en asesinatos en los que había un rastro caliente, vivo, donde podía meterse en la acción con un subidón de adrenalina, pensar con rapidez, impulsar a su equipo a trabajar veinticuatro horas al día siete días a la semana y tener muchas probabilidades de atrapar al culpable.
Pero por el informe del operador, el hallazgo en el desagüe indicaba cualquier cosa menos un asesinato reciente: eran restos óseos. Tal vez ni siquiera fuera un asesinato, podría tratarse de un suicidio, quizás aun de una muerte natural. Incluso existía la remota posibilidad de que fuera un maniquí de escaparate, algo que ya había sucedido antes. Estos restos podían llevar décadas allí, conque un par de días más no habrían supuesto una gran diferencia, maldita sea.
Sintiéndose culpable por aquel destello repentino de rabia, miró las veintitantas cajas azules que, en pilas de dos y tres, abarrotaban casi todas las zonas del suelo enmoquetado de su despacho que no estaban ocupadas ya por la pequeña mesa de reuniones y las cuatro sillas.
Cada caja contenía expedientes clave de un asesinato sin resolver: eran casos abiertos. El resto de archivos atestaban los armarios situados en otras partes de la central del Departamento de Investigación Criminal, o estaban cerrados bajo llave, cogiendo polvo, en un garaje húmedo de la policía en el área donde tuvo lugar el asesinato, o archivados en un sótano olvidado, junto con todas las pruebas, etiquetadas y guardadas en bolsas.
Y tenía la sensación, nacida de casi veinte años de experiencia investigando asesinatos, de que lo que le esperaba ahora en el desagüe tenía muchas probabilidades de acabar siendo otra caja azul en el suelo.
Estaba tan saturado de papeleo en estos momentos que apenas había un centímetro cuadrado de su mesa que no estuviera enterrado bajo montones de documentos. Tenía que repasar las cronologías, pruebas, declaraciones y todo lo que necesitaba la fiscalía para dos juicios por asesinato que iban a celebrarse el año próximo. Uno estaba relacionado con un delincuente asqueroso de Internet llamado Carl Venner, el otro con un psicópata llamado Norman Jecks.
Mientras revisaba un documento preparado por Emily Gaylor, una joven de la Unidad de Juicios de Brighton, descolgó el teléfono y marcó una extensión. Estar a punto de arruinarle el fin de semana a otra persona sólo le proporcionó un mínimo de satisfacción.
Contestaron casi de inmediato.
– Sargento Branson.
– ¿Qué estás haciendo?
– Iba a irme a casa, viejo, gracias por preguntar -dijo Glenn Branson.
– Respuesta equivocada.
– No, respuesta correcta -insistió el sargento-. Ari tiene clase de doma y me toca cuidar de los niños.
– ¿Doma? ¿Y eso qué es?
– Algo que hace con su caballo y que cuesta treinta libras la hora.
– Pues tendrá que llevarse a los niños con ella. Te veo en el aparcamiento dentro de cinco minutos. Tenemos que echar un vistazo a un cadáver.
– Preferiría irme a casa, en serio.
– Y yo. E imagino que el cadáver también preferiría estar en casa -contestó Grace-. En casa viendo la tele con una buena taza de té en lugar de descomponiéndose en un desagüe.
4
Octubre de 2007
Al cabo de tan sólo unos segundos, el ascensor se detuvo con una sacudida y se balanceó de un lado a otro, golpeando las paredes con un ruido que resonó como si dos bidones de aceite chocaran entre sí. Luego, se meció hacia delante y tiró a Abby contra la puerta.
Casi al instante, volvió a bajar bruscamente en caída libre. Abby soltó un quejido. Por una milésima de segundo, el suelo enmoquetado se alejó de ella, como si fuera ingrávida. Entonces hubo un estrépito, el suelo pareció subir y le golpeó en los pies con tanta fuerza que se quedó sin respiración y notó como si las piernas le subieran hasta el cuello.
El ascensor se torció, la lanzó como un títere roto contra el espejo de la pared de atrás y volvió a sacudirse antes de quedarse casi parado, columpiándose ligeramente, el suelo inclinado en un ángulo extraño.
– Dios mío -susurró Abby.
Las luces del techo parpadearon, se apagaron, volvieron a encenderse. Percibió un hedor acre a instalación eléctrica quemada y vio pasar una columna fina de humo, despacio, delante de ella.
Aguantó la respiración, atrapando otro grito en su garganta. Era como si aquella maldita cosa estuviera suspendida de un hilo muy fino y desgastado.
De repente, oyó como si algo se desgarrara encima de ella. Metal rasgándose. Sus ojos miraron hacia arriba absolutamente aterrorizados. No entendía mucho de ascensores, pero parecía como si algo estuviera rompiéndose. Poniéndose en lo peor, se imaginó que la argolla que sujetaba el cable al tejado se partía.
El ascensor cayó unos centímetros.
Abby chilló.
Luego descendió unos centímetros más, el suelo estaba cada vez más inclinado.
Dio un bandazo hacia la izquierda con un estrépito metálico, después se hundió un poco más. Oyó un crujido brusco sobre su cabeza, como si algo se soltara.
El ascensor cayó unos centímetros más.
Cuando Abby se movió para intentar recuperar el equilibrio, se cayó y se golpeó el hombro contra una pared, luego la cabeza contra las puertas. Se quedó quieta un momento, con el polvo de la moqueta entrándole en la nariz, sin atreverse a moverse, mirando al techo. Había un cristal opaco en el centro con franjas iluminadas a cada lado. Tenía que salir de esta cosa, lo sabía, tenía que salir deprisa. En las películas, los ascensores tenían una trampilla en el techo. ¿Por qué éste no?
No llegaba al panel de botones. Intentó ponerse de rodillas y alcanzarlo, pero el ascensor comenzó a balancearse con tanta fuerza, golpeando otra vez los lados del hueco como si realmente pendiera de un hilo, que se detuvo, temerosa de que un movimiento más pudiera soltarlo.
Se quedó quieta unos momentos, hiperventilando, presa del terror más absoluto, escuchando cualquier sonido que indicara que alguien acudía en su ayuda. No oyó nada. Si Hassan, su vecino de dos pisos más abajo, estaba fuera, y si el resto de residentes también lo estaban, o en sus pisos con los televisores a todo volumen, nadie sabría lo que estaba ocurriendo.
«La alarma. Debo tocar la alarma.»
Respiró hondo varias veces. Tenía la cabeza tensa, como si el cuero cabelludo le estuviera pequeño. Las paredes se cerraban sobre ella de repente y luego se expandían, alejándose antes de volver a contraerse, como si fueran pulmones. Se acercaban, luego se alejaban otra vez, pulmones que respiraban, que latían. Tenía un ataque de pánico.
– Hola -dijo en voz baja, en un susurro ronco, repitiendo las palabras que le había enseñado su terapeuta para cuando sintiera que iba a tener un ataque de pánico-. Me llamo Abby Dawson. Estoy bien. Sólo es una reacción química chunga. Estoy bien, estoy en mi cuerpo, no estoy muerta, se me pasará.
Se arrastró unos centímetros hacia el botón de alarma. El suelo se meció, giró, como si estuviera sobre una tabla que se mantenía en equilibrio sobre la punta de un palo puntiagudo y fuera a caer en cualquier momento. Esperó a que se estabilizara y volvió a avanzar un poco. Luego un poco más. Otra voluta de humo azul, acre, pasó a su lado, en silencio, como un genio. Alargó el brazo, estirándose tanto como pudo, y clavó con fuerza el dedo tembloroso en el botón metálico gris donde había impresa en rojo la palabra Alarma.
No sucedió nada.
5
Octubre de 2007
La luz del día empezaba a apagarse cuando, sumido en sus pensamientos, Roy Grace giró el Hyundai gris camuflado de la policía en Trafalgar Street. La calle tal vez llevara con orgullo el nombre de una gran victoria naval, pero esta parte era cutre y estaba flanqueada de tiendas y edificios mugrientos y dejados de la mano de Dios y, durante casi todo el día y la noche, de traficantes de drogas. Menos mal que esta tarde el tiempo espantoso los mantenía a todos en casa, menos a los más desesperados. Glenn Branson, vestido elegantemente con un traje marrón de raya diplomática y una corbata de seda inmaculada, estaba sentado a su lado en silencio, taciturno.