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George Fletcher le mostró su placa.

– ¿Está el señor Skeggs?

– No, colega, está en viaje de negocios.

Norman Potting le enseñó una fotografía de Ronnie Wilson y observó los ojos del hombre. Nunca le había cogido el tranquillo a la técnica de Roy Grace para detectar a un mentiroso, pero de todos modos creía que se le daba bastante bien intuirlo por sí mismo.

– ¿Ha visto alguna vez a este hombre? -preguntó.

– No, colega. -Entonces el australiano se tocó la nariz, un gesto que lo delató al instante.

– Eche otro vistazo. -Potting le mostró dos fotografías más.

El chico aún pareció más incómodo.

– No. -Se tocó la nariz otra vez.

– Creo que sí -dijo Potting, insistiendo.

George Fletcher intervino y le dijo al dependiente:

– ¿Cómo se llama?

– Skelter -contestó-. Barry Skelter. -Lo pronunció como si fuera una pregunta.

– De acuerdo, Barry -dijo George Fletcher. Señaló a Potting y a Nicholl-. Estos caballeros son inspectores de Inglaterra que han venido a ayudar a la policía de Victoria en una investigación de asesinato. ¿Lo entiendes?

– ¿Una investigación de asesinato? Bien, de acuerdo.

– Ocultar información en una investigación de asesinato es un delito, Barry. Si quieres conocer el término legal técnico, se llama «obstaculización de la justicia». En una investigación de asesinato, eso supone una condena mínima de cinco años de cárcel. Pero si el juez no estuviera satisfecho, podrían caerte de diez a catorce años. Sólo quiero asegurarme de que te queda claro. ¿Te queda claro?

La cara de Skelter cambió de color de repente. -¿Puedo ver esas fotos otra vez? -solicitó.

Potting volvió a mostrárselas.

– En realidad, ¿saben?, no puedo jurarlo, pero ahora que lo pienso, se parece a uno de los clientes del señor Skeggs.

– ¿El nombre de David Nelson le ayudaría a pensar con mayor claridad? -preguntó Potting.

– ¿David Nelson? Oh, sí. ¡David Nelson! Por supuesto. Quiero decir, está un poco cambiado desde que se tomaron estas fotos, verán, por eso no le he reconocido de inmediato. ¿Me entienden?

– Le entendemos perfectamente -dijo Potting-. Ahora pasemos a ver la agenda de direcciones de sus clientes, ¿quiere?

Después, cuando salieron, Norman Potting se volvió hacia George Fletcher.

– Ha sido genial, George -dijo-. De diez a catorce años. ¿Es cierto?

– Yo qué sé, joder -dijo-. Me lo he inventado. Pero ha funcionado, ¿no?

Por primera vez desde que había puesto los pies en Australia, Nick Nicholl sonrió.

110

Octubre de 2007

El paisaje cambió deprisa. Delante de ellos, Nicholl vio el brillo trémulo del océano. La calle ancha por la que bajaban tenía un aire de centro turístico, con edificios bajos blanqueados a cada lado. Le recordó a algunas calles de la Costa del Sol, en España, que era hasta donde se extendían los límites de sus horizontes antes de aquel viaje.

– Port Melbourne -dijo George Fletcher-. El río Yarra desemboca aquí, en la Bahía Hobson. Muchas propiedades caras por aquí. Una comunidad joven y adinerada. Banqueros, abogados, gente de la tele, etcétera. Compran pisos bonitos con vistas a la bahía antes de casarse y luego se trasladan a una casa un poco mayor en las afueras.

– Como tú -dijo Troy para tomarle el pelo a su compañero.

– Como yo. Excepto que, para empezar, yo ya no podría permitirme vivir aquí.

Aparcaron delante de otra licorería, luego subieron hasta la entrada distinguida de un pequeño bloque de pisos y George llamó al timbre del conserje.

La puerta se abrió con un clic y entraron en un pasillo largo, helado por culpa del aire acondicionado, y con una alfombra elegante. Al cabo de unos momentos, un hombre de unos treinta y cinco años con la cabeza rapada, que llevaba una camiseta, pantalones cortos anchos y unas Crocs, caminó hacia ellos con aire ufano.

– ¿En qué puedo ayudarles?

George mostró su placa al hombre.

– Nos gustaría hablar con uno de los inquilinos, el señor Nelson, del piso 59.

– ¿Del piso 59? -dijo alegremente-. Se me han adelantado. -Levantó un manojo de llaves que tenía en la mano-. Ahora mismo iba a subir. Algunos vecinos se han quejado de un olor. Creen que podría salir de allí, al menos. Hace un tiempo que no veo al señor Nelson y lleva bastantes días sin recoger el correo.

Potting frunció el ceño. Que los vecinos denunciaran un mal olor rara vez era una buena noticia.

Entraron en el ascensor, subieron al quinto piso y salieron al pasillo, que olía a moqueta nueva. Pero mientras lo recorrían en dirección al piso del fondo, sus olfatos captaron algo muy distinto.

Era un olor que Norman Potting conocía desde hacía tiempo, aunque seguía incomodándole. Nick Nicholl estaba menos acostumbrado. Era el hedor fuerte y empalagoso de carne y órganos internos en putrefacción.

El conserje levantó las cejas mirando a los cuatro policías y como diciendo: «Esperemos que no sea nada». Entonces abrió la puerta. El hedor se volvió más fuerte al instante. Nick Nicholl, tapándose la nariz con su pañuelo, cerraba el grupo.

Dentro hacía un calor sofocante, era evidente que el aire acondicionado no estaba encendido. Nicholl miró a su alrededor con aprensión. En términos generales, era un piso bonito. Alfombras blancas sobre suelo de madera pulido y muebles modernos y elegantes. Lienzos eróticos sin enmarcar flanqueaban las paredes, algunos mostraban el sexo de las mujeres, otros eran abstractos.

El olor a carne putrefacta impregnaba el pasillo y se volvía más denso con cada paso que daban los cinco hombres. Nick, que estaba cada vez más incómodo por lo que fueran a descubrir, siguió a sus compañeros hasta el dormitorio principal vacío. La enorme cama estaba sin hacer. Un vaso vacío descansaba sobre la mesa, junto a un radiodespertador digital que parecía desenchufado.

Cruzaron hasta lo que parecía una habitación de invitados convertida en estudio. Sobre el escritorio había un disco duro externo, al lado de un teclado y un ratón, pero sin ordenador. En un cenicero descansaban varias colillas de cigarrillo y era evidente que llevaban un tiempo allí. La ventana daba a la pared verde del edificio de enfrente. A un lado de la mesa había un fajo de facturas.

George Fletcher cogió una. Tenía unas letras rojas grandes.

– La luz -dijo-. Ultimo recordatorio. Es de hace varias semanas. Por eso hace tanto calor. Seguramente se la han cortado.

– Los propietarios se han quejado del señor Nelson -apuntó el conserje-. Se ha retrasado con el alquiler.

– ¿Mucho? -le preguntó Burg.

– Varios meses.

Nick Nicholl miraba a su alrededor buscando fotos de familia, pero no vio ninguna. Miró una estantería y advirtió que al lado de los volúmenes de catálogos de sellos había varias colecciones de poemas de amor y un diccionario de citas.

Entraron en el salón comedor grande y abierto, que daba a un balcón ancho con una barbacoa y tumbonas y vistas al puerto y a la parte de arriba de la cancha de tenis de un vecino. Nick distinguió vagamente la silueta borrosa de los edificios industriales al otro lado de la orilla.

Siguió a los tres policías hasta una cocina elegante pero estrecha y entonces tuvo que taparse la nariz porque el hedor se hizo más intenso. Oyó el zumbido de las moscas. Una taza de té o café llena de moho descansaba en el escurridero y en una cesta metálica había fruta podrida, cubierta de moho gris y verde. En el suelo, en la base de una nevera combi plateada muy chic, había una mancha ancha y oscura.