Выбрать главу

– ¿Sabes adónde vas? -preguntó el muchacho.

– Confía en mí.

Ismael corrió tras ella, sintiendo cómo el suelo ascendía lentamente bajo sus pies a medida que se adentraban en el corredor. Una fría corriente de aire le acarició la nuca e Ismael observó la espesa mancha negra que se esparcía sobre el suelo a su espalda. La sombra tenía una textura casi sólida, y sólo su contorno parecía fundirse con la oscuridad. La mancha espectral se desplazaba como una lámina de aceite, espeso y brillante.

Al cabo de unos segundos, aquel ente de negrura líquida se extendió bajo sus pies. Ismael sintió un espasmo gélido, similar al de caminar en aguas heladas.

– ¡Rápido! -exclamó.

El origen de la línea de luz nacía, tal como habían supuesto, en la cerradura de una puerta que apenas se encontraba a media docena de metros de ellos. Ismael apretó el paso y consiguió rebasar el rastro de la sombra bajo sus pies por unos instantes. Las probabilidades de que aquella puerta estuviese abierta se le antojaban nulas. De poco les serviría alcanzar la puerta si ésta no conducía a ninguna parte.

Irene palpó la cerradura en la penumbra, en busca de un resorte que le permitiese abrirla. El muchacho se volvió para comprobar dónde se encontraba la sombra y sus ojos descubrieron el manto de azabache que se alzaba frente a él, una escultura de gas espeso que adquiría forma lentamente. Un rostro de alquitrán se materializó. Un rostro familiar.

Ismael creyó que sus ojos le estaban engañando y parpadeó. El rostro seguía allí. El suyo propio.

Su oscuro reflejo le sonrió malévolamente y una lengua de reptil asomó entre los labios. Instintivamente, Ismael extrajo el cuchillo que había arrebatado al autómata del vestíbulo y lo blandió frente a la sombra. La silueta escupió su gélido aliento sobre el arma y una red de escarcha y astillas de hielo ascendió desde la punta del filo hasta la empuñadura. El metal congelado le transmitió una fuerte sensación de quemazón en la palma de la mano. El frío, un frío intenso, quemaba tanto o más que el fuego.

Ismael estuvo a punto de soltar el arma, pero resistió el espasmo muscular que le agarrotó el antebrazo y trató de hundir la hoja del cuchillo en el rostro de la sombra. La lengua se desprendió de ella al contacto con el filo y cayó sobre uno de sus pies. Instantáneamente, la pequeña masa negra le rodeó el tobillo como una segunda piel y empezó a ascender lentamente. El contacto viscoso y helado de aquella materia le provocó náuseas.

En ese momento, oyó el crujido de la cerradura con la que Irene estaba forcejeando a su espalda y un túnel de luz se abrió ante ellos. La chica corrió hacia el otro lado de la puerta e Ismael la siguió, cerrando de nuevo la puerta y dejando a su perseguidor al otro lado. La porción desprendida de la sombra trepó por su muslo y adquirió la forma de una gran araña. Una punzada de dolor le sacudió la pierna. Ismael gritó e Irene trató de expulsar aquel monstruoso arácnido. La araña se volvió contra la muchacha y saltó sobre ella. Irene dejó escapar un alarido de terror.

– ¡Quítamela!

Ismael, desconcertado, miró a su alrededor y descubrió cuál era la fuente de luz que los había guiado. Una hilera de velas se perdía en la penumbra, en una procesión fantasmal.

El chico agarró una de las velas y acercó la llama a la araña, que buscaba la garganta de Irene. Al simple contacto con el fuego, aquel ser profirió un siseo de rabia y dolor y se descompuso en una lluvia de gotas negras que cayeron al suelo. Ismael soltó la vela y apartó a Irene del alcance de aquellos fragmentos. Las gotas se deslizaron gelatinosamente sobre el suelo y se unieron en un solo cuerpo que reptó hasta la puerta y se filtró de vuelta al otro lado.

– El fuego. El fuego le asusta… -dijo Irene.

– Pues eso es lo que vamos a darle.

Ismael recogió la vela y la colocó al pie de la puerta mientras Irene echaba un vistazo a la estancia en la que se encontraban. El lugar parecía más una antesala semidesnuda, sin muebles, y cubierta por décadas de polvo. Probablemente, aquella cámara había servido en algún tiempo como almacén o depósito adicional a la biblioteca. Un análisis más atento, sin embargo, revelaba formas sobre el techo. Pequeñas tuberías. Irene tomó una de las velas y, alzándola sobre su cabeza, examinó la sala. El brillo de azulejos y mosaicos sobre los muros se encendió a la llama de la vela.

– ¿Dónde diablos estamos? -preguntó Ismael.

– No lo sé… Parecen, parecen unas duchas…

La lumbre de la vela reveló los aspersores metálicos, redes de cientos de orificios en forma de campana que pendían de las cañerías. Las bocas estaban herrumbrosas y tramadas de una ciudadela de telarañas.

– Sea lo que sea, hace siglos que nadie las…

No había acabado de pronunciar esta frase cuando se oyó un quejido metálico, el sonido inconfundible de un grifo oxidado que giraba. Allí dentro, junto a ellos.

Irene apuntó la vela hacia la pared de azulejos y ambos vieron cómo dos llaves de paso estaban girando lentamente.

Una profunda vibración recorría los muros.

Luego, tras unos segundos de silencio, los dos muchachos pudieron rastrear aquel sonido, el sonido de algo que se arrastraba a través de las tuberías, sobre sus cabezas. Algo se estaba abriendo camino en las estrechas cañerías.

– ¡Está aquí! -gritó Irene.

Él asintió, sin apartar los ojos de los aspersores.

En cuestión de segundos, una masa impenetrable empezó a filtrarse lentamente a través de los orificios. Irene e Ismael retrocedieron despacio, sin apartar la vista de la sombra que se formaba poco a poco frente a ellos, como las partículas de un reloj de arena forman una montaña al caer.

Dos ojos se dibujaron en la oscuridad. El rostro de Lazarus, afable, les sonrió. Una visión tranquilizadora, de no haber sabido antes que aquello que tenían frente a sí no era Lazarus. Irene avanzó un paso hacia él.

– ¿Dónde está mi madre? -preguntó, desafiante.

Una voz profunda, inhumana, se dejó oír. -Está conmigo.

– Apártate de él-dijo Ismael.

La sombra clavó sus ojos en él y el muchacho pareció entrar en trance. Irene sacudió a su amigo y quiso apartado de la sombra, pero él permanecía bajo el influjo de aquella presencia, incapaz de reaccionar. La chica se interpuso entre ambos y abofeteó a Ismae1, lo que consiguió arrancarlo de aquel estado. El rostro de la sombra se descompuso en una máscara de rabia, y dos largos brazos se extendieron hacia ellos. Irene empujó a Ismael hasta la pared y trató de esquivar la presa de aquellas garras.

En ese momento, una puerta se abrió en la oscuridad y un halo de luz apareció al otro lado de la estancia. La silueta de un hombre sosteniendo un farol de aceite se recortó en el umbral.

– ¡Fuera de aquí! -gritó, permitiendo a Irene reconocer su voz: era Lazarus Jann, el fabricante de juguetes.

La sombra profirió un alarido de odio y una a una las llamas de las velas se extinguieron. Lazarus avanzó hacia la sombra. Su rostro parecía el de un hombre mucho mayor de lo que Irene recordaba. Sus ojos, inyectados en sangre, acusaban un terrible cansancio, los ojos de un hombre devorado por una cruel enfermedad.

– ¡Fuera de aquí! -gritó de nuevo.

La sombra dejó entrever un rostro demoníaco y se transformó en una nube de gas, filtrándose entre los resquicios del suelo, hasta escapar por una grieta en los muros. Un sonido similar al del viento azotando tras las ventanas acompañó su huida.