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– Es una máquina, simplemente una máquina -dijo Ismael, tratando de tranquilizada.

Irene contempló la macabra imitación de Simone. Sus facciones. El color de sus ojos, de su cabello. Cada marca sobre la piel, cada línea de su rostro estaban reproducidas en una máscara inexpresiva y escalofriante.

– ¿Qué está sucediendo aquí? -inquirió. Ismael señaló lo que parecía una puerta de entrada a la casa en el otro extremo del taller.

– Por aquí -señaló, alejando a Irene de aquel lugar y de la siniestra figura suspendida en el aire.

La muchacha, todavía bajo el efecto de aquella aparición, lo siguió, aturdida y aterrorizada.

Un instante después, la llama del fósforo que Ismael sostenía se extinguió y la oscuridad se hizo en torno a ellos de nuevo.

Tan pronto alcanzaron la puerta que conducía hacia el interior de Cravenmoore, el manto de sombras que se había extendido a sus pies se desplegó a sus espaldas como una flor negra, adquiriendo volumen y deslizándose sobre los muros. La sombra se dirigió hacia las mesas de trabajo del taller y su rastro tenebroso recorrió el manto blanco que cubría la figura de aquel ángel mecánico que Lazarus había mostrado a Dorian la noche anterior. Lentamente, la sombra se filtró bajo las comisuras de la sábana y su masa vaporosa penetró a través de las junturas de la estructura metálica.

La silueta de la sombra desapareció completamente en el interior de aquel cuerpo de metal. Un vaho de escarcha se extendió sobre la criatura mecánica formando una telaraña helada. Luego, los ojos del ángel se abrieron lentamente en la oscuridad, dos rubíes encendidos bajo el manto.

La titánica figura se incorporó lentamente y desplegó sus alas. Pausadamente, posó ambos pies sobre el suelo. Las garras arañaron la superficie de la madera, dejando muescas a su paso. El manto de luz azulada que flotaba en el aire atrapó la espiral de humo que ascendía del fósforo apagado que Ismael había soltado. El ángel la atravesó y se perdió en la tiniebla, siguiendo los pasos de Ismael e Irene.

9. LA NOCHE TRANSFIGURADA

El eco lejano de un repiqueteo insistente arrancó a Simone de un mundo de acuarelas danzantes y lunas que se fundían en monedas de plata candente. El sonido llegó de nuevo a sus oídos, pero esta vez Simone despertó completamente y comprendió que de nuevo el sueño había podido con ella y con su intento de avanzar algún capítulo antes de la medianoche. Mientras recogía sus lentes de lectura, oyó de nuevo aquel sonido y por primera vez lo identificó. Alguien estaba golpeando suavemente con los nudillos en la ventana que daba al porche. Simone se incorporó y reconoció el rostro sonriente de Lazarus al otro lado del cristal. Al instante sintió que sus mejillas se ruborizaban. Mientras abría la puerta observó su imagen en el espejo del recibidor. Un desastre.

– Buenas noches, madame Sauvelle. Tal vez no sea éste un buen momento… -dijo Lazarus.

– En absoluto. Me… Lo cierto es que estaba leyendo y me he quedado completamente dormida.

– Eso significa que debe usted cambiar de libro -apuntó Lazarus.

– Supongo que sí. Pero pase, por favor.

– No quisiera importunada.

– No diga tonterías. Adelante, por favor.

Lazarus asintió amablemente y entró en la casa.

Sus ojos trazaron un rápido reconocimiento del lugar. -La Casa del Cabo nunca ha estado mejor -comentó-. La felicito.

– Todo el mérito es de Irene. Ella es la decoradora de la familia. ¿Una taza de té? ¿Café?…

– Un té sería perfecto, pero…

– Ni una palabra más. También a mí me vendrá bien.

Sus miradas se cruzaron por un instante. Lazarus sonrió cálidamente. Simone, súbitamente azorada, bajó la mirada y se concentró en preparar el té para ambos.

– Se preguntará el porqué de mi visita -empezó el fabricante de juguetes.

Efectivamente, pensó Simone en silencio.

– Lo cierto es que todas las noches doy un pequeño paseo por el bosque hasta los acantilados. Me ayuda a relajarme -llegó la voz de Lazarus.

Una pausa apenas marcada por el sonido del agua en la tetera medió entre ambos.

– ¿Ha oído hablar del baile anual de máscaras en Bahía Azul, madame Sauvelle?

– La última luna llena de agosto… -recordó Simone.

– Así es. Me preguntaba… Bien, quiero que entienda que no hay compromiso alguno en mi proposición, de lo contrario no me atrevería a formulada, es decir, no sé si me explico…

Lazarus parecía debatirse como un colegial nervioso. Ella le sonrió serenamente.

– Me preguntaba si le apetecería ser mi acompañante este año -concluyó finalmente el hombre.

Simone tragó saliva. La sonrisa de Lazarus se desmoronó lentamente.

– Lo siento. No debería habérselo pedido.

Acepte mis disculpas…

– ¿Con o sin azúcar? -cortó amablemente Simone.

– ¿Perdón?

– El té. ¿Con o sin azúcar?

– Dos cucharadas.

Simone asintió y diluyó las dos cucharadas de azúcar lentamente. Una vez lista, tendió la taza a Lazarus y le sonrió.

– Tal vez la he ofendido…

– No lo ha hecho. Es que no estoy acostumbrada a que me inviten a salir de casa. Pero me encantaría acudir a ese baile con usted -respondió la mujer, sorprendida de su propia decisión.

El rostro de Lazarus se iluminó con una amplia sonrisa. Por un instante, Simone se sintió treinta años más joven. Era una sensación ambigua y a medio camino entre lo sublime y lo ridículo. Una sensación peligrosamente embriagadora. Una sensación más poderosa que el pudor, que el reparo o el remordimiento. Había olvidado lo reconfortante que era sentir que alguien se interesase por ella.

Diez minutos más tarde, la conversación continuaba en el porche de la Casa del Cabo. La brisa del mar balanceaba los faroles de aceite suspendidos en la pared. Lazarus, sentado sobre la baranda de madera, contemplaba las copas de los árboles agitándose en el bosque, un mar negro y susurrante.

Simone observó el rostro del fabricante de juguetes.

– Me alegra saber que se encuentran a gusto en la casa -comentó Lazarus-. ¿Qué tal se adaptan sus hijos a la vida en Bahía Azul?

– No tengo queja. Al contrario. De hecho, Irene parece que ya está tonteando con un chico del pueblo. Un tal Ismael. ¿Lo conoce?

– Ismael…, sí, por supuesto. Un buen muchacho, tengo entendido -dijo Lazarus, distante. -Eso espero. Lo cierto es que aún estoy esperando que me lo presente.

– Los chicos son así. Hay que ponerse en su lugar… -sugirió Lazarus.

– Supongo que hago como todas las madres: el ridículo, sobreprotegiendo a mi hija de casi quince años.

– Es lo más natural.

– No sé si ella opina lo mismo.

Lazarus sonrió, pero no dijo nada.

– ¿Qué sabe usted de él? -preguntó Simone.

– ¿De Ismael?… Bien…, poca cosa… -empezó él-. Me consta que es un buen marinero. Se lo tiene por un joven introvertido y poco dado a hacer amigos. Lo cierto es que yo tampoco estoy muy versado en los asuntos de la vida local… Pero no creo que tenga que preocuparse.

El sonido de las voces trepaba hasta su ventana como la pira de humo de un cigarrillo mal apagado, caprichosa y sinuosamente; ignorarlo era imposible. El murmullo del mar apenas enmascaraba las palabras de Lazarus y su madre, abajo, en el porche, aunque, por un instante, Dorian habría deseado que lo hiciera y que aquella conversación jamás hubiese llegado a sus oídos. Había algo que lo inquietaba en cada inflexión, en cada frase. Algo indefinible, una presencia invisible que parecía impregnar cada giro de la conversación.

Tal vez fuese la idea de escuchar a su madre charlar plácidamente con un hombre que no era su padre, aunque ese hombre fuese Lazarus, a quien Dorian tenía por amigo. Quizá fuese el color de intimidad que parecía teñir las palabras entre ambos. Quizá, se dijo por fin Dorian, eran tan sólo celos y una estúpida obstinación por pretender que su madre no podía volver a disfrutar de una conversación de tú a tú con otro hombre adulto. Yeso era egoísta. Egoísta e injusto. Al fin y al cabo, Simone, además de su madre, era una mujer de carne y hueso, necesitada de amistad y de la compañía de alguien más que de sus hijos. Cualquier libro que se preciase lo dejaba bien claro. Dorian repasó el aspecto teórico de ese razonamiento. A ese nivel, todo le parecía perfecto. La práctica, sin embargo, era otra cuestión.