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El mayordomo se detuvo. El cuchillo cayó de sus manos. Ismael miró a la chica sin comprender nada. La figura, inmóvil, los observaba.

– Rápido -instó la muchacha, adentrándose en la casa.

Ismael corrió tras ella, no sin antes recoger el cuchillo que Christian había soltado. Alcanzó a Irene bajo la fuga vertical que ascendía hacia la cúpula. La joven miró alrededor y trató de orientarse.

– ¿Dónde ahora? -preguntó Ismael, sin dejar de vigilar a su espalda.

Ella dudó, incapaz de optar por un camino a través del cual adentrarse en el laberinto de Cravenmoore.

Súbitamente, un golpe de aire frío los sacudió desde uno de los corredores y el sonido metálico de una voz cavernosa llegó hasta sus oídos.

– Irene… -susurró la voz.

Los nervios de la muchacha se trabaron en una red de hielo. La voz llegó de nuevo. Irene clavó los ojos en el extremo del corredor. Ismael siguió su mirada y la vio. Flotando sobre el suelo, envuelta en un manto de neblina, Simone avanzaba hacia ellos con los brazos extendidos. Un brillo diabólico bailaba en sus ojos. Unas fauces surcadas de colmillos acerados asomaron tras sus labios apergaminados.

– Mamá -gimió Irene.

– Ésa no es tu madre… -dijo Ismael, apartando a la chica de la trayectoria de aquel ser.

La luz golpeó aquel rostro y lo desveló en todo su horror. Ismael se abalanzó sobre Irene para esquivar las garras del autómata. La criatura giró sobre sí misma y se les encaró de nuevo. Tan sólo medio rostro se había completado. La otra mitad no era más que una máscara de metal.

– Es el muñeco que vimos. No es tu madre -dijo el muchacho, que trataba de arrancar a su amiga del trance en que la visión la había sumido-. Esa cosa los mueve como si fuesen marionetas…

El mecanismo que sostenía al autómata dejó escapar un chasquido. Ismael pudo ver cómo las garras viajaban hacia ellos de nuevo, a toda velocidad. El muchacho cogió a Irene y se lanzó a la fuga sin saber a ciencia cierta hacia adónde se dirigía. Corrieron tan rápidamente como se lo permitieron sus piernas a través de una galería f1anqueada por puertas que se abrían a su paso y siluetas que se descolgaban del techo.

– ¡Rápido! -gritó Ismael, oyendo el martille o de los cables de suspensión a sus espaldas.

Irene se volvió a mirar atrás. Las fauces caninas de aquella monstruosa réplica de su madre se cerraron a veinte centímetros de su rostro. Las cinco agujas de sus garras se lanzaron sobre su rostro. Ismael tiró de ella y la empujó al interior de lo que parecía una gran sala en la penumbra.

La chica cayó de bruces sobre el suelo y él cerró la puerta a su espalda. Las garras del autómata se clavaron sobre la puerta, puntas de flecha letales. -Dios mío… -suspiró-. Otra vez no…

Irene alzó la vista; su piel del color del papel. -¿Estás bien? -le preguntó Ismael.

La muchacha asintió vagamente para luego mirar a su alrededor. Paredes de libros ascendían hacia el infinito. Miles y miles de volúmenes formaban una espiral babilónica, un laberinto de escaleras y pasadizos.

– Estamos en la biblioteca de Lazarus.

– Pues espero que tenga otra salida, porque no pienso volver a mirar ahí detrás… -dijo Ismael señalando a su espalda.

– Debe de haberla. Creo que sí, pero no sé dónde está -dijo ella, aproximándose al centro de la gran sala mientras el chico trababa la puerta con una silla.

Si aquella defensa resistía más de dos minutos, se dijo, empezaría a creer en los milagros a pies juntillas. La voz de Irene murmuró algo a su espalda. El muchacho se volvió y la vio junto a una mesa de lectura, examinando un libro de aspecto centenario.

– Hay algo aquí -dijo ella.

Un oscuro presentimiento se despertó en él. -Deja ese libro.

– ¿Por qué? -preguntó Irene, sin comprender.

– Déjalo.

La joven cerró el volumen e hizo lo que su amigo le indicaba. Las letras doradas sobre la cubierta brillaron a la lumbre de la hoguera que caldeaba la biblioteca: Doppelgänger.

Irene apenas se había alejado unos pasos del escritorio cuando sintió que una intensa vibración atravesaba la sala bajo sus pies. Las llamas de la hoguera palidecieron y algunos de los tomos en las interminables hileras de estanterías empezaron a temblar. La muchacha corrió hasta Ismael.

– ¿Qué demonios…? -dijo él, percibiendo también aquel intenso rumor que parecía provenir de lo más profundo de la casa.

En ese momento, el libro que Irene había dejado sobre el escritorio se abrió violentamente de par en par. Las llamas de la hoguera se extinguieron, aniquiladas por un aliento gélido. Ismael rodeó a la joven con sus brazos y la apretó contra sí. Algunos libros empezaron a precipitarse al vacío desde las alturas, impulsados por manos invisibles.

– Hay alguien más aquí -susurró Irene-. Puedo sentirlo…

Las páginas del libro empezaron a volverse lentamente al viento, una tras otra. Ismael contempló las láminas del viejo volumen, que brillaban con luz propia, y advirtió por primera vez cómo las letras parecían evaporarse una a una, formando una nube de gas negro que adquiría forma sobre el libro. Aquella silueta informe fue absorbiendo palabra a palabra, frase a frase.

La forma, más densa ahora, le hizo pensar en un espectro de tinta negra suspendido en el vacío.

La nube de negrura se expandió y las formas de unas manos, unos brazos y un tronco se esculpieron de la nada. Un rostro impenetrable emergió de la sombra.

Ismael e Irene, paralizados por el terror, contemplaron electrizados aquella aparición y cómo, alrededor de ella, otras formas, otras sombras cobraban vida de entre las páginas de aquellos libros caídos. Lentamente, un ejército de sombras se desplegó ante sus ojos incrédulos. Sombras de niños, de ancianos, de damas ataviadas con extrañas galas… Todos ellos parecían espíritus atrapados, demasiado débiles para adquirir consistencia y volumen. Rostros en agonía, aletargados y desprovistos de voluntad. Al contemplarlos, Irene sintió que se encontraba frente a las almas perdidas de decenas de seres atrapados en un terrible maleficio. Los vio extender sus manos hacia ellos, suplicando ayuda, pero sus dedos se escindían en espejismos de vapor. Podía sentir el horror de su pesadilla, del sueño negro que los atenazaba.

Durante los escasos segundos que duró aquella visión, se preguntó quiénes eran y cómo habían llegado hasta allí. ¿Habían sido alguna vez incautos visitantes de aquel lugar, como ella misma? Por un instante esperó reconocer a su madre entre aquellos espíritus malditos, hijos de la noche. Pero, a un simple gesto de la sombra, sus cuerpos vaporosos se fundieron en un torbellino de oscuridad que atravesó la sala.

La sombra abrió sus fauces y absorbió todas y cada una de esas almas, arrancándoles la poca fuerza que todavía vivía en ellas. Un silencio mortal siguió a su desaparición. Luego, la sombra abrió los ojos y su mirada proyectó un halo sangrante en la tiniebla.

Irene quiso gritar, pero su voz se perdió en el estruendo brutal que sacudió Cravenmoore.

Una a una, todas las ventanas y las puertas de la casa se estaban sellando como lápidas. Ismael oyó aquel eco cavernoso recorrer los cientos de galerías de Cravenmoore, y sintió que sus esperanzas de salir de aquel lugar con vida se evaporaban en la oscuridad.

Tan sólo un resquicio de claridad trazaba una aguja de luz a través de la bóveda del techo, una cuerda floja de luz suspendida en lo alto de aquella siniestra carpa circense. La luz se grabó en la mirada de Ismael, y el muchacho, sin esperar un segundo más, asió la mano de Irene y la condujo hacia el extremo de la sala, a tientas.

– Quizá la otra salida esté ahí -susurró.

Irene siguió la trayectoria que señalaba el índice del chico. Sus ojos reconocieron el filamento de luz, que parecía emerger del orificio de una cerradura. La biblioteca estaba organizada en óvalos concéntricos recorridos por un estrecho pasillo que ascendía en espiral por la pared y hacía las veces de distribuidor a las diferentes galerías que partían de él. Simone le había hablado de ello, comentándole aquel capricho arquitectónico: si alguien seguía aquel corredor hasta el fin, llegaba casi hasta el tercer piso de la mansión. Una suerte de torre de Babel de puertas adentro, imaginó. Esta vez fue ella quien guió a Ismael hasta el corredor y, una vez en él, se apresuró a ascender.