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¿Los había descubierto?, se preguntó Grace. Era improbable, porque eran bastante buenos. Aunque siempre existía esa posibilidad. Entonces otro pensamiento cruzó su mente: el coche alquilado por Chad Skeggs y que estaba aparcado delante del piso de Katherine Jennings. La mujer no había vuelto a su casa en todo el tiempo que el coche llevaba allí. ¿Acaso era Chad Skeggs de quien huía?

El comerciante de sellos le había dicho a Glenn que Katherine Jennings parecía asustada y muy nerviosa. Mañana por la mañana, cuando fuera de día en Melbourne, averiguarían si alguien que respondía al nombre de Anne Jennings había muerto recientemente y, en caso que así fuera, si era lo bastante rica como para poseer tres millones y pico de libras en sellos y haberlo olvidado.

Empezaba a dar la impresión de que el instinto de Kevin Spinella sobre aquella mujer era cierto.

De repente, Dennis frenó con brusquedad. Roy miró por la ventanilla, preguntándose dónde estaban. Un hombre de facciones orientales pasó vestido con un uniforme blanco de chef y una gorra de béisbol puesta del revés en la cabeza. Se encontraban en una calle estrecha con casas de piedra rojiza a ambos lados y una hilera de toldos de colores chillones sobre las fachadas de las tiendas. Justo delante de ellos había otro toldo, éste con letras blancas y negras elegantes. Decía: Abe Miller Asociados. Filatelia y numismática.

Dennis detuvo el coche delante de una señal de prohibido aparcar que había justo enfrente y pegó por dentro del parabrisas un cartón grande con la palabra Policía escrita rudimentariamente. Luego los tres entraron en el local.

El interior tenía un aire lujoso y a Grace le recordó a un club de caballeros antiguo. Estaba revestido con paneles de madera oscuros y relucientes, había dos sillones negros de piel y una alfombra gruesa y desprendía un fuerte olor a cera para muebles. Sólo las vitrinas de cristal, que contenían una pequeña colección de sellos que parecían muy antiguos, y el mostrador con la superficie de cristal, que exponía una hilera de monedas sobre terciopelo violeta, indicaban que se trataba de un negocio.

Cuando la puerta se cerró tras ellos, un hombre alto y muy obeso, de unos cincuenta años, con una sonrisa amplia y acogedora en los labios, se materializó a través de una puerta oculta en los paneles. Vestido acorde con el local, llevaba un traje de buena factura, de raya diplomática y con chaleco, y lucía una corbata de rayas. Era prácticamente calvo, excepto por un flequillo estrecho parecido a la tonsura de un monje que le llegaba hasta la mitad de la frente y que tenía un aspecto un poco cómico. Además, era imposible saber dónde terminaba la papada y dónde comenzaba el cuello.

– Buenos días, caballeros -les dijo afablemente, con una voz aguda que no sorprendió a Grace-. Soy Abe Miller. ¿En qué puedo ayudarles?

Dennis y Pad mostraron sus placas y presentaron a Roy Grace. Abe Miller siguió igual de afable, sin mostrar ningún tipo de decepción porque no fueran clientes.

Grace, que pensaba que el hombre era demasiado grande y torpe para manejar artículos tan delicados como los sellos y las monedas raros, le enseñó las tres fotografías distintas que había traído de Ronnie Wilson. Emocionado, vio un atisbo de reconocimiento en el rostro de Abe Miller. El comerciante volvió a mirarlas, luego una tercera vez.

– Creemos que estaba en Nueva York por la época del 11-S -apuntó Grace.

– Le he visto. -Abe Miller asintió pensativamente-. Déjeme pensar. -Entonces levantó un dedo-. Estoy bastante seguro de recordar a este tipo, ¿saben por qué? -Miró a los tres policías, uno por uno.

Grace negó con la cabeza.

– No.

– Porque creo que fue la primera persona que entró aquí después del 11-S.

– Se llama Ronald Wilson -dijo Grace-. Ronald o Ronnie.

– El nombre no me suena. Pero dejen que vaya a comprobar algo a la trastienda. Denme dos minutos.

Desapareció por la puerta oculta y regresó un minuto después con una tarjeta antigua con notas escritas a tinta.

– Aquí está -dijo. Dejó la tarjeta sobre el mostrador y la leyó un momento-. Miércoles, 12 de septiembre de 2001. -Entonces volvió a mirar a los tres hombres-. Le compré cuatro sellos. Los cuatro eran Eduardos, de una libra, sin montar y nuevos. La goma estaba perfecta, sin charnela. -Entonces sonrió con picardía-. Le pagué dos mil pavos por cada uno. ¡Menuda ganga! -Volvió a mirar la tarjeta-. Los vendí unas semanas después, saqué un buen beneficio. La cuestión es que no tendría que haberlos vendido, ese día no. Demonios, todos creíamos que tal vez el mundo se acabaría. -Entonces volvió a mirar la tarjeta y frunció el ceño-. ¿Ronald Wilson, han dicho?

– Sí -contestó Grace.

– No. No, señor. No se llamaba así. No es el nombre que me dio. Aquí anoté David Nelson. Sí, así se llamaba. Señor David Nelson.

– ¿Le dio una dirección o un número de teléfono? -preguntó Grace.

– No, señor.

En cuanto salieron a la calle, Grace llamó a Glenn Branson. Le dijo que informara a Norman Potting y Nick Nicholl que ahora su prioridad máxima era averiguar si se conservaban los registros de inmigración de 2001 y, en caso afirmativo, que comprobaran si aparecía en ellos un tal David Nelson.

La reunión que acababa de mantener le había dejado buenas sensaciones. Pero la única sombra, como apuntó Glenn, y como Grace ya había pensado, era si Ronnie Wilson todavía utilizaba ese nombre cuando se marchó a Australia, si es que había ido allí. Tal vez entonces ya se hubiera convertido en otra persona.

Pero una hora después, mientras estaban a punto de entrar en el despacho azul pizarra y gris del forense, Glenn Branson le llamó. Parecía emocionado.

– ¡Tenemos novedades!

– Cuéntame.

– Antes te he dicho que habíamos perdido a Katherine Jennings, ¿verdad? Que había burlado al equipo de vigilancia. Bueno, pues agárrate. Ha entrado en la comisaría de policía de John Street hace una hora.

Las palabras fueron como una descarga eléctrica.

– ¿Qué? ¿Por qué?

– Dice que han secuestrado a su madre, una ancianita enferma. Un tipo amenaza con matarla.

– ¿Has hablado con ella?

– Un agente del Departamento de Investigación Criminal ha hablado con ella allí… Y ha descubierto que el hombre a quien acusa del secuestro es nada más y nada menos que Chad Skeggs.

– ¡Joder!

– Ya pensé que te gustaría.

– Y ahora ¿qué?

– He mandado a Bella con una agente de relaciones familiares, Linda Buckley, para que la traigan aquí. Bella y yo vamos a interrogarla cuando llegue.

– Llámame en cuanto hayas hablado con ella.

– ¿A qué hora tienes el vuelo?

– Salgo a las seis de la tarde… Las once de la noche para ti.

La voz de Branson cambió de repente.

– Viejo, tal vez tenga que dormir en tu casa esta noche. Ari está que se sube por las paredes. Anoche no llegué a casa hasta las doce.

– ¡Dile que eres policía, no una puta canguro!

– Díselo tú. ¿Quieres que la llame y te la paso?

– La llave está donde siempre -se apresuró a decir Grace.

107

Octubre de 2007

El teléfono de Abby permaneció callado. Parecía que su único medio de contacto con el mundo había muerto. Ya habían transcurrido casi tres horas desde la última vez que había tenido noticias de Ricky.

Miró sombríamente por la ventana del vagón vacío, agarrando la bolsa de plástico en la que había metido todos los medicamentos que encontró en el baño y el dormitorio de su madre. Le dijo a Doris que iba a llevarla a una residencia porque la inquietaba su capacidad de cuidar de sí misma y que la llamaría para darle la nueva dirección de su madre y el teléfono. Doris le dijo que la entristecía perder a su vecina, pero que era afortunada por tener una hija tan buena y generosa que se ocupara de ella.