»Antes del verano de 1916, en la cúspide de nuestra felicidad, sucedió algo. En realidad, había comenzado ya un año antes, sin que yo tuviese conocimiento de ello. Al día siguiente de nuestra boda, Alexandra se levantó al alba y acudió a la gran sala oval para contemplar los cientos de regalos que habíamos recibido. De entre todos ellos, llamó su atención un pequeño cofre labrado a mano. Una joya. Alexandra, cautivada, lo abrió. Contenía una nota y un frasco de cristal. La nota, dirigida a ella, le decía que aquél era un obsequio especial. Una sorpresa. Le explicaba que el frasco contenía mi perfume predilecto, el perfume que empleaba mi madre, y que debía guardado hasta el día de nuestro primer aniversario antes de usarlo. Pero tenía que ser un secreto entre ella y el firmante, un viejo amigo de mi infancia, Daniel Hoffmann…
»Siguiendo fielmente las instrucciones, con el convencimiento de que de ese modo me haría feliz, Alexandra guardó el frasco durante doce meses hasta la fecha señalada. Llegado el día, lo rescató del cofre y lo abrió. No hace falta decirle que aquel frasco no contenía perfume alguno. Aquél era el frasco que yo había lanzado al mar en la víspera de nuestro enlace. Desde el instante en que Alexandra destapó el frasco, nuestra vida se convirtió en una pesadilla…
»Fue por entonces cuando empecé a recibir la correspondencia de Daniel Hoffmann. Esta vez me escribía desde Berlín, donde me explicaba que tenía una gran labor por delante que algún día habría de cambiar el mundo. Millones de niños estaban recibiendo sus visitas y sus obsequios. Millones de niños que algún día formarían el mayor ejército que haya conocido la Historia. Hasta la fecha, todavía no he comprendido a qué hacía referencia con esas palabras…
»En uno de sus primeros envíos, me obsequió con un libro, un tomo encuadernado en piel que parecía más viejo que el mismo mundo. Una sola palabra se podía leer en su cubierta: Doppelgänger. ¿Ha oído usted hablar del Doppelgänger, querida amiga? Por supuesto que no. Las leyendas y los viejos trucos de magia no interesan ya a nadie. Es un término de origen germánico; designa a la sombra que se desprende de su dueño y se vuelve en su contra. Pero eso, por supuesto, no es más que el principio. Así lo fue para mí. Para su información, le diré que en esencia el libro era un manual acerca de las sombras. Una pieza de museo. Cuando empecé su lectura, ya era tarde. Algo crecía oculto, amparado en la oscuridad de esta casa; mes a mes, como el huevo de una serpiente que espera el momento de eclosionar.
»En mayo de 1916, algo me empezó a suceder.
La luminosidad de aquel primer año con Alexandra se extinguió lentamente. Comencé a sospechar de la existencia de la sombra poco después. Cuando lo hice, sin embargo, ya no tenía remedio. Los primeros ataques no pasaron de ser sustos. Las ropas de Alexandra aparecían destrozadas. Las puertas se cerraban a su paso y manos invisibles empujaban objetos contra ella. Voces en la oscuridad. Apenas el principio…
»Esta casa tiene miles de rincones donde una sombra puede ocultarse. Comprendí entonces que no era más que el alma de su creador, de Daniel Hoffmann, y que la sombra crecería en ella, haciéndose más fuerte día a día. Y yo, por el contrario, me transformaría en un ser más débil. Toda la fuerza que había en mí pasaría a ser suya y, lentamente, mientras caminaba de vuelta a la oscuridad de mi infancia en Les Gobelins, yo pasaría a ser la sombra, y él, el maestro.
»Decidí cerrar la fábrica de juguetes y concentrarme en mi vieja obsesión. Quise volver a dar vida a Gabriel, aquel ángel de la guarda que me había protegido en París. En mi regreso a la infancia, creía que, si era capaz de volver a darle vida, él nos protegería a mí y a Alexandra de la sombra. Fue así como diseñé la criatura mecánica más poderosa que jamás hubiera soñado. Un coloso de acero. Un ángel para liberarme de mi pesadilla.
»¡Pobre ingenuo! Tan pronto aquel monstruoso ser fue capaz de levantarse de la mesa de mi taller, cualquier fantasía de obediencia que podía haber albergado se esfumó. No era a mí a quien escuchaba, sino al otro. A su maestro. Y él, la sombra, no podía existir sin mí, pues yo era la fuente de la que absorbía toda su fuerza. No sólo el ángel no me liberó de aquella vida miserable, sino que se transformó en el peor de los guardianes. El guardián de aquel secreto terrible que me condenaba para siempre, un guardián que se levantaría cada vez que algo o alguien pusiera en peligro ese secreto. Sin piedad.
»Los ataques a Alexandra se recrudecieron. La sombra era ahora más fuerte y su amenaza crecía día a día. Había decidido castigarme a través del sufrimiento de mi esposa. Había entregado a Alexandra un corazón que ya no me pertenecía. Aquel error habría de ser nuestra perdición. Cuando estaba a punto de perder la razón, comprobé que la sombra sólo actuaba cuando yo estaba en las inmediaciones. No podía vivir lejos de mí. Por este motivo, decidí abandonar Cravenmoore y refugiarme en la isla del faro. A nadie podía dañar allí. Si alguien tenía que pagar el precio de mi traición, ése era yo. Pero subestimé la fortaleza de Alexandra. Su amor por mí. Superando el terror y la amenaza a su vida, acudió en mi auxilio la noche del baile de máscaras. Tan pronto el velero en el que surcaba la bahía se aproximó al islote, la sombra cayó sobre ella y la arrastró a las profundidades. Aún puedo oír su risa en la oscuridad cuando emergió de entre las olas. Al día siguiente, volvió a refugiarse en aquel frasco de cristal. Durante los próximos veinte años no volví a verla…
Simone se alzó temblando de la silla y retrocedió paso a paso hasta que su espalda topó con la pared de la habitación. No podía seguir escuchando una sola palabra de los labios de aquel hombre, de aquel… enfermo. Sólo una cosa la mantenía en pie y le impedía rendirse al pánico que le inspiraba aquella figura enmascarada una vez escuchado su relato: la ira.
– Amiga mía, no, no… No cometa ese error…
¿No comprende qué es lo que sucede? Cuando usted y su familia llegaron aquí, no pude evitar que mi corazón se fijase en usted. No lo hice conscientemente. Ni siquiera me di cuenta de lo que estaba sucediendo hasta que fue demasiado tarde. Traté de apagar ese hechizo construyendo una máquina a su imagen y semejanza…
– ¿Qué?
– Creí… Al poco tiempo de que su presencia volviese a dar vida a esta casa, la sombra que había permanecido veinte años de nuevo dormida en aquel frasco maldito despertó de su limbo. No tardó en encontrar una víctima propicia para liberarla de nuevo…
– Hannah… -murmuró Simone.
– Sé lo que ahora debe de sentir y pensar, créame. Pero no hay escapatoria posible. He hecho cuanto he podido… Debe creerme…
La máscara se incorporó y caminó hacia ella. -¡No se acerque ni un paso más! -estalló Simone.
Lazarus se detuvo.
– No quiero hacerle daño, Simone. Soy su amigo. No me dé la espalda.
Ella sintió una oleada de odio que nacía en lo más profundo de su espíritu.
– Usted asesinó a Hannah…
– Simone…
– ¿Dónde están mis hijos?
– Ellos han elegido su propio destino…
Un puñal de hielo le desgarró el alma. -¿Qué… qué ha hecho con ellos? Lazarus alzó las manos enguantadas. -Han muerto…
Antes de que Lazarus pudiese finalizar sus palabras, Simone dejó escapar un alarido de furia y, asiendo uno de los candelabros de la mesa, se lanzó contra el hombre que tenía enfrente. La base del candelabro se estrelló con toda su fuerza en el centro de la máscara. El rostro de porcelana se rompió en mil pedazos y el candelabro se precipitó hacia la penumbra. No había nada allí.
Simone, paralizada, concentró los ojos en la masa negra que flotaba frente a ella. La silueta se despojó de los guantes blancos, desvelando únicamente oscuridad. Sólo entonces Simone pudo advertir aquel rostro demoníaco formarse frente a ella, una nube de sombras que adquiría lentamente volumen y siseaba como una serpiente, furiosa. Un alarido infernal rasgó sus oídos, un aullido que extinguió cada una de las llamas que ardían en la habitación. Por primera y última vez, Simone oyó la verdadera voz de la sombra. Después, las garras la atraparon y la arrastraron hacia la oscuridad.