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– ¿Qué me dices de su edad?

– Podré decírtelo mejor mañana -contestó-. En una evaluación rápida, parece que estaba en la flor de la vida. De 25 a 40 años.

«Sandy tenía veintiocho cuando desapareció», pensó Grace mientras seguía mirando el cráneo. Los dientes. Por el rabillo del ojo, vio que Ned Morgan enfocaba su linterna en una dirección del desagüe y luego en la otra.

– Tendríamos que llamar a un ingeniero del ayuntamiento, Roy -dijo el asesor de registros de la policía-. A un experto en el alcantarillado de la ciudad. Hay que averiguar qué otros desagües conectan con éste. Puede que el agua haya arrastrado por ellos algunas de sus prendas o pertenencias.

– ¿Crees que este desagüe se inunda? -le preguntó Grace.

Morgan enfocó la linterna hacia arriba y abajo pensativamente.

– Bueno, está lloviendo con fuerza y lleva todo el día igual. Ahora no hay mucha agua, pero es bastante probable. Seguramente construyeron este desagüe para impedir que el agua inundara la vía del tren, o sea que sí. Pero… -Dudó.

Joan intervino.

– Parece que el esqueleto lleva aquí algunos años. Si el desagüe se inundara, seguramente se habría movido arriba y abajo y se habría partido. Está intacto. Además, la presencia de piel disecada indicaría que lleva un tiempo aquí seco. Pero no podemos descartar que se inunde de vez en cuando.

Grace contempló el cráneo, todo tipo de emociones recorrían su cuerpo. De repente no quiso esperar a mañana; quería que el equipo comenzara a trabajar ahora, enseguida.

Con muchísima reticencia, le dijo al vigilante de la escena del crimen que sellara la entrada y protegiera todo el solar.

9

Octubre de 2007

Abby no podía creerlo: necesitaba orinar. Miró su reloj. Habían pasado una hora y diez minutos desde que había entrado en este maldito ascensor. «¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué había sido tan rematadamente estúpida?»

Por los putos obreros del piso de abajo, por eso.

«Dios santo.» Se tardaban treinta segundos en bajar por las escaleras y era un buen ejercicio. «¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?»

Y ahora esta urgencia aguda y punzante en la vejiga. Había ido al baño minutos antes de salir del piso, pero era como si desde entonces se hubiera bebido cinco litros de café y cinco más de agua.

«Ni de coña, no me voy a mear, no voy a permitir que los bomberos me encuentren en un charco de orina. No voy a tolerar esa indignidad, gracias.»

Se apretó la tripa, juntando las piernas, temblando, esperando a que pasara el momento, luego volvió a mirar al techo del ascensor, al panel de luces opaco. Escuchando. Esperando oír de nuevo ese paso que estaba segura de haber oído.

O había sido su imaginación…

En las películas, la gente separaba las puertas de los ascensores o subía por las trampillas del techo. Pero en las películas los ascensores no se movían como éste.

Se le pasaron las ganas de orinar; volverían, pero de momento estaba bien. Intentó ponerse de pie, pero el ascensor volvió a balancearse con fuerza, chocó contra una de las paredes del hueco y luego una vez más, con ese estrépito profundo que resonaba por todas partes. Aguantó la respiración, esperando a que dejara de moverse, rezando para que el cable resistiera. Entonces se arrodilló, cogió el teléfono móvil del suelo y marcó otra vez. El mismo pitido agudo, el mismo mensaje de «Sin cobertura de red».

Puso las manos en las puertas, intentó meter los dedos en la ranura del centro, pero no se movieron. Abrió el bolso y hurgó en su interior para buscar algo que pudiera introducir en la minúscula rendija. No tenía nada salvo una lima de uñas metálica. La deslizó entre las puertas, pero después de introducirla unos cuatro centímetros, chocó con algo sólido y no penetró más. Intentó moverla hacia la derecha, luego con fuerza hacia la izquierda. La lima se dobló.

Pulsó todos los botones del panel sucesivamente, luego, frustrada, golpeó la pared del ascensor con la palma de la mano.

Genial.

¿Cuánto tiempo le quedaba?

Escuchó otro crujido que no auguraba nada bueno. Imaginó el cable de alambres retorcidos desenrollándose, cada vez más fino. Y los tornillos fijados al techo cediendo, uno a uno. Recordó una conversación en una fiesta algunos años atrás sobre qué hacer si el cable de un ascensor se rompía y éste se precipitaba al vacío. Varias personas dijeron que había que saltar justo antes de que llegara abajo. ¿Pero cómo se sabía cuándo llegabas abajo? Y si el ascensor se desplomaba a unos 160 kilómetros por hora, la persona caería a la misma velocidad. Otra gente sugirió tumbarse, luego algún genio dijo que, para empezar, la mejor opción de sobrevivir era no estar en el ascensor.

Ahora estaba de acuerdo con ese genio.

Oh, Dios mío, qué irónico era. Recordó todo lo que había pasado antes de llegar a Brighton. Los riesgos que había asumido, las precauciones que había tomado para no dejar ningún rastro.

Y ahora tenía que ocurrirle esto.

De repente, pensó en cómo darían la noticia. Mujer sin IDENTIFICAR MUERE EN EXTRAÑO ACCIDENTE DE ASCENSOR.

No. Ni de coña.

Miró el panel de cristal del techo, se estiró y lo tocó con el dedo. No se movió. Presionó más.

Nada.

Tenía que moverse. Se estiró tanto como pudo, consiguió alcanzarlo con las yemas de los dedos de ambas manos y presionó con todas sus fuerzas. Pero sus esfuerzos no consiguieron más que provocar que el ascensor volviera a balancearse. La caja chocó una vez más contra el hueco y con el mismo estrépito apagado.

Y entonces oyó un chirrido encima de ella. Un chirrido largo, muy claro, como si alguien estuviera allí arriba y hubiera acudido a rescatarla.

Escuchó de nuevo, intentando no hacer caso al rugido sibilante de su respiración y al latido martilleante de su corazón. Escuchó durante lo que debieron ser dos minutos enteros, los oídos taponados como cuando a veces iba en avión, aunque en esas ocasiones era por la altura y ahora era por el miedo.

Lo único que oyó fue el chirrido continuo del cable y, de vez en cuando, el chasquido desgarrador del metal partiéndose.

10

11 de septiembre de 2001

Agarrando el teléfono inalámbrico y con un remolino terrible de penumbra en lo más profundo de su ser, Lorraine saltó de la tumbona. Corrió por el entablado, casi tropezó con Alfie y cruzó las puertas del patio. Sus pies se hundieron en el pelo blando de la alfombra blanca y las tetas y la pulsera dorada del tobillo le botaron al correr.

– Está allí -dijo a su hermana que estaba al teléfono, un susurro tembloroso en la voz-. Ronnie está allí ahora.

Cogió el mando y pulsó el botón. Apareció la BBC Uno. A través de la imagen de una cámara al hombro, reconoció al instante las Torres Gemelas altas y plateadas del World Trade Center. La sección superior de una de ellas escupía un humo negro y denso que casi la tapaba por completo. Arriba, la antena blanca y negra se alzaba hasta el cielo despejado azul cobalto.

«Oh, Dios mío. Oh, Dios mío. Ronnie está ahí. ¿En qué torre tenía la reunión? ¿En qué planta?»

Apenas oía la voz agitada de un locutor estadounidense que decía: «No es una avioneta, es un avión grande. ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!».

– Ahora te llamo, Mo -dijo Lorraine-. Ahora mismo te llamo.

Pulsó frenéticamente el número de móvil de Ronnie. Segundos después sonó el tono de comunicando. Volvió a intentarlo. Luego otra vez. Y otra.

«Oh, Dios mío, Ronnie, por favor, que no te haya pasado nada. Por favor, cariño, que no te haya pasado nada, por favor.»

Escuchó el quejido de las sirenas en la televisión. Vio gente mirando arriba. Había un montón de gente por todas partes, hombres y mujeres con ropa elegante y ropa de trabajo, todos quietos, inmóviles en un retablo extraño, algunos tapándose la cara con la mano, otros con cámaras. Luego las Torres Gemelas otra vez. Una de ellas escupiendo humo negro, ensuciando el azul hermoso del cielo.