Los números estaban borrosos. Respiró hondo una vez y luego otra. Marcó de nuevo el 112. Nada. Colgó el teléfono y golpeó con fuerza la pared.
Hubo un estruendo y el ascensor se balanceó de forma alarmante, pegó en una pared del hueco y descendió unos centímetros más.
– ¡Socorro! -chilló Abby.
Incluso ese grito provocó que el ascensor se meciera y chocara otra vez contra uno de los lados. Se quedó quieta. El ascensor dejó de moverse.
Entonces, además de terror, sintió un fogonazo de ira histérica por encontrarse en aquel aprieto. Avanzó unos pasos y empezó a golpear las puertas metálicas y a chillar al mismo tiempo; gritó hasta que le dolieron los oídos por el estrépito y se le secó tanto la garganta que no pudo continuar y comenzó a toser, como si hubiera tragado polvo.
– ¡Quiero salir!
Entonces, de repente, notó que el ascensor se movía, como
si alguien hubiera empujado el techo hacia abajo. Miró deprisa arriba y aguantó la respiración, a la escucha. Pero lo único que oyó fue silencio.
7
11 de septiembre de 2001
Lorraine Wilson estaba en topless sobre una tumbona en el jardín, aprovechando los últimos días de verano, intentando prolongar el bronceado. Oculta tras unas gafas de sol grandes y ovaladas, miró el reloj, el Rolex de oro que Ronnie le había regalado por su cumpleaños, en junio, y que insistía en que era auténtico. Pero ella no se lo creía. Le conocía demasiado bien. No se habría gastado diez mil libras cuando podía comprar algo que parecía igual por cincuenta. Y menos en este momento, con los problemas económicos que tenía.
No es que compartiera sus preocupaciones con ella, pero Lorraine lo sabía por lo estricto que se había vuelto últimamente con todo, comprobando las facturas del supermercado, quejándose por el dinero que gastaba en ropa, peluquería e incluso en los almuerzos con sus amigas. Algunas zonas de la casa estaban tan viejas que daba vergüenza, pero Ronnie se había negado a llamar a los decoradores y le había dicho que tendrían que ahorrar.
Lo quería muchísimo, pero había una parte de él a la que no podía acceder, como si tuviera un compartimento interno secreto donde se encerraba y se enfrentaba a su demonio particular, él solo. Tenía una ligera idea de cuál era ese demonio: su determinación por demostrar al mundo, y en particular a todo aquel que lo conocía, que era un hombre de éxito.
Por eso había comprado esta casa al lado de Shirley Drive que en realidad no podían permitirse. No era grande, pero estaba en uno de los barrios residenciales más caros de Brighton y Hove, una zona tranquila y escarpada de viviendas con jardines grandes en calles flanqueadas de árboles. Y como la casa era moderna, con dos niveles, tenía un aspecto distinto a la mayoría de las residencias eduardianas convencionales de imitación Tudor que eran el pilar de aquel lugar; la gente no se daba cuenta de que en verdad la casa era pequeña. Los tablones de teca y la pequeña piscina exterior le añadían un toque de glamour al estilo Beverly Hills.
Eran las 13.50. Qué bonito que acabara de llamarla. Las zonas horarias siempre la confundían; le resultaba extraño que él estuviera desayunando y ella almorzando requesón y frambuesas. Le alegraba que regresara esta noche. Siempre le echaba de menos cuando estaba fuera, y como sabía que era un mujeriego, siempre se preguntaba qué hacía cuando estaba solo. Pero esta vez era un viaje corto; únicamente tres días, no estaba tan mal.
Esta parte del jardín era totalmente privada, oculta a los vecinos por un enrejado alto entretejido con hiedra adulta y un enorme rododendro descontrolado que parecía ambicionar ser árbol. Contempló el limpiapiscinas electrónico mientras el aparato cruzaba el agua azul arriba y abajo, formando ondas. Alfie, su gato atigrado, parecía haber encontrado algo interesante detrás del rododendro y caminaba despacio por delante, miraba, luego se daba la vuelta, volvía a pasar despacio y miraba un poco más.
Nunca sabías qué pensaban los gatos, pensó de repente. En realidad, Alfie era un poco como Ronnie.
Dejó el plato en el suelo y cogió el Daily Mail. Tenía una hora y media antes de salir para la peluquería. Iba a darse reflejos y luego a hacerse la manicura. Siempre quería estar guapa para él.
Deleitándose con los cálidos rayos del sol, pasó las páginas. Dentro de unos minutos, se levantaría y plancharía sus camisas. Quizá Ronnie comprara relojes falsos, pero siempre compraba camisas buenas y siempre en Jermyn Street, en Londres. Le obsesionaba que estuvieran perfectamente planchadas. Ahora que la mujer de la limpieza se había marchado, como parte del recorte de gastos, tenía que encargarse ella de todas las tareas domésticas.
Sonriendo, recordó sus primeros tiempos con Ronnie, cuando realmente le gustaba lavarle y plancharle la ropa. Hacía diez años, cuando se conocieron, ella trabajaba de demostradora de productos en el duty free del aeropuerto de Gatwick y Ronnie estaba recomponiendo los pedazos rotos de su vida después de que su hermosa pero estúpida mujer lo abandonara y se fuera a Los Angeles a vivir con alguien que había conocido una noche de fiesta con sus amigas en Londres, un director de cine que iba a convertirla en una estrella.
Recordó sus primeras vacaciones juntos, en un pequeño piso alquilado a las afueras de Marbella con vistas a Puerto Banús. Ronnie bebía cerveza en el balcón, mirando con envidia los yates, y le prometió que algún día ellos tendrían el más grande del puerto. Sabía cómo galantear a una mujer, sí señor. Era un maestro.
Nada le había gustado más que lavarle la ropa. Sentir en sus manos sus camisetas, bañadores, ropa interior, calcetines y pañuelos. Aspirar sus olores masculinos. Era sumamente satisfactorio planchar aquellas camisas preciosas y luego vérselas llevar, como si vistiera una parte de ella.
Ahora hacer estas tareas era una lata y vio que le molestaba la mezquindad de Ronnie.
Retomó el artículo sobre la terapia hormonal sustitutiva que había comenzado a leer: el debate actual sobre si reducir los síntomas de la menopausia y preservar la belleza juvenil compensaba los riesgos adicionales de padecer cáncer de mama y otras sorpresas desagradables. Una avispa zumbó alrededor de su cabeza y la apartó con la mano, luego se quedó mirando su propio torso. Le quedaban dos años para cumplir los cuarenta y todo comenzaba ya a mirar hacia abajo, excepto sus carísimos pechos.
Lorraine no era una belleza perfecta y atractiva, pero siempre había sido, en palabras de Ronnie, monísima. Debía su cabello rubio a su abuela noruega. No hacía muchos años, como millones de rubias más de todo el planeta, había copiado el clásico peinado de la princesa Diana de Gales, y en un par de ocasiones incluso le habían preguntado si era ella.
«Ahora tendré que hacer algo con el resto de mi cuerpo», pensó con tristeza.
Recostada en la silla, su abdomen parecía la bolsa de un canguro. Era como la tripa de las mujeres que habían tenido varios hijos y que habían perdido tono muscular o cuya piel había estado permanentemente tensada. Y tenía celulitis en la parte superior de los muslos.
Su cuerpo sufría todo ese desastre a pesar -y para disgusto de Ronnie por el gasto que suponía- de ejercitarse tres veces a la semana con un entrenador personal.
La avispa regresó, zumbando alrededor de su cabeza.
– Joder -dijo, apartándola con la mano otra vez-. Vete.
Entonces sonó el teléfono. Se agachó y cogió el inalámbrico. Era su hermana, Mo, y su voz habitualmente alegre parecía extrañamente turbada.
– ¿Tienes la tele puesta?
– No, estoy fuera en el jardín -contestó Lorraine.
– Ronnie está en Nueva York, ¿verdad?
– Sí… Acabo de hablar con él. ¿Por qué?
– Ha pasado algo horrible. Está en todos los canales. Un avión se ha estrellado contra una de las Torres Gemelas.