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Roy sólo le escuchaba a medias. Estaba cansado; era tarde según la hora del Reino Unido. El día de hoy no había aportado nada, sólo un resultado negativo tras otro, aparte de la compra exitosa de una muñeca Bratz de aspecto precoz para su ahijada. En su opinión, la muñeca parecía una Barbie que trabajaba en la industria del sexo. Pero, como reflexionó luego, ¿qué sabía él sobre los gustos de las niñas de nueve años?

El director del W añadió poco a lo que Grace ya sabía, aparte de que Ronnie había visto una película porno de pago a las once de la noche, por si la información servía de algo.

Y ninguno de los siete comerciantes de sellos que había visitado aquella tarde había reconocido ni el nombre de Wilson ni su fotografía.

Mientras el primo de Pat seguía parloteando sobre la ciencia que había detrás de la cerveza que más le gustó a Roy, la Checker Cab Blonde Ale, él miraba la noche por la ventana. Veía las jarcias de yates en el puerto deportivo y detrás, más allá de la oscuridad del Hudson, las luces de Nueva Jersey. Esta ciudad era inmensa. Tantas personas yendo y viniendo… Vivir aquí, como en cualquier ciudad grande, significaba ver miles de caras todos los días. ¿Qué probabilidades había de encontrar a alguien que recordara una cara de seis años atrás?

Pero debía intentarlo. Llamar a las puertas, el viejo método de la policía. Las probabilidades de que Ronnie siguiera aquí eran escasas. Lo más probable era que estuviera en Australia, sin duda las últimas pruebas señalaban en esa dirección. Mientras Patrick pasaba a explicar cómo se conseguían los sabores sutiles a caramelo de la Sunset Red Ale, intentó hacer un cálculo mental rápido de los husos horarios.

Eran las siete de la tarde. En Melbourne eran diez horas más que en el Reino Unido, así que ¿cuántas iba por delante de Nueva York, donde eran cinco horas más, no, menos, que en el Reino Unido? Dios mío, los cálculos le daban dolor de cabeza.

Y durante todo el rato no dejó de asentir educadamente a las palabras de Patrick.

Eran quince horas más, resolvió. Media mañana. Con suerte, adelantándose a la visita de Norman y Nick, la policía de Melbourne comenzaría a comprobar si Ronnie Wilson había entrado en Australia en algún momento después de septiembre de 2001.

Había algo más, recordó de repente, mientras sacaba a escondidas su libreta y pasaba un par de páginas hasta llegar a las notas que había tomado durante la reunión con Terry Biglow: la lista de conocidos y amigos de Ronnie Wilson. «Chad Skeggs», había escrito. «Emigrado a Australia.» Como consecuencia de lo que le había contado Branson, y la posibilidad de que Ronnie Wilson estuviera en Australia, iba a convertir en asunto prioritario que Potting y Nicholl encontraran a Chad Skeggs.

Patrick terminó por fin y fue a buscarle a Roy su jarra de Checker Cab. Los tres detectives levantaron sus vasos.

– Gracias por vuestro tiempo, chicos, os lo agradezco -dijo Grace-. Yo invito.

– Estás en el local de mi primo -dijo Pat-. No pagarás ni un centavo.

– Cuando estás con nosotros en Nueva York eres nuestro invitado -dijo Dennis-. Pero, joder, cuando vayamos nosotros a Inglaterra, ¡será mejor que rehipoteques la casa, tío!

Se rieron.

Entonces, de repente, Pat pareció triste.

– Oye, ¿alguna vez te he contado eso del 11-S sobre los perros «psicólogos»?

Grace dijo que no con la cabeza.

– Llevaron perros a la zona, a los escombros, ya sabes, a la panza de la bestia, para que los trabajadores los acariciaran.

Dennis asintió, respaldando su historia.

– Por eso los llamaron perros «psicólogos».

– Era una especie de terapia -dijo Pat-. Encontrábamos cosas tan horribles… Imaginaron que acariciar a los perros nos transmitiría sensaciones positivas, el contacto con un ser vivo, alegre.

– ¿Sabes? Creo que funcionó -dijo Dennis-. Todo lo que ocurrió el 11-S, ¿sabes?, sacó lo mejor de las personas de esta ciudad.

– Y también hizo salir a muchos estafadores -le recordó Pat-. En el Muelle 92 dábamos dinero en efectivo, entre mil quinientos y dos mil quinientos pavos, dependiendo de las necesidades de cada persona, para ayudar a quienes estuvieran pasando por dificultades económicas inmediatas. -Se encogió de hombros-. Los estafadores no tardaron mucho en enterarse. Vinieron varios y nos timaron, dijeron que habían perdido a un familiar, y no era verdad.

– Pero los pillamos -dijo Dennis con una sonrisa de satisfacción-. Los pillamos después. Nos costó un poco, pero pillamos a todos esos cabrones.

– Salieron cosas buenas de aquel día -dijo Pat-. Devolvió algo de corazón y alma a esta ciudad. Creo que ahora la gente es un poco más amable.

– Y algunas personas son mucho más ricas -dijo Dennis.

Pat asintió.

– Eso seguro.

Dennis se rio de repente.

– Rachel, mi mujer, tiene un tío que trabaja en el Garment District. Tiene un negocio de bordado, fabrica cosas para las tiendas de recuerdos. Un par de semanas después del 11-S me pasé a verle. Es un judío pequeñajo, ¿vale?, un kike, como los llamamos aquí. Tiene ochenta y dos años y sigue trabajando catorce horas al día. Es el tipo más bueno que puedas conocer, su familia escapó del Holocausto y vino aquí; no hay nadie a quien no ayudaría. En cualquier caso, entré allí y nunca había visto el local tan lleno. Había trabajadores por todas partes. Pilas de camisetas, sudaderas, gorras de béisbol, gente bordando, planchando, cosiendo a máquina, metiendo el material en bolsas. -Bebió un trago de cerveza y sacudió la cabeza con incredulidad-. Había tenido que contratar personal extra. No podía hacer frente a todos los pedidos. Todo lo que estaba fabricando eran artículos conmemorativos de las Torres Gemelas. Le pregunté cómo le iba. Estaba ahí sentado en mitad de todo aquel caos y me miró con una sonrisita en los labios y me dijo: «El negocio va bien, nunca ha ido mejor». -Dennis asintió, luego se encogió de hombros y torció el gesto-. ¿Sabes qué? Siempre hay alguien que gana pasta con las tragedias.

99

2 de noviembre de 2001

Lorraine estaba tumbada en la cama. Las pastillas para dormir que le había recetado el médico eran tan eficaces como un espresso doble.

Tenía el televisor encendido, ese portátil pequeño y mierdoso de la habitación de invitados, el único que no habían embargado los jueces porque no se debía ningún pago. Ponían una película antigua. Se había perdido el título, pero dejaba el aparato encendido siempre, como si la pantalla fuera un fondo de escritorio. Le gustaba la luz que emitía, los ruidos, la compañía.

Steve McQueen y Faye Dunaway jugaban al ajedrez en una casa elegante con una iluminación melancólica. Había una atmósfera muy erótica y cargada entre ellos, con todo tipo de matices.

Ella y Ronnie solían jugar a juegos. Recordó aquellos primeros años, cuando estaban locos el uno por el otro y a veces hacían cosas descabelladas. Jugaban al «strip-ajedrez» y Ronnie siempre la desplumaba y la dejaba desnuda mientras él se quedaba totalmente vestido. Y al «strip-Scrabble».

No volverían a jugar más. Se sorbió la nariz.

Le costaba mucho concentrarse, pensar con claridad. No dejaba de pensar en Ronnie. Le echaba de menos. Soñaba con él las pocas veces que lograba dormir el rato suficiente para soñar. Y en sus sueños estaba vivo, sonreía, le decía que era estúpida por creer que había muerto.

Todavía temblaba cuando recordaba el contenido del sobre de FedEx que había recibido a finales de septiembre, con fotografías de la cartera de Ronnie y de su teléfono móvil. Lo peor había sido la instantánea de la cartera chamuscada. ¿Había muerto quemado?

De repente, la invadió una oleada de dolor. Empezó a sollozar. Agarrando la almohada, lloró a lágrima viva.