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«Qué irónico», pensó Abby.

El cielo era cada vez más azul. Nubes grandes se deslizaban por él como si estuvieran en una misión urgente. Estaba quedando una tarde de otoño maravillosa y ventosa. El tipo de tarde, en otra vida, cuando era libre, en que le encantaba deambular por el paseo marítimo, en particular por el camino al pie de los acantilados de Black Rock, por delante del puerto deportivo hacia Rottingdean.

Antes a su madre también le gustaba aquella caminata. A veces, iban toda la familia junta los domingos por la tarde: su madre, su padre y ella. Le encantaba cuando la marea estaba alta y las olas estallaban en las escolleras y a veces incluso subían hasta el espigón y la espuma les salpicaba.

Y hubo un tiempo, en algún momento de la noche de su infancia, en que recordaba haber sido feliz. ¿Fue antes de que comenzara a acompañar a su padre a las mansiones donde trabajaba? ¿Antes de ver que había gente que era distinta, que llevaba una vida distinta?

¿Fue ése su punto de inflexión?

A cierta distancia a su izquierda vio las colinas suaves de los Downs mientras el tren regresaba a Brighton, al lugar donde habitaban tantos recuerdos de su vida. Donde seguían viviendo sus amigos, que no sabían que ella estaba aquí y a quienes le habría encantado ver. Más que nunca ahora le habría encantado tener la compañía de sus amigos, desahogarse con alguien que no estuviera involucrado en todo esto. Alguien que pudiera pensar con claridad y le dijera si estaba loca o no. Pero se temía que ya era demasiado tarde para eso.

Los amigos eran una de las partes de la vida con las que no se podía jugar. Pero a veces era necesario desentenderse de ellos, por muy difícil que resultara.

Empezaron a humedecérsele los ojos. Sentía náuseas en la boca del estómago. No había comido nada en todo el día excepto una galleta digestiva en casa de Hugo Hegarty y se había bebido una Coca-Cola en el andén de la estación de Gatwick hacía un rato. Notaba un nudo demasiado grande para tragar nada más.

«Llama, por favor.»

Estaban pasando por Hassocks. Un poco después, penetraron en el Clayton Tunnel. Escuchó el rugido del tren rebotando en las paredes. Vio su reflejo pálido y asustado devolviéndole la mirada en la ventana.

Cuando volvieron a salir a la luz -la vegetación de Mili Hill a su derecha, London Road a su izquierda-, vio consternada que tenía una llamada perdida.

«Mierda.»

Sin número.

Luego volvió a sonar. Era Ricky.

– Cada vez estoy más preocupado por tu madre, Abby. No estoy seguro de que vaya a aguantar mucho más.

– Por favor, ¡déjame hablar con ella, Ricky!

Hubo un silencio breve

– Creo que no está en condiciones de hablar -dijo entonces.

Una oleada de miedo nuevo, más oscuro, recorrió su cuerpo.

– ¿Dónde estás? -le preguntó-. Iré donde estés. Me reuniré contigo donde sea, te daré todo lo que quieres.

– Sí, Abby, sé que lo harás. Nos veremos mañana.

– ¿Mañana? -le gritó-. ¡Ni de coña! Vamos a hacerlo ahora, por favor. Tengo que llevarla al hospital.

– Lo haremos cuando yo diga. Ya me has causado suficientes molestias. Ahora podrás vivir en carne propia lo que se siente.

– Esto no es una molestia, Ricky. Por favor, por el amor de Dios, es una anciana enferma. No ha hecho nada malo. No te ha hecho daño. Págalo conmigo, no con ella.

El tren estaba frenando, acercándose a Preston Park, que era donde quería bajarse.

– Por desgracia, Abby, la tengo a ella y no a ti.

– Me cambiaré por ella.

– Muy gracioso.

– Por favor, Ricky, quedemos y ya está.

– Quedaremos mañana.

– ¡No! ¡Ahora! Por favor, hoy. Puede que mi madre no aguante hasta mañana. -Estaba histérica.

– Sería una pena, ¿verdad? Que muriera sabiendo que su hija es una ladrona.

– Dios santo, eres un cabrón insensible.

– Vas a necesitar un coche -dijo Ricky obviando el comentario-. He enviado la llave del Ford que alquilé por correo a tu piso. Llegará mañana por la mañana.

– Le han puesto un cepo -dijo Abby.

– Entonces tendrás que alquilar otro.

– ¿Dónde quedaremos?

– Te llamaré por la mañana. Ve a alquilar un coche esta tarde. Y lleva los sellos contigo, ¿vale?

– Por favor, ¿podemos quedar ahora? ¿Esta tarde?

Ricky colgó. El tren paró con una sacudida.

Abby se levantó de su asiento y se dirigió a la salida con paso inseguro, agarrando con fuerza el bolso y la bolsa de plástico con una mano y con la otra el pasamanos para bajar al andén. Eran las cuatro y cuarto de la tarde.

«Tengo que mantener la calma -pensó-. Tengo que hacerlo. Como sea. Como sea. Oh, Dios mío, ¿cómo?»

Mientras salía de la estación y se acercaba a la parada de taxis, creyó que iba a vomitar. Consternada, vio que no había ningún taxi esperando. Miró su reloj, inquieta, y marcó el número de una de las empresas locales. Luego llamó a otro número, un teléfono que ya había marcado antes. Contestó la misma voz de hombre.

– Filatélica South-East.

Era el único comerciante de sellos de la ciudad que Hugo Hegarty no le había mencionado.

– Soy Sarah Smith -dijo-. Estoy de camino, esperando un taxi. ¿A qué hora cierran?

– A las cinco y media -dijo el hombre.

Al cabo de quince minutos llenos de inquietud apareció el taxi.

108

Octubre de 2007

La sala de interrogatorio de testigos de Sussex House constaba de dos cuartos. Uno era del tamaño del salón de una casa muy pequeña. El otro, que sólo podía acoger a dos personas una al lado de la otra, sólo se utilizaba para observar.

La habitación mayor, en la que Glenn Branson estaba sentado con Bella Moy y una Katherine Jennings con aspecto muy afligido, contenía tres sillones cuadrados, tapizados en rojo y una mesita de café muy normal. Branson y Abby tenían una taza de café delante de ellos y Bella bebía un vaso de agua.

A diferencia de las salas de interrogatorios sombrías de la maltrecha comisaría central de Brighton en John Street, ésta estaba bien iluminada y tenía vistas.

– ¿Accede a que grabemos esta conversación? -preguntó Branson, señalando con la cabeza las dos cámaras instaladas en la pared que los enfocaban-. Es el procedimiento estándar.

Lo que no añadió es que a veces se entregaba una copia de la cinta a un psicólogo para que realizara un perfil del interrogado. Podían aprenderse muchas cosas del lenguaje corporal de algunos testigos.

– Sí -contestó ella, su voz apenas un susurro.

Branson la examinó detenidamente unos momentos. A pesar de parecer exhausta y tener la cara marcada por el sufrimiento, era una joven guapísima. Casi treinta años, calculó. Pelo negro con un corte un poco severo y teñido, casi con total seguridad, porque sus cejas eran mucho más claras. Tenía una belleza clásica, de pómulos prominentes, frente ancha y nariz exquisita, pequeña, bien cincelada y ligeramente chata. Era el tipo de nariz por la que mujeres menos afortunadas pagaban miles de libras a los cirujanos plásticos. Lo sabía porque Ari le había enseñado una vez un artículo sobre rinoplastias y desde entonces buscaba señales en las mujeres que delataran que se habían operado la nariz.

Pero el rasgo más asombroso de la joven eran sus ojos. Eran de color verde esmeralda, hipnotizantes, felinos. Y brillaban incluso a pesar de la expresión destrozada de su cara.

Además, sabía vestir. Se veía que era una mujer con clase con sus vaqueros de diseño, botines -aunque había que reconocer que los llevaba raspados y llenos de polvo- y un jersey negro de cuello alto de punto, con un cinturón debajo de una chaqueta larga forrada de borreguito que parecía cara. Unos centímetros más y podría haberse subido a una pasarela.

Branson estaba a punto de comenzar la entrevista cuando la joven levantó la mano.