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Anonadado, Grace abrió la puerta trasera y salió corriendo.

– ¡Eh! ¡Disculpad! Joan, ¿qué demonios estás haciendo?

Joan Major se puso roja de vergüenza.

– Oh, buenos días, Roy. Mmmm… Suponía que sabías que estábamos aquí.

– No tenía ni idea. ¿Quieres ponerme al corriente? ¿Qué es eso? -Señaló el aparato con la cabeza-. ¿Qué diablos está pasando?

– Un RDS -contestó ella.

– ¿Un RDS?

– Un Radar de Detección Subterránea.

– ¿Qué haces con él?

Joan aún se puso más roja. Entonces, como producto de una pesadilla, Grace vio por el rabillo del ojo a uno de los pocos policías del Departamento de Investigación Criminal que le caían realmente mal. En general, por la experiencia que había vivido, la mayoría de los agentes se llevaban razonablemente bien. Sólo de vez en cuando había topado con alguno cuya actitud le irritara de verdad, y entrando por la verja de su jardín, en este preciso momento, apareció un joven agente al que no podía soportar. Se llamaba Alfonso Zafferone.

Era un hombre arrogante y huraño de casi treinta años, de belleza latina y pelo brillante y despeinado, e iba pulcramente vestido con una elegante gabardina beis encima de un traje color habano. Aunque era un detective perspicaz, Zafferone tenía un problema de actitud grave y Grace había escrito un informe mordaz sobre él después de la última vez que trabajaron juntos.

Ahora Zafferone estaba cruzando a grandes zancadas el césped, mascando chicle y con una clase de papel en la mano que Grace conocía demasiado bien.

– Buenos días, señor comisario. Me alegro de volver a verle. -Zafferone le ofreció una sonrisa melosa.

– ¿Quieres decirme qué está ocurriendo aquí?

El joven agente levantó el documento firmado.

– Es una orden de registro -dijo Zafferone.

– ¿Para mi jardín?

– Y también para la casa. -Dudó un momento y luego añadió a regañadientes-: Señor.

Ahora Grace estaba prácticamente fuera de sus casillas. Aquello no estaba pasando. Era imposible. Imposible del todo.

– ¿Es una broma? ¿Quién coño es el responsable?

Zafferone sonrió, como si también estuviera al tanto de aquello y disfrutara de su momento de poder, y dijo: -El comisario Pewe.

114

Octubre de 2007

Cassian Pewe estaba sentado en su despacho en mangas de camisa, leyendo un documento normativo, cuando la puerta se abrió de golpe y Roy Grace entró con la cara contraída por la ira. Cerró de un portazo, luego puso las manos en la mesa de Pewe y lo miró fijamente.

Pewe se echó para atrás y levantó las manos a la defensiva.

– Roy -dijo-. ¡Buenos días!

– ¿Cómo te atreves? -le gritó Grace-. ¿Cómo coño te atreves? ¿Esperas a que me marche y haces esto? ¿Me humillas delante de mis vecinos y de todo el puto cuerpo de policía?

– Roy, cálmate, por favor. Deja que te explique…

– ¿Que me calme? No me sale de los huevos calmarme. Voy a cortarte la puta cabeza y utilizarla para colgar sombreros.

– ¿Me estás amenazando?

– Sí, te estoy amenazando, pelota de mierda. Ve corriendo a Alison Vosper y pídele que te suene los mocos mientras te sientas en sus rodillas y le lloriqueas, o lo que sea que hacéis los dos juntitos.

– Pensé que estando fuera… Sería menos embarazoso para ti.

– Me las pagarás, Pewe. Vas a lamentarlo de verdad.

– No me gusta tu tono, Roy.

– Y a mí no me gusta que los agentes del SOCO merodeen por mi casa con una orden de registro. Diles que paren ahora mismo.

– Lo siento -dijo Pewe, envalentonado después de percatarse de que Grace no iba a pegarle-. Pero después de entrevistarme con los padres de tu difunta esposa, me preocupa que no se hayan investigado todos los aspectos de la desaparición de tu mujer tan a fondo como debió hacerse en su día.

Cuando terminó de hablar, sonrió y Grace pensó que nunca en su vida había odiado tanto a nadie como a Cassian Pewe en estos momentos.

– ¿En serio? ¿Y qué te dijeron sus padres que fuera tan novedoso?

– Su padre tenía bastante que decir.

– ¿Te contó su padre que estuvo en la RAF durante la guerra?

– Pues sí, la verdad -dijo Pewe.

– ¿Te contó alguna de las historias sobre los bombardeos que vivió?

– Me dio algunos detalles. Fascinante. Parece que era todo un personaje. Participó en alguna de las misiones del escuadrón Dambusters. Un hombre extraordinario.

– El padre de Sandy es un hombre extraordinario -confirmó Grace-. Es un fantasioso. No estuvo nunca en el escuadrón 617, el Dambusters. Y era mecánico de aviones, no artillero. Jamás participó en ninguna misión.

Pewe se quedó callado un segundo, parecía un poco incómodo. Grace se marchó furioso, cruzó el pasillo y fue derecho al despacho del comisario jefe. Se quedó delante de la mesa de Skerritt hasta que su jefe terminó de hablar por teléfono y luego dijo:

– Jack, tengo que hablar contigo.

Skerritt le señaló una silla.

– ¿Qué tal por Nueva York?

– Bien -contestó-. He conseguido buenas informaciones, redactaré un informe. Acabo de volver, literalmente.

– Tu equipo de la Operación Dingo parece hacer progresos. Tengo entendido que hoy tenéis prevista una operación importante.

– Sí, así es.

– ¿Vas a dejar que la inspectora Mantle la dirija o volverás a asumir el mando?

– Creo que hoy vamos a necesitar a todo el mundo -dijo Grace-. Dependiendo de cómo se desarrollen los acontecimientos, veremos a quién más involucramos.

Skerritt asintió con la cabeza.

– Bueno, ¿de qué querías hablarme?

– Del comisario Pewe -dijo.

– No fue decisión mía traerle aquí -dijo Skerritt, y miró a Grace con complicidad.

– Lo sé. -Era consciente de que a Skerritt el hombre le caía casi tan mal como a él.

– Bueno, ¿qué problema hay?

Grace se lo contó.

Cuando acabó, Jack Skerritt meneó la cabeza con incredulidad.

– No puedo creer que haya hecho eso a tus espaldas. Una cosa es llevar una investigación abierta, a veces puede ser algo bueno. Pero no me gusta cómo se está tratando este caso. Ni pizca. ¿Cuánto tiempo hace que desapareció Sandy?

– Van a cumplirse nueve años y medio.

Skerritt se quedó pensando un momento, luego miró su reloj.

– ¿Va a la reunión informativa?

– Sí.

– Te diré lo que voy a hacer, hablaré con él ahora. Pasa a verme en cuanto salgas de la reunión.

Grace le dio las gracias y mientras se marchaba del despacho, Skerritt descolgó el teléfono.

115

Octubre de 2007

A las nueve y cuarto Abby conducía el Honda todoterreno diésel negro que había alquilado anoche, siguiendo las instrucciones de Ricky al pie de la letra, subiendo una colina hacia Sussex House. Notaba como si tuviera el estómago lleno de alfileres calientes y estaba temblando.

Respirando hondo y con constancia, intentó por todos los medios mantener la calma y no dejar que le entrara otro ataque de pánico. Estaba al borde de sufrir uno, lo sabía. Tenía esa sensación ligeramente incorpórea que siempre los precedía.

Era irónico, pensaba, que el Southern Deposit Security estuviera a menos de un kilómetro del edificio al que se dirigía ahora. Llamó a Glenn Branson y, con voz temblorosa, le informó de que estaba acercándose a la verja. Él le dijo que salía enseguida.

Abby detuvo el coche como le habían indicado, delante de la enorme verja de acero verde, y puso el freno de mano. En el asiento del copiloto había la bolsa de plástico donde ayer metió los medicamentos de su madre. También estaba el sobre acolchado. La maleta la había dejado en la habitación del hotel.