Abby echó otra ojeada. Era como si, de repente, alguien hubiera apagado una luz en su interior. Luego siguió leyendo:
El viernes pasado, en el centro de Brighton, unos obreros que excavaban los cimientos para la urbanización Nueva Inglaterra hallaron los restos óseos de Joanna Wilson, de 29 años. Era la primera mujer de Wilson, ha confirmado al Argus esta mañana la inspectora Elizabeth Mantle, investigadora jefe del Departamento de Investigación Criminal de Sussex.
La policía de Sussex está desconcertada por las pruebas que indican que el cuerpo de Lorraine Wilson llevaba aproximadamente dos años en el río Barwon. Como informó este periódico en su momento, se creía que la señora Wilson se había suicidado en noviembre de 2002, cuando desapareció del ferry de Newhaven a Dieppe durante una travesía nocturna, aunque el juez de instrucción consignó en aquel entonces que no habían podido esclarecerse las circunstancias de lo ocurrido.
La inspectora Mantle ha declarado que las investigaciones sobre su «suicidio» se reabrirán de inmediato.
Abby miró otra vez cada una de las fotografías, pero sus ojos volvieron a posarse en el hombre del centro. De repente, el suelo pareció inclinarse. Dio un par de pasos hacia la izquierda, para evitar caerse, y se agarró al borde de la mesa. Era como si las paredes se movieran, girando a su alrededor.
– ¿Se encuentra bien? ¿Hola? -le preguntó una voz incorpórea.
Vio a la mujer, la comerciante de sellos rubia, de pie en la puerta. Abby la vio pasar por delante de ella como si fuera la encargada del tiovivo de un parque de atracciones. Entonces volvió a aparecer.
– ¿Quiere sentarse? -dijo la voz.
El tiovivo estaba frenando. Abby temblaba y sudaba a la vez.
– Estoy bien -dijo, respirando entrecortadamente y mirando de nuevo el periódico.
– Una historia interesante -dijo la mujer, señalando el diario con la cabeza. Luego volvió a mirarla, preocupada-. Estaba en el negocio de los sellos. Yo lo conocía.
– Ah.
Abby volvió a mirar la fotografía. Apenas oyó las palabras de la mujer mientras le ofrecía 2.350 libras por los sellos. Cogió el dinero, en metálico, en billetes de cincuenta libras, y se los guardó apretujados en los bolsillos.
105
Octubre de 2007
Aturdida, Abby salió a la calle. Su teléfono comenzó a sonar, pero ella ni se dio cuenta hasta pasados unos momentos.
– ¿Sí? ¿Diga? -soltó.
Era Ricky. Apenas le oía por culpa del rugido del tráfico.
– Espera -dijo, y corrió por la calle bajo la lluvia hasta que encontró un portal cubierto. Se metió debajo y dijo-: Lo siento, ¿qué has dicho?
– Estoy preocupado por tu madre.
Abby necesitó un momento para responder. Para tragarse el sollozo que notaba en la garganta. Para ralentizar su respiración.
– Por favor -dijo jadeando-. Dime dónde está, Ricky, o devuélvemela.
– Necesita su medicación, Abby.
– La conseguiré. Tú dime dónde tengo que llevarla.
– No es tan sencillo.
Un autobús se detuvo detrás de una hilera de tráfico justo delante de ella. El ruido del motor dificultó poder hablar o escuchar. Volvió a salir a la lluvia, subió la calle corriendo y se metió debajo de la entrada de una tienda. No le gustaba la forma como Ricky había dicho «no es tan sencillo».
De repente, le entró un pánico terrible por si su madre había muerto. ¿La había matado el espasmo, desde que habían hablado hacía sólo un rato?
Se echó a llorar, no pudo evitarlo. Por la impresión que le había causado lo que acababa de leer y ahora esto, estaba absolutamente perdida.
– ¿Está bien? Por favor, sólo dime si está bien.
– No, no está bien.
– Pero está viva.
– De momento.
Entonces la llamada terminó.
– ¡No! -gritó-. ¡No! ¡Por favor!
Se quedó apoyada en la puerta de la tienda, sin importarle si alguien en su interior la observaba o no. Le escocían los ojos por la lluvia y las lágrimas, casi la cegaban, pero no tanto como para impedirle ver un coche pequeño marrón que pasó despacio delante de ella.
Dentro había dos hombres, el que estaba sentado en el asiento del copiloto hablaba por teléfono. Los dos tenían el pelo corto: uno iba totalmente rapado y el otro lo llevaba al uno. Tipos de aspecto militar. O policial.
La miraron igual que los dos hombres que había visto pasar en el coche azul antes de entrar en Hawkes. El tiempo que llevaba huyendo había aguzado su conciencia de todo lo que sucedía a su alrededor. Había algo en esos coches que le daba mala espina.
Los dos con el copiloto al teléfono.
Los dos la habían mirado al pasar por delante de ella.
¿Había llamado Hugo Hegarty a la policía? ¿La estaban vigilando?
Los dos coches avanzaban entre el tráfico denso hacia el sur. ¿Había más? ¿Hacia el norte? ¿Policías a pie?
Miró frenéticamente en todas direcciones, luego corrió hacia arriba, giró a la izquierda en un callejón y pasó por delante de una hilera de cubos de basura malolientes. Al otro lado de la siguiente calle vio un callejón que subía entre dos casas. Miró un momento hacia atrás, pero no vio que la siguiera nadie, así que se adentró en aquel espacio estrecho. La lluvia empezaba a amainar un poco. Su mente iba a mil por hora. Conocía esta zona como la palma de su mano, porque durante un tiempo, en su vida anterior, había residido en un piso cerca de Seven Dials.
Corrió deprisa, comprobando cada pocos pasos que aún llevaba el paquete firmemente atado a la cintura y que el dinero seguía bien guardado en sus bolsillos, luego miraba hacia atrás. Aceleró la marcha en una calle de casas adosadas flanqueada de árboles. Gracias a aquel tiempo horrible, había poca gente por la calle que pudiera fijarse en ella. El ejercicio y el golpeteo de la lluvia en su cara la ayudaron a despejarse un poco.
La ayudaron a pensar.
Abby se dirigió colina arriba, hacia el Dials, luego giró a la derecha, recorrió otra calle residencial y salió por encima de la estación. Retirándose, para que nadie la viera desde la carretera, vio pasar varios coches y vehículos comerciales, luego cruzó corriendo Buckingham Road y accedió a otra calle justo por encima de la estación. La recorrió a toda prisa y, de nuevo, esperando con cuidado, cruzó otra carretera principal, New England Hill, y subió otra colina a través de un laberinto de calles residenciales de casas adosadas y un mar de tablones de anuncios de inmobiliarias.
Le entró flato y se detuvo unos momentos, luego comenzó a caminar a paso de peatón, engullendo el aire, sudando profusamente. Casi había dejado de llover y soplaba un viento fuerte, refrescante, que le sentó bien en la cara.
Ahora ya pensaba con claridad, con más claridad que hacía unas horas, como si la impresión de lo que había visto en el Argus la hubiera reactivado. A grandes zancadas y con determinación, siguió caminando por calles secundarias, girando la cabeza constantemente por si vislumbraba un coche azul o marrón, o cualquier otro coche con dos personas dentro, pero no vio nada que la inquietara.
¿Había visto Ricky la noticia del Argus? ¿Habrían publicado la noticia también otros periódicos? Seguro que la vería. Allí donde estuviera, tendría diarios, radio, televisión.
Entró en un kiosco y hojeó deprisa algunos rotativos nacionales. Ninguno se hacía eco todavía de la historia. Compró el Argus y se quedó delante de la tienda, mirando durante un buen rato la cara del hombre de la portada. Sentía un torbellino de emociones.
Luego, todavía clavada en el mismo lugar de la calle, releyó todo el artículo. Le sirvió para llenar las lagunas del pasado de Dave. Los silencios, las respuestas esquivas, los cambios rápidos de conversación cada vez que sacaba el tema a colación. Y los comentarios de Ricky para comprobar cuánto sabía ella sobre Dave.
¿Cuánto sabría Ricky sobre Dave?