11. EL ROSTRO BAJO LA MÁSCARA
Lo primero que Irene vio al despertar fueron dos ojos negros e impenetrables que la observaban con parsimonia. La muchacha se retiró de una sacudida y la gaviota, asustada, alzó el vuelo. La chica sintió los labios resecos y doloridos, una ardiente tirantez en la piel y las punzadas de escozor en todo el cuerpo. Sus músculos le parecían de trapo, y su cerebro, pura gelatina. Una oleada de náuseas la invadió, desde la boca del estómago hasta la cabeza. Al tratar de incorporarse, comprendió que aquel extraño fuego que parecía carcomerle la piel como ácido era el sol. Un amargo sabor afloró a sus labios. El espejismo de lo que semejaba ser una pequeña cala entre las rocas flotaba a su alrededor como un tiovivo. No se había sentido peor en su vida.
Se tendió de nuevo y advirtió la presencia de Ismael a su lado. De no ser por su respiración entrecortada, Irene hubiese jurado que estaba muerto. Se frotó los ojos y posó una de sus manos llagadas sobre el cuello de su compañero. Pulso. Irene acarició el rostro de Ismael y poco después el muchacho abrió los ojos. El sol lo cegó por un instante.
– Estás horrible… -murmuró él, sonriendo trabajosamente,
– Pues tú no te has visto -replicó la muchacha. Como dos náufragos a los que el vendaval hubiese escupido en la playa, se levantaron tambaleándose y buscaron la protección de la sombra bajo los restos de un tronco caído entre los acantilados. La gaviota que había estado velando su sueño volvió a posarse sobre la arena, su curiosidad insatisfecha.
– ¿Qué hora debe de ser? -preguntó Irene, combatiendo el martilleo que le golpeaba las sienes a cada palabra.
Ismael le mostró su reloj. La esfera estaba llena de agua, y el segundero, desprendido, emulaba una anguila petrificada en una pecera. El muchacho se protegió los ojos con ambas manos y observó el sol.
– Ha pasado ya el mediodía.
– ¿Cuánto tiempo hemos estado durmiendo? -preguntó ella.
– No el suficiente -replicó Ismael-. Podría dormir una semana seguida.
– No hay tiempo para dormir ahora -urgió Irene.
Él asintió y estudió los acantilados en busca de una salida practicable.
– No va a ser fácil. Yo sólo sé llegar hasta la laguna por mar… -empezó.
– ¿Qué hay tras los acantilados?
– El bosque que atravesamos anoche.
– ¿ y a qué estamos esperando?
Ismael examinó de nuevo los acantilados. Una selva de perfiles afilados en la piedra se alzaba frente a ellos. Escalar aquellas rocas iba a llevar tiempo, por no hablar de las numerosas posibilidades que tenían de sufrir un grave encuentro con la ley de la gravedad y romperse la crisma. La imagen de un huevo estallando sobre el suelo desfiló por su mente. «Perfecto final», pensó.
– ¿Sabes trepar? -preguntó Ismael.
Irene se encogió de hombros. El chico observó sus pies desnudos cubiertos de arena. Brazos y piernas de piel blanca sin protección alguna.
– Hacía gimnasia en la escuela y era de las mejores subiendo la cuerda -dijo ella-. Supongo que es lo mismo.
Ismael suspiró. Sus problemas no habían acabado.
Por espacio de unos segundos, Simone Sauvelle volvió a tener ocho años. Volvió a ver aquellas luces de cobre y plata que trazaban caprichosas acuarelas de humo. Volvió a sentir el intenso aroma de la cera quemada, de las voces susurrando en la penumbra, y la danza invisible de cientos de cirios ardiendo en aquel palacio de misterios y encantamientos que había embrujado los recuerdos de su infancia: la antigua catedral de Saint Étienne. El hechizo, sin embargo, no duró más que eso, unos segundos.
Poco después, a medida que sus ojos cansados recorrían la tenebrosa tiniebla que la rodeaba, Simone comprendió que aquellas velas no eran las de capilla alguna, que las manchas de luz que danzaban en los muros eran viejas fotografías y que aquellas voces, susurros lejanos, sólo existían en su mente. Supo instintivamente que no estaba en la Casa del Cabo, ni en ningún lugar que pudiese recordar. Su memoria le devolvió un eco confuso de las últimas horas. Recordaba haber conversado con Lazarus en el porche. Recordaba haberse preparado un vaso de leche caliente antes de acostarse, y recordaba las últimas palabras que había leído en el libro que presidía su mesilla de noche.
Después de apagar la luz, evocó vagamente haber soñado con los gritos de un niño y una absurda sensación de haberse despertado en plena madrugada para contemplar cómo las sombras parecían caminar en la oscuridad. Más allá, su memoria se extinguía como los bordes de un dibujo inacabado. Sus manos palparon un tejido de algodón y advirtió así que todavía vestía su camisón de dormir. Se incorporó y lentamente se acercó al mural que reflejaba la luz de decenas de velas blancas, pulcramente alineadas en los brazos de candelabros surcados por lágrimas de cera.
Las llamas susurraban al unísono; aquel sonido eran las voces que le había parecido oír. La lumbre áurea de todas aquellas luces ardientes le dilató las pupilas y una rara lucidez penetró en su mente. Los recuerdos parecieron volver uno a uno, como las primeras gotas de una lluvia al alba. Con ellos, cayó el primer golpe de pánico.
Recordó el frío contacto de unas manos invisibles arrastrándola en las tinieblas. Recordó una voz que le susurraba al oído mientras cada músculo de su cuerpo quedaba petrificado, incapaz de reaccionar. Recordó una forma forjada en sombras que la llevaba a través del bosque. Recordó cómo había murmurado su nombre aquella sombra espectral y cómo ella, paralizada por el terror, había comprendido que nada de todo aquello era una pesadilla. Simone cerró los ojos y se llevó las manos a la boca, ahogando un grito.
Su primer pensamiento fue para sus hijos. ¿Qué había sido de Irene y de Dorian? ¿Seguían en la casa? ¿Los había alcanzado aquella aparición indescriptible? Una fuerza desgarradora marcó a fuego cada uno de estos interrogantes en su alma. Corrió hacia lo que parecía una puerta y forcejeó con la cerradura en vano, gritando y aullando hasta que la fatiga y la desesperación pudieron más que ella. Paulatinamente, una fría serenidad la devolvió a la realidad.
Estaba presa. Quien la había secuestrado en mitad de la noche la había encerrado en aquel lugar y, probablemente, también había capturado a sus hijos. Pensar que podría haberlos dañado o herido estaba fuera de consideración en aquel momento. Si esperaba poder hacer algo por ellos, debía anular cualquier nuevo espasmo de pánico y mantener el control de cada uno de sus pensamientos. Simone apretó los puños con fuerza mientras se repetía estas palabras. Respiró profundamente con los ojos cerrados, sintiendo cómo su corazón recuperaba un pulso normal.
Poco después abrió de nuevo los ojos y observó la habitación con detenimiento. Cuanto antes comprendiese lo que estaba sucediendo, antes podría salir de allí y acudir en ayuda de Irene y Dorian.
Lo primero que sus ojos registraron fueron los muebles, pequeños y austeros. Muebles de niño, de construcción sencilla, rayana en la pobreza. Estaba en la habitación de un niño, pero su instinto le decía que hacía mucho tiempo que ningún niño la ocupaba. La presencia que impregnaba aquel lugar, tangible, fuera lo que fuese, desprendía vejez, decrepitud. Simone se acercó al lecho y se sentó sobre él, contemplando la habitación desde allí. No había inocencia en aquella alcoba. Cuanto podía presentir era oscuridad. Maldad.
El lento veneno del miedo empezó a correr por sus venas, pero Simone ignoró sus señales de aviso y, tomando uno de los candelabros, se aproximó a la pared. Infinidad de recortes y fotografías formaban un mural que se perdía en la penumbra. Advirtió la rara pulcritud con que todas aquellas imágenes habían sido adheridas a la pared. Un siniestro museo de recuerdos se desplegaba ante sus ojos, y cada uno de aquellos recortes parecía proclamar en silencio la existencia de algún significado para todo ello. Una voz que trataba de hacerse oír desde el pasado. Simone acercó la vela a un palmo escaso de la pared y dejó que el torrente de fotografías y grabados, de palabras y dibujos, la inundase.