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– ¿En serio? Qué interesante. ¡Es muy interesante, sí!

– ¿Cree que podría haber alguna relación, señor?

– Yo diría que sí, sargento, seguro, del mismo modo que relacionaría un pescado podrido con el mal olor.

102

3 de noviembre de 2001

En algún momento a primera hora de la mañana, mientras Lorraine yacía despierta en la cama, escuchando los ronquidos de Ronnie, la alegría y el alivio que sentía por que estuviera vivo comenzaron a transformarse en ira.

Después, cuando él se despertó e insistió en no descorrer las cortinas del dormitorio ni subir las persianas de la cocina, se encaró a él en la mesa del desayuno. ¿Por qué la había hecho sufrir tanto? Podría haberle hecho una llamada rápida, ¿no?, para explicárselo todo y entonces no habría vivido en un infierno durante casi dos meses.

Entonces se echó a llorar.

– No podía arriesgarme -dijo Ronnie, acunándole la cara en sus brazos-. Tienes que entenderlo, nena. Una sola llamada desde Nueva York en tu factura podría haber suscitado preguntas. Y tenía que cerciorarme de que interpretabas el papel de viuda desconsolada.

– Sí, pues sí lo interpreté muy bien, joder -dijo ella, secándose los ojos. Entonces sacó un cigarrillo-. Tendrían que darme un puto Oscar.

– Te merecerás uno cuando acabemos.

Lorraine lo agarró de la muñeca fuerte y velluda y la atrajo hacia su cara.

– Me siento tan segura contigo, Ronnie. Por favor, no te vayas. Podrías esconderte aquí.

– Sí, claro.

– ¡Que sí!

Él negó con la cabeza.

– ¿No podemos hacer algo para no perder la casa? Cuéntamelo otra vez, ¿qué dinero vamos a recibir?

Encendió el cigarrillo y dio una calada honda.

– Tengo un seguro de vida, con Norwich Union, por valor de un millón y medio de libras. Encontrarás la póliza en una caja de seguridad en el banco. La llave está en mi escritorio. Parece que va a haber una dispensa especial para las víctimas del 11-S. Las compañías de seguros van a pagar las pólizas, incluso en los casos en que no se haya encontrado el cadáver, en lugar de esperar los siete años que establece la ley.

– ¡Un millón y medio de libras! Podría llevar la póliza al director del banco. ¡Dejaría que me quedara con la casa!

– Puedes intentarlo, pero ya sé qué dirá, el cabrón. Te dirá que no es seguro que te paguen, o cuándo, y que las compañías de seguros siempre se las ingenian para escaquearse.

– ¿Entonces la nuestra podría escaquearse?

– No, no pasará nada, supongo. Esta situación es demasiado emotiva. Luego habrá un fondo de compensación para los familiares de las víctimas del 11-S. Me han dicho que podríamos estar hablando de dos millones y medio de dólares.

– ¿Dos millones y medio?

Él asintió emocionado.

Lorraine lo miró fijamente, haciendo un cálculo mental rápido.

– ¿Eso sería alrededor de un millón setecientas mil libras? Entonces, ¿hablamos de unos tres millones setecientas cincuenta mil libras, más o menos?

– Más o menos. Y libres de impuestos. Por un año de dolor.

Ella se quedó quieta unos momentos. Cuando por fin habló, lo hizo con un deje de sobrecogimiento en la voz.

– Eres increíble.

– Soy un superviviente.

– Por eso te quiero. Por eso siempre he creído en ti. Siempre, lo sabes, ¿verdad?

Ronnie le dio un beso.

– Sí.

– ¡Somos ricos!

– Casi. Lo seremos. No seas impaciente, diablilla…

– Estás raro con barba.

– ¿Sí?

– Como más joven.

– ¿Y menos muerto que el viejo Ronnie?

Ella sonrió.

– Anoche estabas mucho menos muerto.

– He esperado mucho tiempo para eso.

– ¿Y ahora me dices que esperemos un año? ¿Quizá más?

– El fondo de compensación pagará deprisa en caso de dificultades económicas. Tú eres uno de esos casos.

– Darán prioridad a los estadounidenses antes que a los extranjeros.

Él negó con la cabeza.

– Yo no he oído eso.

– ¡Tres millones setecientas cincuenta mil libras! -repitió Lorraine con ojos soñadores, y giró el cigarrillo en el plato para echar la ceniza.

– Podrás comprarte un montón de trapitos.

– Tendríamos que invertirlo.

– Tengo planes. Lo primero que tenemos que hacer es sacarlo del país… Y sacarte a ti también.

Ronnie se puso de pie de un salto, fue al pasillo y regresó con una mochila. Sacó un sobre marrón, que dejó sobre la mesa y deslizó hacia ella.

– Ya no soy Ronnie Wilson. Tendrás que acostumbrarte. Ahora soy David Nelson. Y dentro de un año tú dejarás de ser Lorraine Wilson.

Dentro del sobre había dos pasaportes. Uno era australiano. La fotografía era de ella, pero apenas se reconoció. Tenía el pelo castaño oscuro y corto y le habían puesto gafas. El nombre que figuraba en él era «Margaret Nelson».

– Contiene un visado sellado para residir permanentemente en Australia. Válido para cinco años.

– ¿Margaret? -dijo ella-. ¿Por qué Margaret?

– ¡O Maggie!

Ella negó con la cabeza.

– ¿Tengo que llamarme Margaret…? ¿O Maggie?

– Sí.

– ¿Durante cuánto tiempo?

– Para siempre.

– Genial -dijo Lorraine-. ¿Ni siquiera me das la oportunidad de elegir mi propio nombre?

– Tampoco te la dieron cuando naciste, ¡tonta!

Lorraine pronunció el nombre en voz alta, con recelo:

– Margaret Nelson.

– Nelson es un buen apellido, tiene clase.

Lorraine sacó un segundo pasaporte de la bolsa.

– ¿Y éste?

– Es para cuando te marches de Inglaterra.

Dentro había otra fotografía de ella, pero en ésta tenía el pelo gris y parecía veinte años mayor. El nombre decía «Anita Marsh».

Lo miró perpleja.

– He encontrado el mejor modo de desaparecer. La gente recuerda a las mujeres guapas, los tíos en particular. No se acuerdan de las ancianitas, son casi invisibles. Cuando llegue el momento, comprarás dos billetes por adelantado en el ferry de Newhaven a Dieppe para una travesía nocturna. Un billete a tu nombre y el otro a nombre de Anita Marsh. Y reservarás un camarote a nombre de Anita Marsh. ¿De acuerdo?

– ¿Quieres que lo apunte?

– No. Vas a tener que memorizarlo. Me pondré en contacto contigo. Lo repasaremos un montón de veces antes de que llegue el día. Lo que harás será dejar una nota de suicidio… Escribirás que no puedes soportar la vida sin mí, que te sientes desgraciada trabajando de nuevo en Gatwick, que la vida es una mierda… Y el médico podrá confirmar que estabas tomando antidepresivos, todo ese rollo.

– Sí, bueno, no será mentira.

– Te subirás al ferry como Lorraine Wilson, tan guapa como puedas, y te asegurarás bien de que la gente te vea. Dejarás la bolsa, con una muda, en el camarote reservado a nombre de Anita Marsh. Luego irás al bar y empezarás a fingir que estás triste, y a beber mucho, y no estarás de humor para hablar con nadie. La travesía dura cuatro horas y cuarto, así que dispondrás de mucho tiempo. Cuando estés en medio del Canal, te marcharás del bar y le dirás al camarero que sales a cubierta. Pero bajarás al camarote y te transformarás en Anita Marsh, con una peluca y vestida de mujer mayor. Luego cogerás tu ropa, tu pasaporte y tu teléfono móvil y los tirarás por la borda.

Lorraine lo miraba absolutamente estupefacta.

– En Dieppe cogerás un tren a París. Allí romperás tu pasaporte de Anita Marsh y comprarás un billete de avión a Melbourne a nombre de Margaret Nelson. Yo te estaré esperando al otro lado cuando llegues.

– Joder, has pensado en todo, ¿verdad?

En aquel momento no supo si estaba contenta o enfadada.

– Sí, bueno, no he tenido mucho más que hacer, la verdad.