»Me explicó entonces que, desde aquel momento, mi corazón ya le pertenecía y que pronto, muy pronto, todos mis problemas se desvanecerían. Si no faltaba a mi juramento. Le dije que jamás podría hacer una cosa así. Me sonrió cariñosamente de nuevo y me entregó un obsequio. Un caleidoscopio. Me pidió que cerrase los ojos y pensase con todas mis fuerzas en lo que más deseaba en el universo. Mientras lo hacía, se arrodilló frente a mí y me besó en la frente. Cuando abrí los ojos, ya no estaba allí.
»Una semana después, la policía, alertada por un anónimo informante que los puso al corriente de lo que sucedía en mi casa, me rescató de aquel agujero. Mi madre había muerto…
»De camino a la comisaría, las calles se inundaron de coches de bomberos. El fuego podía olerse en el aire. Los policías que me custodiaban se desviaron de la ruta y entonces pude vedo: alzándose en el horizonte, la fábrica de Daniel Hoffrnann ardía en uno de los incendios más pavorosos que ha visto la historia de París. Las gentes que jamás habían reparado en ella observaban la catedral de fuego. Todos recordaron entonces el nombre de aquel personaje que había sembrado de sueños su infancia: Daniel Hoffmann. El palacio del emperador ardía…
»Las llamas y la pira de humo negro se alzaron hacia el cielo durante tres días y tres noches, corno si el averno hubiese abierto sus puertas en el negro corazón de la ciudad. Yo estaba allí y lo vi con mis propios ojos. Días después, cuando sólo quedaban cenizas para dar testimonio del impresionante edificio que se había alzado allí, los periódicos publicaron la noticia.
»Con el tiempo, las autoridades encontraron a un pariente de mi madre que se hizo cargo de mi custodia, y me trasladé a vivir con su familia en Cap d'Antibes. Allí crecí y me eduqué. Una vida normal. Feliz. Tal y como Daniel Hoffmann me había prometido. Incluso me permití inventar una variante de mi pasado para contármela a mí mismo: la historia que le narré.
»El día en que cumplí los dieciocho años recibí una carta. El matasellos era de ocho años antes, de la oficina postal de Montparnasse. En ella, mi viejo amigo me anunciaba que la firma de notarios de un tal monsieur Gilbert Travant, en Fontainebleau, tenía en su poder las escrituras de una residencia en la costa de Normandía que pasaba a ser legalmente de mi propiedad al cumplir la mayoría de edad. La nota, en pergamino, venía firmada con una «D».
»Tardé varios años en tomar posesión de Cravenmoore. Para entonces yo ya era un prometedor ingeniero. Mis diseños de juguetes sobrepasaban cualquier proyecto conocido hasta la fecha. Pronto comprendí que había llegado el momento de crear mi propia fábrica. En Cravenmoore. Todo estaba sucediendo tal y como se me había anunciado. Todo, hasta que sucedió el accidente. Ocurrió en la Porte de Saint Michel, un 13 de febrero. Ella se llamaba Alexandra Alma Maltisse y era la criatura más bella que jamás había visto.
»Durante todos aquellos años, había conservado conmigo aquel frasco que Daniel Hoffmann me había entregado en el sótano de la rue des Gobelins aquella noche. Su tacto seguía siendo tan frío como entonces. Seis meses después, traicioné mi promesa a Daniel Hoffmann y entregué mi corazón a aquella joven. Me casé con ella. Fue el día más feliz de mi vida. La noche antes de la boda, que habría de celebrarse en Cravenmoore, tomé el frasco que contenía mi sombra y me dirigí a los acantilados del cabo. Desde allí, condenándola para siempre al olvido, la lancé a las oscuras aguas.
»Por supuesto, rompí mi promesa…
El sol había iniciado ya su declive sobre la bahía cuando Ismael e Irene avistaron entre los árboles la fachada posterior de la Casa del Cabo. El agotamiento que ambos arrastraban parecía haberse retirado discretamente a algún lugar no muy lejano, a la espera de un momento más oportuno para emprender su regreso. Ismael había oído hablar de ese fenómeno, una suerte de soplo que experimentaban algunos atletas una vez rebasado el límite de su propia capacidad de cansancio. Pasado ese punto, el cuerpo seguía adelante sin muestras de fatiga. Hasta que la máquina paraba, claro está. Una vez el esfuerzo acababa, el castigo caía de una sola vez. Un préstamo de los músculos, por así decido.
– ¿En qué estás pensando? -preguntó Irene, advirtiendo el semblante meditabundo del chico.
– En que tengo hambre.
– y yo. ¿No es raro?
– Al contrario. Nada como un buen susto para abrir el apetito… -se permitió bromear Ismael.
La Casa del Cabo estaba en calma y no había signo aparente de presencia alguna. Dos guirnaldas de ropa seca, suspendida en los tendederos, ondeaban al viento. Ismael captó una visión fugaz de lo que a todas luces parecía ropa interior de Irene por el rabillo del ojo. Su mente pasó a considerar el aspecto que tendría su compañera enfundada en semejantes atavíos.
– ¿Estás bien? -inquirió ella.
El muchacho tragó saliva, pero asintió. -Cansado y hambriento, eso es todo.
Irene le dirigió una sonrisa enigmática. Por un segundo, Ismael consideró la posibilidad de que todas las mujeres fuesen, secretamente, capaces de leer el pensamiento. Mejor no perderse en semejantes consideraciones con el estómago vacío.
La joven trató de abrir la puerta trasera de la casa, pero al parecer alguien había echado el cerrojo por dentro. La sonrisa de Irene se tornó en una mueca de extrañeza.
– ¿Mamá? ¿Dorian? -llamó mientras se retiraba unos pasos y examinaba las ventanas del piso superior.
– Probemos por delante -dijo Ismael.
Ella la siguió, rodeando la casa hasta el porche.
Una alfombra de cristales rotos afloró a sus pies. Ambos se detuvieron y la visión de la puerta destrozada y todas las ventanas astilladas se desplegó ante ellos. A simple vista, parecía que una explosión de gas hubiese arrancado la puerta de los goznes al tiempo que escupía una tormenta de cristal hacia el exterior. Irene trató de frenar la oleada de frío que le ascendía desde el estómago. En vano. Dirigió una mirada aterrorizada a Ismael y se dispuso a entrar en la casa. Él la retuvo, en silencio.
– ¿Madame Sauvelle? -llamó desde el porche. El sonido de su voz se perdió en el fondo de la casa. Ismael se adentró cautelosamente en el interior y examinó el panorama. Irene se asomó tras él. El suspiro de la muchacha tocó fondo.
La palabra para describir el estado de la vivienda, si es que había alguna, era devastación. Ismael jamás había visto los efectos de un tornado, pero imaginó que se parecían a lo que sus ojos le estaban transmitiendo.
– Dios mío…
– Cuidado con los cristales -advirtió el muchacho.
– ¡Mamá!
El grito reverberó por la casa, un espíritu vagabundo de habitación en habitación. Ismael, sin soltar a Irene ni un segundo, se aproximó al pie de la escalera y echó un vistazo al piso superior.
– Subamos -dijo ella.
Ascendieron por la escalera lentamente, examinando los rastros que una fuerza invisible había dejado a su alrededor. La primera en advertir que el dormitorio de Simone no tenía puerta fue Irene.
– ¡No!… -murmuró.
Ismael se apresuró hasta el umbral de la estancia y la examinó. Nada. Una a una, ambos registraron todas las habitaciones del piso superior. Vacío.
– ¿Dónde están? -preguntó la chica con voz temblorosa.
– Aquí no hay nadie. Volvamos abajo.
Por lo que podía ver, la lucha o lo que fuese que había acontecido en aquel escenario había sido violenta. El muchacho se reservó cualquier observación al respecto, pero una oscura sospecha acerca de la suerte de la familia de Irene cruzó su pensamiento. Ella, todavía bajo los efectos del shock, lloraba en silencio al pie de la escalera. «En cuestión de minutos -pensó Ismael-, la histeria se abrirá paso.» Más valía que pensara algo, y rápido, antes de que eso sucediese. Su mente barajaba una docena de posibilidades, a cuál menos efectiva, cuando ambos oyeron por primera vez los golpes. Un silencio mortal los siguió.