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George Fletcher abrió la puerta inferior del congelador y, de repente, el olor empeoró. Mirando los trozos de carne grises y putrefactos que ocupaban los estantes, dijo:

– Almuerzo cancelado, chicos.

– Creo que alguien ha debido de avisar al señor Nelson de que veníamos -dijo Troy Burg.

Fletcher cerró la puerta.

– Se ha ido, eso seguro.

– ¿Crees que ha huido? -dijo Norman Potting.

– No creo que tenga pensado volver pronto, si te refieres a eso -contestó el sargento jefe.

111

Octubre de 2007

El avión aterrizó en Gatwick a las 5.45 de la mañana, con veinticinco minutos de adelanto gracias al viento de cola, como anunció con orgullo el comandante. Roy Grace estaba hecho polvo. Siempre bebía demasiado alcohol en los vuelos nocturnos, con la esperanza de quedarse K.O. Lo conseguía, pero sólo un rato y luego, como esta mañana, tenía resaca y una sed atroz. Para rematarlo, se sentía incómodamente lleno por un desayuno repugnante.

Si su bolsa salía deprisa, pensó, tal vez tuviera tiempo de pasar por casa, darse una ducha rápida y cambiarse de ropa antes de acudir a la reunión informativa. No tuvo suerte. Quizás el avión hubiera llegado antes, pero el retraso en la cinta del equipaje pulverizó esa ventaja y ya eran las siete menos veinte cuando pasó con la bolsa por la puerta de «Nada que declarar» y se dirigió a los autobuses que iban al parking de estacionamiento prolongado. De pie en la parada, en el aire gélido pero seco de la mañana, marcó el número de Glenn Branson para que le pusiera al día.

Su amigo sonaba raro.

– Roy-dijo-, ¿vas a pasar por casa?

– No, voy a ir directamente para allá. ¿Qué hay de nuevo?

El sargento lo puso al tanto. Primero le informó sobre los progresos de Norman Potting en Sydney. En el transcurso del día había surgido información sobre los pasaportes de David y Margaret Nelson que revelaba que ambos eran falsificaciones. Y David Nelson había desaparecido de su piso. Ahora Potting y Nicholl estaban visitando a todos sus vecinos, con la esperanza de obtener más información sobre su estilo de vida y círculo de amistades.

Entonces Branson pasó a Katherine Jennings. Estaba esperando una llamada de Skeggs para concretar la hora y el punto de encuentro donde realizarían la entrega de los sellos y de su madre. Branson le dijo que tenían dos unidades de vigilancia a la espera, hasta veinte personas disponibles si decidían que las necesitaban.

– ¿Tenemos unidades armadas? -preguntó Grace.

– No poseemos datos de que Skeggs vaya armado -contestó-. Si la situación cambiara, las llamaríamos para que intervinieran.

– ¿Estás bien, colega? -dijo Grace cuando Branson terminó-. Pareces un poco estresado. ¿Es por Ari?

Branson dudó.

– De hecho estoy preocupado por ti.

– ¿Por mí?

– Bueno, por tu casa en realidad.

Grace sintió una punzada de alarma.

– ¿Qué quieres decir? ¿Te quedaste anoche?

– Sí, sí, gracias. Te lo agradezco.

Grace se preguntó si su amigo habría roto algo. Tal vez su preciada máquina de discos antigua, que Glenn siempre estaba toqueteando.

– Puede que no sea nada, Roy, pero cuando me marchaba esta mañana, he visto a Joan Major pasando en coche por tu calle, al menos juraría que la he visto, vaya. Aún no era de día, así que podría equivocarme.

– ¿Joan Major?

– Sí. Conducía un monovolumen Fiat de esos pequeños tan peculiares. No se ven demasiados.

Glenn Branson tenía un poder de observación impresionante. Si decía que había visto a la arqueóloga forense, era casi seguro que no se equivocaba. Grace subió al autobús, con el teléfono pegado a la oreja. Era curioso que Glenn la hubiera visto conduciendo por su calle, pero no era nada del otro mundo.

– Tal vez sus hijos vayan al colegio por esta zona.

– Lo dudo. Vive en Burgess Hill. Tal vez fuera a dejarte algo.

– No tiene sentido.

– Quizá le ha pasado algo y quería verte.

– ¿A qué hora te has ido?

– Sobre las siete menos cuarto.

– A esa hora de la mañana no pasas por casa de nadie para charlar. Si es urgente, llamas por teléfono.

– Sí. Eso es lo que se hace.

Grace le dijo que esperaba llegar al despacho a tiempo para la reunión, pero cuando subió a su coche decidió que, siempre que el tráfico de hora punta no fuera muy denso, primero pasaría por casa. Le inquietaba algo que no podía acabar de precisar.

112

Octubre de 2007

A las ocho de la mañana, cuando por fin sonó su teléfono, Abby ya llevaba dos horas largas levantada, vestida y preparada. No había podido dormir bien en toda la noche y se había quedado tumbada en la cama dura, con su almohada diminuta, escuchando el tráfico del paseo marítimo, el quejido ocasional de las sirenas, los gritos de los gamberros borrachos y las puertas de los coches cerrándose.

Estaba preocupadísima por su madre. ¿Podría aguantar otra noche sin su medicación? ¿La angustia y los espasmos podrían provocar un infarto o una apoplejía? Maldita sea, se sentía tan impotente… Y sabía que ese matón jugaría con eso. Contaría con ello.

Pero también era muy consciente de que Ricky había visto las artimañas de que ella era capaz, por el tiempo que habían pasado juntos en Melbourne y ahora por los acontecimientos de los últimos días. No iba a ser fácil. No iba a confiar en ella ni un ápice.

¿Dónde le diría que quedaran? ¿En un aparcamiento de varias plantas? ¿En un parque de la ciudad? ¿En el puerto de Shoreham? Intentó pensar dónde citaban a la gente en las películas para entregar a la víctima de un secuestro. A veces la tiraban de coches en marcha; o la dejaban en un coche abandonado en alguna parte.

Todas y cada una de sus especulaciones toparon con obstáculos. No sabía nada, no podía predecir nada. Pero algo que había decidido, y que era total y absolutamente no negociable, era que querría una prueba evidente, ver con sus propios ojos que su madre estaba viva antes de hacer nada.

¿Podía confiar en la policía? ¿Qué ocurriría si Ricky la veía y le entraba el pánico?

Por el contrario, debía plantearse hasta qué punto podía confiar en que le devolviera a su madre. Si es que aún estaba viva. Ricky había demostrado ser un mierda insensible por llevarse a una anciana y hacerla pasar por aquel tormento.

En la pantalla apareció el habitual «Número privado».

Pulsó la tecla para contestar.

113

Octubre de 2007

Grace observaba con incredulidad mientras recorría su calle justo pocos minutos después de las ocho de la mañana. También reconoció el peculiar Fiat plateado alargado que estaba estacionado delante de su casa. Pero fue el vehículo en el camino de entrada el que más le asombró. Era una de las furgonetas blancas del Departamento de apoyo científico de la policía de Sussex.

También en la calle, detrás del coche de Joan Major, había un Ford Mondeo marrón. Por la matrícula supo que era uno de los coches del Departamento de Investigación Criminal. ¿Qué diablos estaba pasando?

Grace se detuvo, se bajó del coche y entró corriendo en la casa. Estaba en silencio.

– ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? -gritó.

Ninguna respuesta.

Fue a la cocina a comprobar que el alimentador automático fijado a la pecera de Marlon funcionaba. Entonces, por la ventana, miró el jardín trasero.

La imagen que vieron sus ojos resultaba imposible de creer.

Joan Major y dos agentes del SOCO que conocía trabajaban en su césped. La arqueóloga forense, en el centro, sujetaba un aparato eléctrico de un metro y medio de altura con forma de remo, colgado del hombro por un asa, y con una especie de pantalla en el centro. El agente del SOCO que tenía a su derecha miraba fijamente la pantalla, mientras que el de la izquierda anotaba algo en una libreta grande.