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Hegarty recogió los sellos con cuidado, de un modo casi reverencial, y volvió a guardarlos todos en sus hojas protectoras.

Destrozada, Abby dijo con voz débiclass="underline"

– ¿Puede recomendarme algún comerciante aquí en el Reino Unido?

– Sí, a ver, déjeme pensar. -Recitó de un tirón varios nombres mientras metía los sellos en el sobre acolchado. Abby los apuntó. Luego añadió, como si se le ocurriera de pronto-: Naturalmente, se me ocurre alguien más.

– ¿Quién?

– He oído que Chad Skeggs está en la ciudad -dijo, mirándola fijamente.

Y ella no pudo evitarlo. Se puso roja como un tomate. Luego, le pidió si podía llamarle un taxi.

Hugo Hegarty acompañó a Abby a la puerta. Hubo un silencio gélido entre ellos y a ella no se le ocurrió nada que decir para romperlo más que un triste:

– No es lo que usted piensa.

– Ése es el problema con Chad Skeggs -replicó el hombre-. Que nunca lo es.

Cuando Abby se marchó, Hegarty fue directamente a su despacho y llamó al sargento Branson. No tenía mucho más que añadir a su conversación anterior, salvo darle el nombre de la tía de la joven, Anne Jennings.

En su opinión, todo lo que pudiera hacer, cualquier cosa, para devolvérsela a Chad Skeggs no sería suficiente.

104

Octubre de 2007

Abby abrió la puerta trasera del taxi, profundamente afligida por el encuentro con Hugo Hegarty, y lanzó una mirada sombría a la lluvia torrencial que caía en Dyke Road Avenue.

La furgoneta de British Telecom todavía estaba allí y el coche pequeño azul oscuro seguía aparcado un poco más adelante. Se subió al taxi y cerró la puerta.

– ¿Al Grand Hotel? -preguntó la taxista para confirmar el destino.

Abby asintió. Era la dirección errónea, la que había dado a propósito al llamar desde el despacho de Hegarty, porque no quería que él supiera dónde se hospedaba. Se bajaría en algún sitio antes de llegar.

Se recostó en el asiento, pensativa. Ni una palabra de Ricky. Dave se equivocaba: vender los sellos sería mucho más complicado de lo que le había dicho, y, además, les llevaría mucho más tiempo.

Su teléfono empezó a sonar. La pantalla le dijo que era su madre. Contestó muerta de miedo, agarrando el móvil bien pegado a la oreja, consciente de que la conductora estaría escuchando.

– ¡Mamá!-dijo.

Su madre parecía desorientada y muy angustiada. Respiraba entrecortadamente.

– Por favor, Abby, por favor, tengo que tomar mi medicación, estoy cada vez más… -Calló y respiró con brusquedad, luego soltó un jadeo sofocado-. Los espasmos. Yo… por favor… No tendrías que habértelos llevado. Está mal… -Soltó otro jadeo.

Entonces la llamada se cortó.

Abby volvió a llamar desesperada, pero saltó directamente el contestador, como antes.

Temblando, miró la pantalla del móvil, esperando que volviera a cobrar vida en cualquier momento con una llamada de Ricky. Pero permaneció en silencio.

Cerró los ojos. ¿Cuánto tiempo más podía aguantar su madre? ¿Cuánto más podía hacerla sufrir?

«Cabrón. Cabrón, cabrón, cabrón, cabrón, cabrón.»

Ricky era listo. Demasiado listo, joder. Estaba ganando. Sabía que no podría vender los sellos tan fácilmente y que, por lo tanto, casi seguro que seguía teniéndolos en su poder. Su plan de quitárselo de encima con una pequeña suma de dinero, diciéndole que había transferido la mayor parte a Dave, se había ido al garete.

Ya no sabía qué debía hacer.

Volvió a mirar el teléfono, deseando que sonara.

En realidad, había algo que sí podía hacer y tenía que hacerlo cuanto antes. Debía poner fin al sufrimiento de su madre, aunque significara llegar a un trato con Ricky. Lo que significaría darle lo que quería, o al menos casi todo.

Luego se le ocurrió una idea. Inclinándose hacia delante para hablar con la conductora, dijo:

– ¿Conoce usted alguna tienda de sellos en la ciudad?

El nombre que figuraba en la licencia de conducción decía «Sally Bidwell».

– Hay una en Queen's Road, justo bajando la estación, llamada Hawkes. Creo que hay otra en Shoreham. Y también estoy segura de que hay una en los Lanes, en Prince Albert Street -respondió Sally Bidwell.

– Lléveme a Queen's Road -dijo Abby-. Es la más cercana.

– ¿Es usted coleccionista?

– Me interesa el tema -dijo Abby, se metió la mano dentro del abrigo y se desabrochó el cinturón.

– Siempre he pensado que era más una afición de hombres.

– Sí -dijo Abby con educación.

Extrajo el sobre acolchado, lo mantuvo abajo, fuera del campo de visión del retrovisor, y repasó el contenido, buscan algunos de los ejemplares menos valiosos. Sacó un bloque d cuatro sellos con cruces de Malta que costaban unas mil libras. También había algunos sellos con el puente del puerto de Sydney que valían unas cuatrocientas libras la plancha. Dejó éstos fuera, luego metió el resto en el sobre y volvió a guardárselo debajo del jersey bien atado con el cinturón.

Al cabo de unos minutos, el taxi se detuvo delante de Hawkes. Abby pagó y se bajó, conservando los sellos bien secos, en su celofán, dentro del abrigo. Pasó un autobús, luego advirtió fugazmente que la adelantaba un coche pequeño azul, con dos hombres sentados delante, un Peugeot o un Renault, pensó. El pasajero hablaba por el móvil. El coche parecía muy similar al que había visto aparcado cerca de la casa de Hegarty. ¿O se estaba volviendo paranoica?

No había ningún cliente en la tienda. Una mujer de pelo rubio y largo estaba sentada a una mesa, leyendo un ejemplar de un periódico local. A Abby le gustó bastante el ambiente ligeramente destartalado del lugar. No parecía afectado, no daba la sensación de ser uno de esos sitios donde seguramente formularían todo tipo de preguntas difíciles sobre la procedencia y la cadena de título.

– Tengo unos sellos que me interesa vender -dijo.

– ¿Los tiene aquí?

Abby se los entregó. La mujer dejó a un lado el periódico y echó una mirada rápida a los sellos.

– Qué bonitos -dijo, en tono agradable-. Hacía tiempo que no veía éstos del puerto de Sydney. Déjeme que compruebe algunas cosas. ¿Le parece bien que me los lleve adentro?

– Adelante.

La mujer fue hacia una puerta abierta y se sentó a un escritorio en el que había una lupa grande. Abby la observó colocar los sellos sobre la mesa y luego comenzar a examinar cada uno detenidamente.

Ella miró la portada del Argus. El titular decía: Segunda mujer asesinada vinculada a víctima del 11-s.

Entonces vio las fotografías que había debajo. Y se quedó helada.

La más pequeña mostraba a una mujer rubia pero de aspecto severo, de unos veintitantos años, mirando seductoramente a la cámara como si quisiera acostarse con quien estaba detrás. El pie de foto decía: «Joanna Wilson». La fotografía más grande mostraba a otra mujer de unos treinta y tantos años. Tenía el pelo rubio y ondulado y era atractiva, lucía una sonrisa amplia y agradable, aunque había algo un poco chabacano en ella, como si tuviera dinero pero no demasiado estilo. El nombre que figuraba debajo de la fotografía era Lorraine Wilson.

Pero la instantánea que contemplaba Abby era la del hombre que aparecía en el centro. Totalmente absorta miró su rostro, luego su nombre, Ronald Wilson, luego su rostro de nuevo. Leyó su nombre otra vez y leyó el primer párrafo:

Ha sido identificado el cadáver de la mujer de 42 años hallado hace cinco semanas en el maletero de un coche en un río a las afueras de Geelong, cerca de Melbourne, Australia. Se trata de Lorraine Wilson, viuda del empresario de Brighton Ronald Wilson, uno de los 67 ciudadanos británicos que fallecieron en el World Trade Center el 11-S.