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– Necesitarán linternas -dijo el policía.

Grace encendió la suya, luego la apagó. Branson hizo lo mismo. Un segundo agente, que también llevaba una chaqueta amarilla brillante, les guio bajo la luz mortecina. Caminaron en el barro pegajoso y surcado de huellas de neumático profundas y cruzaron el solar extenso.

Pasaron por delante de una grúa alta, una excavadora silenciosa y pilas de material de construcción protegidas debajo de unos plásticos que se agitaban con el viento. El muro Victoriano de ladrillo rojo desmoronado, que revestía los cimientos del aparcamiento de la estación de Brighton, se levantaba abruptamente delante de ellos. Más allá de la oscuridad, podían ver el resplandor naranja de las luces de la ciudad a su alrededor. Una placa suelta de la valla repiqueteaba y, en algún lugar, dos trozos de metal chocaban entre sí.

Grace examinó el terreno. Estaban colocando los cimientos. Excavadoras pesadas habrían estado trabajando en la zona durante meses. Tendrían que buscar las pruebas dentro del desagüe; las que hubiera fuera habrían desaparecido mucho tiempo atrás.

El agente se detuvo y señaló un cauce excavado seis metros por debajo de ellos. Grace contempló lo que parecía una serpiente prehistórica parcialmente enterrada con un agujero irregular en la espalda. El mosaico de ladrillos, tan viejos que casi habían perdido el color, formaban parte de un túnel semisumergido que se elevaba sobre la superficie del barro en algunos puntos: el desagüe de la vieja línea del ferrocarril de Brighton a Kemp Town.

– Nadie sabía que estaba ahí abajo -dijo el agente-. La excavadora lo partió hoy a primera hora.

Roy Grace retrocedió un momento, intentando superar su miedo a las alturas, incluso a esa distancia relativamente pequeña. Entonces, respiró hondo, bajó como pudo la pendiente empinada y resbaladiza y exhaló aliviado cuando llegó abajo sin caerse e intacto. De repente, el cuerpo de la serpiente parecía mucho mayor y más expuesto que desde arriba. La forma redondeada se curvaba delante de él, hasta casi dos metros de altura, calculó. El agujero del centro parecía oscuro como una cueva.

Avanzó hacia él, consciente de que Branson y el agente estaban justo detrás y sabiendo que necesitaba dar ejemplo.

Encendió la linterna mientras entraba en el desagüe y las sombras brincaron con furia delante de él. Agachó la cabeza, frunciendo la nariz por el fuerte olor fétido a humedad. Aquí dentro era más penetrante de lo que parecía desde fuera; era como estar en un túnel antiguo del metro, sin andén.

– El tercer hombre -dijo Glenn Branson de repente-. Esa película sí que la has visto. La tienes en casa.

– ¿La de Orson Welles y Joseph Cotten? -dijo Grace.

– Sí, ¡buena memoria! Las alcantarillas siempre me la recuerdan.

Grace dirigió el potente haz de luz hacia la derecha. Oscuridad, charcos relucientes de agua, ladrillos antiguos. Luego enfocó hacia la izquierda y pegó un bote.

– ¡Mierda! -gritó Glenn Branson, y su voz resonó alrededor.

Aunque Grace ya se lo esperaba, lo que vio, varios cientos de metros más adelante en el túnel, le asustó igualmente: un esqueleto, reclinado contra la pared, enterrado parcialmente en el cieno. Parecía como si sólo estuviera repantigado, esperándole. Largos mechones de pelo seguían pegados en varias zonas del cuero cabelludo, pero aparte de eso, básicamente eran huesos pelados, roídos o putrefactos, con algunos pedazos minúsculos de carne disecada.

Avanzó hacia él por el barro, con cuidado de no resbalar en el mantillo. Dos puntitos rojos aparecieron un instante y se esfumaron; una rata. Dirigió el haz de luz otra vez hacia el cráneo y su rictus idiota le dio escalofríos.

Y también le estremeció algo más.

El pelo. A pesar de que había perdido su lustre hacía tiempo, tenía el mismo largo y el mismo tono dorado que el cabello de su esposa Sandy, desaparecida muchos años atrás.

Intentando apartar aquel pensamiento de su mente, se giró hacia el agente y le preguntó:

– ¿Ya han registrado todo el túnel?

– No, señor, he pensado que debíamos esperar a los del SOCO.

– Bien.

Grace sintió alivio, se alegraba de que el joven hubiera tenido el sentido común de no arriesgarse a contaminar o destruir ninguna prueba que todavía pudiera quedar aquí abajo. Luego se percató de que le temblaba la mano. Volvió a enfocar la luz hacia el cráneo.

Hacia los mechones de pelo.

El día que él cumplió los treinta, hacía poco más de nueve años, Sandy, la mujer a la que adoraba, desapareció de la faz de la tierra. La había estado buscando desde entonces. Preguntándose todos los días, y todas las noches, qué le habría sucedido. ¿La habían secuestrado y encerrado en algún lugar? ¿Se había fugado con un amor secreto? ¿La habían asesinado? ¿Seguía viva o estaba muerta? Incluso había recurrido a médiums, clarividentes y a casi todos los tipos de parapsicólogos que pudo encontrar.

Recientemente había ido a Múnich, donde cabía la posibilidad de que la hubieran visto. No era descabellado, ya que unos parientes suyos por parte de madre vivían cerca de allí. Pero ninguno había tenido noticias de ella, y todas sus pesquisas, como siempre, habían resultado infructuosas. Cada vez que aparecía una mujer muerta sin identificar que encajaba remotamente en la franja de edad de Sandy, se preguntaba si quizás esta vez era ella.

Y el esqueleto que tenía ahora delante de él, en este desagüe enterrado de la ciudad en la que había nacido y crecido, donde se había enamorado, parecía provocarle, como diciéndole: «¡Ya tardabas!».

6

Octubre de 2007

Abby, tumbada en el suelo duro enmoquetado, miró el cartel pequeño junto al panel de botones en la pared gris. En letras rojas mayúsculas sobre fondo blanco decía:

En caso de averia

yamar al 013 228 7828

o marcar el 112

La mala ortografía no le transmitió demasiada confianza precisamente. Debajo del panel de botones había una puertecita de cristal estrecha con una grieta. Despacio, centímetro a centímetro, se arrastró por el suelo. Sólo estaba a un paso, pero como el ascensor se balanceaba con violencia con cada movimiento, era como si se encontrara en la otra punta del mundo.

Por fin la alcanzó, la abrió y descolgó el auricular, que pendía de un cable enrollado.

No había línea.

Dio unos golpecitos en la horquilla y el ascensor volvió a agitarse con fuerza, pero no hubo ningún sonido. Marcó los números, por si acaso. Nada tampoco.

«Genial -pensó-. Estupendo.» Entonces sacó con cuidado el móvil de su bolso y marcó el 112.

El teléfono le respondió con un pitido agudo. En la pantalla apareció el mensaje: Sin cobertura de red.

– Dios mío, no, no me hagas esto.

Respirando deprisa, apagó el teléfono. Luego, unos segundos después, volvió a encenderlo, observó, esperando a que apareciera sólo una rayita. Pero no pasó nada.

Volvió a marcar el 112 y escuchó el mismo pitido agudo y recibió el mismo mensaje. Volvió a intentarlo, luego otra vez, pulsando las teclas cada vez más fuerte.

– Vamos, vamos. Por favor, por favor.

Volvió a mirar la pantalla. A veces la cobertura iba y venía. Quizá si esperaba…

Entonces gritó, primero tímidamente.

– ¿Hola? ¡Socorro!

Su voz sonó débil, encapsulada.

Se llenó los pulmones de aire y gritó a voz en cuello:

– ¿Hola? ¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Me he quedado encerrada EN EL ASCENSOR!

Esperó. Silencio.

Un silencio tan alto que podía oírlo. El zumbido de una de las luces del panel de arriba. Los latidos de su corazón. El sonido de la sangre fluyendo por sus venas. El silbido acelerado de su propia respiración.

Veía las paredes cerrándose sobre ella.

Cogió aire, luego lo soltó. Volvió a mirar la pantalla del móvil. Le temblaba tanto la mano que le resultaba casi imposible leerla.